La habitación de los niños 11 Sep 2005

Des Forêts, maestro del silencio

La Nación | Hugo Beccacece

El magnífico libro de cuentos La habitación de los niños (El cuenco de plata) condensa las preocupaciones del formidable escritor francés.

 

Cómo estar seguro de lo que se dice, de las verdaderas intenciones de lo que cada uno de nosotros y los otros dicen? ¿En qué momento y de qué modo la memoria traiciona al que recuerda y, en definitiva, a todos? ¿De qué están hechos el tiempo, la palabra y, sobre todo, el silencio? Los cuatro magníficos relatos de La habitación de los niños (El cuenco de plata), de Louis-René des Forêts, plantean estas preguntas y las dejan suspendidas en el aire como el misterio de la propia existencia.

Autor de una obra exquisita, profundamente original, pero no muy extensa, Louis-René des Forêts (1918-2000) es un escritor francés prácticamente desconocido en la Argentina y poco frecuentado en Francia a pesar de la calidad de sus libros, del enorme prestigio del que gozó en vida entre sus colegas (Georges Bataille, Michel Leiris, Raymond Queneau, Maurice Blanchot e Yves Bonnefoy, entre otros, eran sus admiradores) y de la influencia que ejerce hoy sobre autores como Pascal Quignard, Richard Millet y Jean-Benoît Puech.

Des Forêts vivió buena parte de su niñez como pupilo en varios colegios. El período que pasó en un internado jesuita de Bretaña parece haberlo marcado. Los cuestionamientos y la introspección sofocante a los que somete a sus personajes tienen mucho de un minucioso escrutinio religioso, de una implacable persecución metafísica. La claridad y la elegancia con que expone los argumentos más complejos, la precisión casi fastidiosa con que registra cada matiz, cada vacilación de la voluntad y de los sentimientos se expresan en un lenguaje que tiene la pureza de los clásicos.

Después de una frustrada y juvenil vocación naval, Des Forêts descubrió la poesía en los textos de Baudelaire, de Shakespeare, de Goethe y de Rimbaud. Durante la Segunda Guerra Mundial, fue miembro de la Resistencia. Su trabajo como escritor estuvo escandido por varios períodos de retiro. Después de la muerte de una hija en los años 60, Des Forêts calló durante largo tiempo. La habitación de los niños, el libro de relatos que ahora se edita, recibió el Premio de los Críticos en 1969 y más tarde el Premio Nacional de Letras. En 1997, tres años antes de su muerte, publicó Ostinato, especie de libro de memorias (algunos las califican de "fragmentarias") en el que no hay nombres propios ni anécdotas sino reflexiones y apuntes sobre hechos cotidianos: recuerdos que son sobre todo registros de una voz y de una mirada.

Para completar el perfil de este hombre, para quien el silencio era el fundamento mismo de la existencia más que un atributo antropológico, conviene decir que Des Forêts fue uno de los críticos musicales más importantes de Francia. Sólo quien comprende el valor del silencio y lo que éste revela puede entender acabadamente la música como él.

La habitación de los niños condensa los temas que preocuparon a Des Forêts durante toda su vida. En el primero de los cuentos, "Los grandes momentos de un cantante", del que brindamos un anticipo, el narrador busca desentrañar un enigma que nadie, ni siquiera el hombre que debería estar al tanto de los detalles más íntimos de ese acertijo, el cantante, pudo resolver. Dos veces el narrador escuchó la voz más bella del siglo, la del tenor Frédéric Molieri. De niño, Molieri había estudiado violín y oboe. Era un buen instrumentista, pero no un virtuoso; en parte, por propia decisión. Había evitado todas las posibilidades de convertirse en un solista y, en cambio, había preferido integrar de un modo casi anónimo grandes orquestas. Su instrumento, en medio de los otros, podía pasar inadvertido, como su voz. Hasta que se produjo una extraña coincidencia: el gran tenor que debía cantar el papel del protagonista en Don Juan de Mozart debió dejar la representación abrumado por una supuesta borrachera que lo había llevado a dar un giro insólito a su interpretación del personaje mozartiano. Molieri, por su parte, había pedido que lo incluyeran entre los músicos que aparecían en escena para tocar en la fiesta que ofrece Don Juan al final del primer acto. Podía ver, entonces, los detalles más ínfimos de las aventuras del tenor ebrio.

