Paso a paso hasta el último | La habitación de los niños 23 Jun 2019

Escribir el desastre

Página 12 | Guillermo Saccomanno

 

A veces me pregunto si es uno quien elige un libro o, al revés, el libro estuvo ahí siempre, esperándonos, aguardando que se produjera un estado que fija, una vez empezada su lectura, arrastrados por el lenguaje, el dejarnos llevar en un encantamiento, temor y temblor. Me refiero, obvio, a esos libros que nos encuentran de una vez y para siempre, no sólo aquellos que descubrimos en etapas de formación, sino también a esos otros en los que ya “formados”, nos eligen y vienen a poner en duda lo aprendido, ese saber que creíamos tener acerca de tal o cual asunto, la vida, por ejemplo, y si digo la vida, por dialéctico carácter transitivo, por qué no, la muerte. “Paso a paso hasta el último” de René Luis Des Foréts vino a mi encuentro este invierno. Y me agarró de las solapas desde su comienzo: “Decir y volver a decir, repetir tantas veces que la repetición se imponga, tal es nuestro deber que usa lo mejor de nuestras fuerzas y que no tendrá fin sino con ellas”. 

Apenas empecé a leerlo me di cuenta que debía ir lento, el texto me imponía su propio tiempo, subrayando cada página.   Subrayar, es sabido, no sólo constituye una forma de apropiación del texto, es leerse en el mismo, inscribirnos en sus frases, trazar una línea que indica la detención en tal o cual idea a la que, seguro, habremos de volver. Y esto me pasó, me pasa, me sigue pasando al escribir sobre este libro póstumo de su autor. Des Foréts, miembro de la resistencia contra el nazismo, crítico musical destacado de su tiempo, reconocido por sus pares Bataille, Leiris y Duras, tuvo un descubrimiento tardío en los 80. Su obra está poco y nada difundida en nuestra lengua. La repercusión limitadísima de “Paso a paso…”, edición de El Cuenco de Plata, con prólogo y traducción de Silvio Mattoni, apenas reseñado en algunos suplementos literarios, se explica en un tiempo donde el poder proclama las virtudes del disimulo de la tercera edad. La narración de Des Foréts, confesional, escarba en la vecindad del final y resulta desobediente a los mandatos de un sistema obsesionado por un juvenilismo rendidor: ser viejo es además de una carga, un estigma.

En este contexto Des Foréts escribe una serie de reflexiones subversivas acerca de ese absoluto del que nadie sabe demasiado: la muerte. Lo que nos induce a reflexionar cuál es el significado que le otorgamos a este misterio. Filosofar, en términos platónicos, es morir. La muerte profundiza la interioridad del alma. Esto, al menos en teoría. Antropólogos, sociólogos, escritores y opinadores al paso no paran con sus discursos. Algunos, como Elías Canetti,  convirtieron la muerte en una obsesiva compilación, un ensayo totalizador que libra un combate privado contra la parca: “Libro de los muertos”. En lo personal, estoy convencido, todos tenemos algo para decir al respecto pero lo personal poco tiene que ver con la exterioridad del yo. Que levante la mano quien pueda decir cuántas guerras hay en el mundo en este momento, cuántos chicos mueren de inanición, cuántas mujeres son asesinadas, cuántos seres desaparecen en la intemperie de la desocupación del libre mercado. Las estadísticas borran la identidad del dolor, lo transforman en número: todos somos, en este punto, número, víctimas del inmensurable campo de exterminio de un planeta arrasado por la voracidad y fichado por Big Data. Des Foréts, menos intimidado que Canetti, más próximo, con la lucidez humilde de un apartado por elección, a contrapelo de las tendencias de una literatura lisita y comercial, antes que en la muerte se enfoca en una etapa más tangible y concreta, la inminencia. Sus impresiones de la decrepitud, escritas en fragmentos, frenan todo vértigo. 

El modo fragmentario, según Blanchot, desacomoda. En su desconcierto sucede el sismo. Es así: “Cuando escribir, no escribir, carecen de importancia, cambia entonces la escritura, tenga o no tenga lugar. Es la escritura del desastre”. Se trata de escribir como si la escritura misma no importara.  Sin embargo, opera como nuestro salvavidas en el naufragio, la coartada que nos justifica ante lo desconocido por venir. En esta instancia Des Foréts, describe su “yo reducido a fragmentos como pasos, pasos despaciosos, pasos pensados día a día, noche a noche, pasos elaborados a medida que el tiempo transcurre y, sin prisa anota por ejemplo: “¿Por qué lamentar que esta conjunción laboriosa de la memoria y el lenguaje tengan un pregusto de muerte?”, se pregunta. Lo que narra: “aquello que, surgido de las profundidades del ser, se extinguirá inexorablemente con él”. La suya es, sin retorno, una despedida: “Adiós entonces, adiós para siempre. Se hará silencio tras esto, y nuestra tumba común será sellada, aunque no todavía sustraída de los parientes de luto que, según la costumbre secular del memento mori, tal vez acudan a meditar en sus ratos de ocio y depositen allí algún ramo de rosas, efímero antídoto para el somnífero omnívoro del olvido”. Lo que cuenta, en estas circunstancias del final, es una suma de instantes. Uno clave: el instante de la escritura “con el puño crispado sobre la sien, la lapicera en suspenso, totalmente absorto ahora en buscar la frase inacabada capaz de generar otras”. Otro instante puede ser también este: “Súbito calambre en la mano derecha que vuelve su escritura demasiado ilegible como para consignar la evolución de su enfermedad y servirle de antídoto, si no de tabla de salvación, como si se hubiese complacido en creerlo en sus raros períodos de euforia, ya que la mente nunca anda escasa de inventiva, aunque sea inepta para defenderse contra los efectos devastadores del cuerpo dolorido”. Porque Des Foréts, con el “fervor incólume de la desesperación”, escribe a mano. La escritura a mano tiene algo del orden del dibujo, la conexión entre la grafía y el cuerpo contiene nuestra historia. La escritura resulta entonces una proyección de las pulsiones. Por lo tanto, en Des Foréts se advierte, con gratitud, la construcción dolorosa, sosegada y minuciosa de una poética del pensamiento.  

Lejos de un texto melancólico, en un tiempo donde los viejos se esconden y los cadáveres se maquillan, esta memoria de Des Foréts tiene un valor político extremo. En las inmediaciones de la muerte, con los achaques de los últimos días, solo y abandonado, Des Foréts rechaza la autocompasión y hace gala del entusiasmo y arrojo de los que están de vuelta porque se están yendo: “El poco tiempo que te queda para gemir sobre tu suerte, apresúrate para reír hasta las lágrimas. No celebres tus últimas horas de vida sólo con plañidos de una música fúnebre, como si no pudiera haber notas alegres en la voz que va a acallarse”.  

Des Foréts murió el 30 de diciembre de 2002 a los ochenta y tres años.