La otra casa 21 Jul 2009

Una novela atípica

El País | Montevideo | Oscar Brando

 

UEGO DE cinco años de querer triunfar, sin lograrlo, en el gé­nero dramático, Henry James (1843-1916) resolvió volver a la narrativa. En 1896 escribió, a partir de anotaciones que había hecho para una obra teatral, la novela La otra casa. La publicó por entregas en una revista de gran tiraje y en libro, el mismo año. Sin dudas James no estaba conforme con el resultado. El fracaso en el teatro -que pretendió ser un re­curso sobre todo económico- lo había dejado muy irritado. "No comprendía que sus libros no se vendieran mejor de lo que lo ha­cían -comenta Javier Marías en Vidas escritas- aunque Daisy Mi­ller fue casi un best-seller. Su amiga Edith Wharton pidió una vez a su editor común que ingresara sus muy superiores ganancias en la cuenta de James. Él nunca lo supo".

Según escribió a su hermano Wi­lliam La otra casa era el tipo de no­vela que el público vulgar quería y del que él recelaba. Tanto fue así que no la incluyó en la recopilación de su obra publicada en Nueva York.
La otra casa es, pues, una no­vela de Henry James atípica y muy poco frecuentada. La trama no vacila en bordear permanente­mente el melodrama y, cuando se le exige, despeñarse en él. El centro de la historia es una promesa (en al­guna etapa "La promesa" fue el título pensado). El jo­ven y apuesto Anthony Bream promete a su moribunda esposa que no volverá a desposarse mientras su hija, la recién nacida Effie, viva (o sea nunca, si se cumple la ley de la naturaleza). Eso para que a la niña se le evite sufrir lo que la madre padeció: la arbitrariedad siniestra de una madrastra.

Tony Bream es uno de los pilares de un complejo económico cuya otra columna es la Sra. Beever. Alrededor de ambos giran dos mujeres, el prome­tido de una de ellas, el hijo de la seño­ra Beever, un médico y el servicio doméstico que va y viene. James se apoya en el vir­tuosismo del diálogo y en los finales de capítu­los para crear suspenso y hacer progresar la no­vela: no en vano el ori­gen del texto es un dra­ma. Los personajes elu­den la mención directa de los asuntos escabro­sos, se interrumpen siempre en el momento exacto y dejan pendiente lo que se va a decir. El juego de alusiones, exte­rior y artificioso, va dibu­jando los caracteres e insi­nuando, apenas, un mundo interior también elidido.

Más allá del melodrama nada existe: escasas menciones al trabajo de Tony y a su hábil desempeño mercantil es casi todo lo que se sabe allende las casas de los protagonistas. Y lo que en ellas suce­de es, hay que admitirlo, truculento. Las pretendientes del viudo apuesto tienen como impedimento para aspirar a él a la niña Effie; una de ellas, para colmo de males, es la candidata que la Sra. Bee­ver tiene para su hijo, el apático Paul. Las ambiciones no son desbordadas pero hay intereses suficientes para desa­tar lo peor. Y lo peor sucede, como en Match Point, la reciente película de Woody Allen, sin que se haga justicia.

El crimen impune es siempre un asunto conmovedor. El nudo de la nove­la pudo estar allí. Sin embargo es de la­mentar que algo tan corrosivo quede re­ducido a los chamuscones provocados por la pirotecnia verbal de los persona­jes que, en una especie de torneo, jue­gan a adivinar las intenciones ajenas. Este tono de comedia neutraliza, muy jamesianamente, las pasiones y sofoca la tragicidad de crímenes y pecados.