Muerta de hambre 01 Abr 2012

Una gorda, un vago y el pecado del capital

El Planeta Urbano | Eugenia Zicavo

 

Una mujer que come hasta hartarse, un hombre que no puede levantarse de la cama y dos gurúes del enriquecimiento lícito son los protagonistas de tres obras que aportan una mirada originalísima sobre la gula, la pereza y la avaricia. 

Cuando no es por lujuria es por pereza, cuando no es por gula es por avaricia. Los libros han sabido albergar más de un pecado en el placard (y también fuera de él). Los llamados “pecados capitales” son algo así como los big seven. Pueden parecer pocos pero, como todo lo que insiste voluptuoso, resultan excesivos. Por eso elegimos sólo algunos pecados por antojo (que es el modo más legítimo de pecar, después de todo). Aquí, algunos títulos (unos recomendables, otros no tanto) en los que distintos pecados son protagonistas.

Gula. Muerde, mastica, deglute y vuelve a empezar. No puede parar de comer. “Tengo la boca llena de hambre”, dice María Bernabé, la protagonista de Muerta de hambre, la novela de la argentina Fernanda García Lao, ganadora del Premio del Fondo Nacional de las Artes.

Su cuerpo está demasiado pesado, sus rollos se confunden con el sillón donde está encajada, mientras ella se regodea en su gordura desbordante y su estómago siempre empachado. Su gula es su modo de estar en el mundo, como dan cuenta los nombres de los distintos capítulos de la novela, entre ellos, “Cerca del plato”, “Tenedor en mano”, “Boca abierta” o “Arrancar con los dientes”. Su cuerpo es su discurso y ella quiere estallar, comer hasta reventar. Eso sí, en el estallido, piensa llevarse a un par consigo. Pereza. Una oda al dolce far niente es la novela Un hombre que duerme, de Georges Perec, quien fuera uno de los escritores más importantes de la literatura francesa del siglo XX. Su protagonista tiene 25 años, vive en París, y un día en el que debe levantarse para ir a rendir un examen, apaga el despertador y decide que ya no va a ir a ningún lado. ¿Su nuevo plan? Pasarse las horas panza arriba en su buhardilla, comiendo lo indispensable y, sobre todo, durmiendo mucho. La pereza se instala en su cama, en su ropa, en su cabeza. Se transforma en un ermitaño que no atiende a quienes le tocan el timbre, que evita los recorridos conocidos, que se funde con los mendigos, que no habla con nadie. Pero su pereza tiene una contraparte tan angustiante como sutil: todo lo que le pasa por la cabeza y el cuerpo antes de dormir.

Una descripción no apta para los que tienen insomnio fácil (y menos para los que andan extrañando psicofármacos de importación).