Ese mismo día, por la tarde, antes de la función y de un modo absolutamente casual, un violinista de la orquesta en que tocaba Molieri lo había sorprendido cantando no sólo la parte de Don Juan, sino también la de Leporello. Ante la emergencia, el violinista propuso que Molieri sustituyera al célebre tenor. El empresario, desesperado, accedió. Esa noche comenzó la carrera más fulgurante y más breve de una gran figura del canto. Del mismo modo misterioso en que esa voz maravillosa y la capacidad de interpretar los papeles más importantes del repertorio de ópera de un modo novedoso se habían apoderado de Molieri, esos dones lo abandonaron casi de un día para el otro. El relato sugiere en un primer nivel que el demonio fue quien realizó y rompió el hechizo. En realidad, todo es mucho más misterioso y el demonio poco tuvo que ver con lo ocurrido. Pero lo más irónico y sugestivo de la narración es el hecho de que Molieri es consciente todo el tiempo de que una fuerza que lo trasciende, en cuyo poder ha caído, es la que canta y actúa a través de él. Las mujeres que se enamoran de él, los admiradores que lo persiguen lo fastidian. Molieri sabe que él no es el dueño de esa voz, sino tan sólo un medio y esas pasiones, dirigidas a alguien que él no es, lo exasperan.

Toda la narración gira alrededor de esa "falta", de esa "carencia"; en definitiva, de un silencio. Nadie puede decir una palabra sobre lo que ha ocurrido. Sin embargo, todos tienen una teoría sobre ese hecho, salvo el desdichado Molieri, el mero instrumento del hechizo. Apenas si esboza alguna conjetura. Pero el tema de su voz no es algo sobre lo que quiera hablar, sino callar. Las interrogaciones a las que lo someten los demás parecen destinadas a descargar sobre él la curiosidad que cada uno de los que lo escucharon deberían dirigir sobre ellos mismos. ¿Quién nos hace juguetes de esos milagros? No se trata meramente de la inspiración, del daimon que se apodera del artista, sino de un tema más amplio que nos concierne a todos. ¿De quién somos instrumento cuando cada uno de nosotros cree hablar por cuenta propia? Por nuestra voz, hablan una época y un individuo, pero ¿quién mueve los hilos de los que pendemos? Y, por supuesto, no se trata de una pregunta con respuesta política. ¿Cuáles son las condiciones de posibilidad de la palabra y del silencio? Sólo quien puede hablar puede callar. Una fórmula que puede invertirse: sólo quien calla puede hablar. ¿Pero qué fuerza nos posee para que necesite instrumentos como los seres humanos para adquirir voz? Todo lo que ocurre es una comedia, un juego irónico, una burla de la que somos los actores, pero también el objeto de irrisión; una burla urdida desde el silencio.

Otro tipo de silencio es, en cambio, el que reina en "La habitación de los niños", el cuento que da título al libro. Un adulto sorprende un juego que se desarrolla en el cuarto de una casa, donde se supone que los chicos están durmiendo. Entonces, en vez de hacerles saber que los ha visto y los está escuchando, los espía desde el otro lado de la puerta. Su curiosidad se tiñe así de inmoralidad. El grupo está empeñado en hacer hablar a Georges, un niño que ha hecho voto de silencio y que, por otra parte, el narrador no conoce: un desconocido tan cercano, tan próximo, que el adulto espía no lo identifica. Esa noche, los niños debaten el reglamento del colegio al que concurren y, por todos los medios, buscan involucrar a Georges en la discusión. Ese reglamento, al que se someten, cada chico lo trae incorporado cuando entra en el colegio; por lo tanto, no pueden sustraerse a él. Sus reglas son algo así como las reglas del juego. Una vez más la narración, gira alrededor del silencio, ya no disimulado como en "Los grandes momentos de un cantante". Aquí el silencio no es la falta de respuesta a un enigma sino el mutismo deliberado de un personaje. De todos modos, las razones de ese silencio, una vez resueltas, nos revelan que el lector participó todo el tiempo de un acertijo, sin saber de qué se trataba.

Ese es otro de los rasgos comunes de los cuatro relatos: el lector, como los niños del colegio, tiene incorporado el reglamento del juego -es decir, de la lectura- desde el momento en que comienza a recorrer las páginas del libro. Lo que lee, lo que espía por medio de esas frases, es lo mismo que le está pasando a él mientras lee. También él padece el silencio, también él se esfuerza para que el texto le abra sus secretos, para penetrar en la boca callada de Georges. Casi al final de "La habitación de los niños", dice Des Forêts: "Así como no ha podido abandonar su puesto durante todo el tiempo en que las voces de los niños se dejaron oír detrás de la puerta, del mismo modo experimenta ahora hasta el vértigo la fascinación de su mutismo y se une a ellos en la esperanza de una liberación que sería también la suya. Cada uno de ellos ha hablado por él, pero es como si él mismo hubiese hablado por cada uno de ellos [...]. El silencio se levanta entonces frente a él como un formidable agresor que se fortalece a cada instante. Un silencio que pronto se vuelve tan voluminoso que parece próximo a hacer estallar el espacio demasiado estrecho de la habitación en donde se lo ha confinado [...] ¡un silencio que ha dejado de ser el de unos niños sabios o demasiado astutos y en adelante es el suyo, nada más que el suyo!"

