Muerta de hambre 12 Abr 2006
La Nación | Ana Ojeda Bär
Ganadora del primer premio de novela del Fondo Nacional de las Artes (2004), Muerta de hambre se instala en el cono de sombra provocado por uno de los tabúes centrales de todo el espectro social que va de la clase media a la alta: la gordura. Ante la negativa a llamar las cosas por su nombre instaurada por la mesura de lo políticamente correcto, el exceso de peso suele ser aludido, pero nunca nombrado. Así es como se recurre a los diminutivos (anchita, rellenita, redondita, etc.) u otros eufemismos para designar lo que dicho de manera franca sería considerado de mal gusto o, incluso, ofensivo.
Así las cosas, Muerta de hambre, primera novela de Fernanda García Lao (Mendoza, 1966) ubica frente al lector a una protagonista que es gorda y se reconoce como tal, sin tapujos ni cortapisas. La lucidez de María Bernabé Castelar y la conciencia de su contextura y situación en ningún momento provocan, sin embargo, una revalorización de la gordura. Antes bien, María Bernabé hace suyo el discurso de las clases sociales que la rechazan ("Demasiado rica para la clase media, demasiado gorda para la clase alta") y lo exaspera hasta las últimas consecuencias para devolverles, amplificado, su propio prejuicio: "Cuando estalle quiero dejar sin aliento a la prensa. [...] Voy a obligar a esta ciudad a contemplar mi podredumbre [...]. No soy como aquel millonario que comía helado de limón en algún hotel de Miami. Yo soy un asco en serio".
La aceptación de la distancia que media entre los modelos impuestos por su clase y ella misma no le provoca a María Bernabé satisfacción alguna. La mune, sin embargo, de la excusa necesaria para atrincherarse en la soledad de la diferencia: "Todos pertenecían a algún grupo nominable. Se reconocían entre ellos. Se mezclaban y reproducían. [...] Sólo yo era individual. [...] Me di cuenta de que el mundo estaba hecho para parejas. Todo venía de a dos. Adán y Eva. Dios y Diablo. Laurel y Hardy". Sus 120 kilos la vuelven "rara", pero María Bernabé llevará su diferencia más allá de los planos de la estética y la salud para convertirla en un sistema interpretativo de la realidad. Para ella, todo será comprensible a partir del mecanismo de la alimentación. Así, por ejemplo, apunta que sus ideas más idiotas se comen a las más inteligentes, de manera que "me lleno de pequeñas ideas sin peligro que repito hasta el hartazgo".
Muerta de hambre consta de una parte principal, "Mi vida" -a ella se suman dos breves apartados: "Mi obra" y "Anexos"-, organizada de acuerdo con los pasos de cualquier ritual de deglución. De esta manera, el primer capítulo se titula "Cerca del plato" y el último, "Recta final". "Mi vida" no es otra cosa que una autobiografía de María Bernabé, escrita desde la desconfianza absoluta: "Hasta hace unos meses había creído en mis recuerdos más nítidos y dudaba de otros, por nebulosos o generales. Ahora, dudo de todo", aclara en la "Advertencia sobre mi vida". En esta primera parte, la protagonista narra la infidelidad mutua de sus padres, el alcoholismo de su madre, el odio mezclado de envidia que le causan las twins (vecinas e hijas de la amante norteamericana de su padre), las escatológicas estrategias que instrumenta para ahuyentar a Escobedo (su nutricionista) y, sobre todo, su amor "rapaz, novelero e imposible" por Emilio.
María Bernabé conoce a Emilio la primera vez que se escapa de su casa. El, con su moto averiada, hace dedo al borde del camino. Ella lo ve desde la cabina del camión repartidor de leche que hábilmente ha sustraído para la huida y el flechazo es instantáneo. La historia de amor comienza, repartiendo contrapuntísticos momentos de delicadeza y distensión en el marco de lo que no es sino la despiadada (pero divertidísima) narración de los odios de la protagonista.
Muerta de hambre no hace sino evidenciar que son los desbordes en general, los estados extremos, lo que las capas sociales intermedias no pueden tolerar. La novela no hace concesiones. No tiene piedad con nadie y no la pide tampoco del lector. Porque no la necesita.