La habitación de los niños 11 Sep 2005

Los grandes momentos de un cantante

La Nación | Louis-René des Forëts

 

En cuanto a mí que escuché su voz dos veces de las veinte en que llegó a ser la más bella del siglo, no intentaré explicar ahora el maravilloso fenómeno que le permitió a un oscuro ejecutante disponer de golpe, aunque durante un tiempo muy breve, de un registro tan extraordinariamente amplio que pudo dedicarse a realizar acrobacias verbales sin precedentes, como atravesar con facilidad las mayores distancias sonoras, subiendo y bajando hasta las notas más inaccesibles o, de acuerdo con las necesidades del papel, sostener indistintamente la parte del bajo, el barítono o el tenor ligero. Todo sucedía, se dijo, como si la garganta de nuestro cantante hubiese sido el teatro de un trastorno orgánico, tal vez de naturaleza celular, que lo habría dotado de una elasticidad excepcional hasta la reabsorción definitiva de la enfermedad. [...]

Frédéric Molieri, hijo de padre italiano, comerciante de vinos de Bolonia, y de madre francesa, muestra tempranamente una intensa afición por el teatro, adonde acude con frecuencia a espaldas de sus padres, que con razón o sin ella le reprochan su indolencia y su frivolidad. Como a veces les ocurre a los niños muy dotados pero mal conducidos y de naturaleza apática, no hace nada para desarrollar sus aptitudes, y ya fuera por falta de atrevimiento o por distracción, ni siquiera intenta entrar en relación con los actores a los que aplaude cada noche, esperándolo todo de la suerte y nada de sus esfuerzos personales -un fatalismo que aclara muchas circunstancias de su vida e incluso su indiferencia ante el fracaso. A pedido de sus padres que ingenuamente procuran apartarlo de una pasión que consideran perjudicial para sus estudios, uno de sus tíos que ejerce la profesión de luthier le enseña a tocar el violín y el oboe. Dos años después, es aceptado para formar parte de una orquesta local donde, de acuerdo con las obras que figuren en el programa, toca alternativamente ambos instrumentos, con una marcada preferencia por el segundo en el que pronto se destacará. [...]

Unos años después, lo encontramos en Frankfurt, donde integra una de las más célebres orquestas filarmónicas de Europa, en vísperas de realizar su formidable hazaña. De aquí en más, todo se va a desarrollar a la manera de un mal guión. El programa de la gira de la formación a la que pertenece contiene, además de una serie de conciertos, las representaciones alternadas de Don Juan y La flauta mágica. No deja de tener interés el señalar que Molieri ha solicitado y obtenido de la dirección el favor de aparecer en el escenario entre los músicos maquillados, disfrazados y con pelucas que, como verdaderos actores, tienen la función de animar la fiesta en casa de Don Juan al final del primer acto. Observemos también que nunca antes de ese día había formulado un pedido de semejante índole.

 Poco antes del inicio de la obertura, causa preocupación la ausencia del intérprete principal; alguien parte en su busca y lo trae con rapidez, para gran alivio del empresario que no había previsto el habitual sustituto. En la agitación general que precede al levantamiento del telón, nadie advirtió el comportamiento extraño, el aspecto desaliñado del artista al que se empujó casi brutalmente hacia su camarín. Nadie se asombró pues de las huellas sospechosas que manchaban su rostro lívido y que el polvo y las pinturas van a disimular exitosamente. Y será un Don Juan alegre, ardiendo con todos los fervores de la seducción, a quien se verá moverse sobre el escenario hasta el final del acto. [...]

 Apenas ha caído el telón y Don Juan se tambalea entre los brazos de Leporello y de Don Ottavio, que deben sostenerlo para que llegue a su camarín donde se derrumba vertiendo un mar de imprecaciones sobre los autores de una agresión de la que cree haber sido víctima. El médico de servicio es llamado en el acto, pero el cantante lo rechaza con un gesto irritado para arrastrarse como puede hasta el escenario donde debe responder a las aclamaciones del público. [...]

 Un instante después, está desplomado en un sillón, con los ojos semicerrados, los labios temblorosos, y no responde a las preguntas urgentes de su entorno sino mediante invectivas entrecortadas por sollozos. ¿Qué sucedió exactamente? Se difundió el rumor de que estaba ebrio en el momento de entrar en escena, pero nadie pudo atestiguar formalmente haberlo visto en estado de ebriedad aquella noche [...]. Pero poco nos importan los verdaderos motivos de su desfallecimiento, lo que nos interesa es que a pesar de las súplicas del empresario declaró que no estaba en condiciones de continuar su papel hasta el final y consiguió que el médico le entregara en el acto un certificado de incapacidad.

Imaginemos ahora el desconcierto del empresario que se encuentra ante la disyuntiva de confiarle improvisadamente el papel a un cantante de ocasión (¿pero cuál?, ¿quién se atrevería a asumir a la vez semejante honor y semejante riesgo?) o hacer que reembolsaran los boletos luego de haberse disculpado en persona ante el público descontento. [...] Fue entonces cuando uno de los violinistas, que por haber figurado también en la pequeña orquesta del escenario todavía llevaba puesto su traje de seda, se acerca tímidamente al director: "Pero está Molieri..." [...]

Y el violinista contará que durante un paseo de la víspera por las orillas del Main en compañía de Molieri, éste se escondió de repente detrás de un matorral para cantar algunos pasajes del Don Juan, imitando hasta confundirse con ellas tan pronto la voz de I..., el cantante postrado, tan pronto la de N..., quien aquella misma noche personificaba a Leporello.[...]

El violinista que había salvado la situación sugiriéndole al empresario que apelara a Molieri [...] quedó como petrificado cuando vio a éste entrando a la oficina adonde se lo había hecho acudir con urgencia. El prestigio que casi siempre extrae de su disfraz el individuo más anodino, un actor de su máscara, el cura de sus ornamentos sacerdotales, no contribuyó en nada a la perturbación sentida por el violinista ante la vista de Molieri que, según todo hace creer, ya había cambiado su fastuoso traje de figurante por el sombrío smoking de rigor para los músicos del foso. Fue presa del aspecto altivo y exaltado de ese hombre cuya modestia siempre había apreciado, y tal metamorfosis resultaba aún más alucinante en la medida en que afectaba igualmente particularidades físicas muy precisas, como el tamaño y el color de los ojos: más bajo que la estatura media, parecía sin embargo dominar a todos desde muy alto y su rostro, que para nada era notable (lo puedo atestiguar), brillaba como un gran sol. [...]

Luego de una audición apresurada en la cual, si les creemos a los testigos, Molieri se había desempeñado apenas pasablemente (¿y qué aficionado hubiera salido tan bien librado de semejante prueba?), el empresario asume el riesgo de confiarle el papel principal. Cuando cayó el telón, lo abraza llorando de entusiasmo y al día siguiente le propone un contrato que Molieri primero dudará en firmar, alegando que para nada está seguro de poder repetir su hazaña. Tales escrúpulos se atribuyeron a una coquetería de artista, cuando en verdad se debían, en mi opinión, a una legítima prudencia: ¿cómo comprometerse a dar lo que no se posee, algo que en cualquier momento puede faltarnos?

Trad.: Silvio Mattoni