En el tercer relato, "Una memoria demencial", el protagonista, desde niño, resuelve entregarse a un astuto silencio por medio del cual trata de ponerse fuera del alcance de cualquier ataque. Sólo una vez logra esa hazaña: llegar a la cumbre de sí mismo, "una ausencia espléndida". Después traiciona ese voto de mutismo. Durante el resto de su vida, trata de reconstruir con el mayor detalle posible las circunstancias que lo llevaron a tomar aquella determinación y aquel momento de absoluto dominio de sí. El narrador de Des Forêts se recuerda o se sueña en el origen de su propia leyenda. Alguien, otro chico, lo acusó de una fechoría de la que el narrador-niño no era culpable. En vez de callar el nombre del verdadero responsable de la falta, el niño acusado, el protagonista, rompe la camaradería infantil, y denuncia al culpable. Ese hecho que lo coloca al margen, al mismo tiempo, lo distingue. La cólera de sus víctimas, reflexiona, sería "como un homenaje a su poder, como un reconocimiento deslumbrante de sus méritos."

Por más que intente evocar con precisión una y otra vez lo ocurrido, la memoria traiciona al protagonista como él traicionó a su compañero. Por medio de la escritura busca registrar lo ocurrido porque el mero recuerdo no sólo se evapora, sino que lentamente cambia los datos, las imágenes y los modifica. "Su persistente incapacidad para dominar su obsesión así como para poner por escrito la más mínima aproximación a ella le hizo temer que en la víspera de su muerte aún no hubiese terminado su interminable labor. Pero como un reto o porque no podía obrar de otro modo, consagró sus desvelos a intentar formular lo inefable, a ordenar lo que es irremediablemente caótico." Esos intentos de fijar lo inasible convierten al protagonista en escritor. Ese escritor, nos enteramos al final, es el que ha escrito el relato que leemos, pero jamás sabremos si es el niño del que habla, porque el recuerdo, por más que haya sido apresado en las páginas de un libro, se modifica en el mismo momento en que es tocado por el presente de la narración.

Des Forêts busca una vez más sorprender la vida misma, el manantial del que surge el tiempo y la conciencia de sí mismo en el cuarto relato, "En un espejo". También aquí hay alguien, un hombre, quizá enfermo, que guarda silencio. Uno de sus amigos, seguramente el más íntimo, lo visita diariamente pero no puede arrancarle ninguna confidencia, ninguna palabra verdadera. Apenas si el dueño de casa le responde con lugares comunes, con frases hechas. La hermana, celosa de las visitas del amigo, recibe al visitante con desconfianza. No sólo lo encara y le advierte que jamás podrá penetrar en la intimidad de su hermano; además, lo espía o más bien espía a los dos amigos. Se pone del otro lado de la puerta del cuarto entre cuyas paredes los dos hombres conversan o se callan, para escucharlos. Pero otra persona, un joven huésped, a su vez, la espía. No sólo la espía; además, escribe cada una de las frases que ella pronuncia. También él, por medio de la escritura, quiere fijar el presente, captar el nacimiento de cada instante, de cada atisbo de conciencia en el momento en que se produce. Por último, la mujer y el joven escritor se enfrentan. Los motivos que él aduce para espiarla, las acusaciones que le dirige y las razones que ella da para vigilar a su hermano y para dudar de las buenas intenciones del huésped no son dignas de confianza.

Las alternativas del discurso entre ambos personajes, las discusiones bizantinas que se suceden terminan por involucrar al lector que no puede decidir quién es el que dice la verdad porque probablemente toda verdad se escapa de las manos en el mismo momento en que se cree asirla. El lector, convertido en otro espía, se da cuenta de que su supuesto aislamiento no lo pone a resguardo de nada. En el mismo acto de leer, de interpretar, anida la traición.

Este último relato condensa así las preocupaciones de Des Forêts. El esfuerzo por superar la brecha entre la vida y la reflexión, entre los actos y sus intenciones, está destinado al fracaso. No importa cuán rápido nos demos vuelta para sorprender a aquél de quien somos meros agentes, jamás lo veremos. Siempre habrá un espía y, sobre todo, siempre encontraremos el silencio como respuesta y fundamento de la palabra.

Obras

Les mendigos (Alfaguara)

El charlatán (Arena Libros)

La habitación de los niños (El cuenco de Plata)

Les Mégères de la mer (Las arpías del mar)

Poèmes de Samuel Wood

Le malheur au Lido (La desgracia en el Lido)

Pas à pas jusqu´au dernier (Paso a paso hasta el último)

Ostinato

Voies et détours de la fiction