Pasolini por Pasolini 06 Mar 2022

Momentos privilegiados

Perfil cultura | Bernardo Bertolucci

 

Llega la primavera del 61 y Pasolini, con quien me encuentro en la puerta de calle, me anuncia que va a dirigir un film. Siempre me dices que te gusta mucho el cine, serás mi ayudante de dirección. No sé si seré capaz, nunca trabajé de ayudante. Yo tampoco hice nunca un film, dijo cortante.

El film era Accattone, y los momentos privilegiados comenzaron a intensificarse, a amontonarse, a envolverme, dándome una sensación de vértigo. Comenzaba a las siete y media de la mañana en el garaje que estaba debajo de casa. Yo lo esperaba adormecido. Puntual en su leve retraso, una sombra se movía entre los autos. Era Pier Paolo, con su sonrisa dolorida y leve. Íbamos en su Giulietta hacia Torpignattara, el Mandrione, el barrio de Gordiani, del otro lado del mundo.

Hablábamos. A veces enseguida, a veces después de un puñado de minutos, a veces llegábamos al set sin que ninguno de los dos hubiese abierto la boca, como sucede en análisis. Y como en análisis, mi sensación era que sus palabras me habrían revelado secretos que nadie nunca hubiese conocido. A menudo me contaba los sueños de esa noche y me sorprendía cómo el tema recurrente, detrás de las pantallas que lo protegían, fuese el miedo a la castración. Yo, ingenuamente, lo incitaba a usar los materiales oníricos en la escena que estábamos por filmar esa mañana, de modo que en el film estarían diseminados los restos nocturnos, de la misma manera que en los sueños están diseminados los restos diurnos.

Me di cuenta de que los arcos de los puentes, los arcos de los acueductos romanos, los arcos del túnel, los arcos que cerraban las casas rodantes de los gitanos, todos los arcos que encontrábamos en el camino, irremediablemente le arrancaban un suspiro. De aquellos suspiros nació mi curiosidad sobre su homosexualidad y sobre el universo homosexual en general. Me hablaba con alegría pero con cierta cautela. Mis veinte años, hechos de ignorancia desvergonzada, eran un desafío y una amenaza, dos cosas que lo volvían alegre y vital. Fue así como conocí las orillas del Tagliamento, sus amigos bajo el cálido sol friulano, bandas de muchachos que vagan de pueblo en pueblo, los fonemas vénetos, su madre, Susanna, eternamente joven... un mundo vivo, exquisito, casi religioso, que salía de las poesías que había leído y releído como un viento que de tanta felicidad atormentaba. Momentos privilegiados. La Giullieta olía a cigarrillo, aunque nunca había visto fumar a Pasolini. Nos deteníamos en el bar de Pigneto y éramos rodeados por la troupe, pero sobre todo por sus amigos, los que lo llamaban a Pa’.