Muerta de hambre 01 Abr 2006
El Ciudadano | Diego Colomba
Como sugieren con malicia algunos manuales escolares, los textos literarios son aquellos en los que se ha escrito de más o de menos. Contraponiéndose a la cháchara literaria, los “textos instrumentales” serían los que se ajustan, o deben ajustarse, a los modos estereotipados de significar, para decir lo justo y necesario. Siguiendo estas razones muchos creen reconocer en los errores tipográficos las traviesas manifestaciones del fantasma literario que acecha juguetonamente el lenguaje.Muerta de hambre, la primera novela editada de Fernanda García Lao, adscribiría, desde el título mismo, al conjunto de textos que dicen de más, que se van de boca.
Si la ecolalia infantil, la repetición fiel o variada de sílabas y sonidos, es el antecedente de la exploración del sin sentido (aunque en realidad, aunque mínimo, siempre lo hay: el niño dice que es alguien que habla), la hipérbole adolescente es la antecesora de ciertas formas de la producción literaria que actúa por desmesura.
¿Qué sucede entonces cuando el hablante se niega a superar dialécticamente los extremos del no decir y el decir de más, y no los sintetiza en un tercer estadio: el de la adecuación propia del lenguaje de los adultos?
María Bernabé Castelar, la adolescente protagonista de Muerta de hambre, se negará a la síntesis y revelará así sus trágicos efectos.
Si, como señala Alonso Miranda, “morfológicamente, todo monstruo es, por definición, un exceso”, María Bernabé Castelar, personaje y narradora de estas memorias, es un monstruo. Que tal denominación la reciba de su padre, es sólo una comprobación. La carrera alocada que María ha emprendido tras la comida, con la que trata de hacer carne todo lo que se encuentra a su paso (alimentos, pensamientos, emociones), pone de manifiesto lo monstruoso por excelencia: el cuerpo. Aquello que la civilización disimula con vestimentas, perfumes y fragancias, toallitas femeninas y otros apósitos, se rebela en María: “Recuerdo mi cuerpo deformado, peleando su libertad contra la tela cuadriculada”. Pero el desacato sin pausa la lleva a sobrepasar los puntos de referencia habituales. Así, el cuerpo se vuelve informe, amorfo: “No soporto lo nítido de la existencia: mis rollos se confunden con el sillón donde estoy encajada”.
Que no se trata meramente de ingerir sino de un proceso más largo lo señala la “estructura digestiva” con la que se organiza la primera parte de Muerta de hambre, denominada “Mi vida”. Ese tránsito hacia lo corpóreo es el camino que despliega la novela, que se presenta en parte como las memorias de una antropófaga: “He pedido carne. Me da miedo cuando pido carne, porque sé que después voy a decir sangrante”. Por esa razón no están involucradas cuestiones de paladar: el hambre de María Bernabé Castelar no discrimina, es un hambre de mundo: “Tengo la boca llena de hambre”, “Si uno es lo que come, yo soy todo lo que se pasea por la tierra. Vegetal y animal”. La exuberancia de la protagonista se tiñe de las formas de lo dionisíaco: “Existe una relación soez e inmunda entre la comida, el sexo y la muerte. Un bocado de carne es lo mismo que un beso”.
Ahora bien, lo monstruoso siempre se revela en contexto, en relación con los otros. Las mellizas, perfectas como muñecas inertes, realzan por contraste –a primera vista– el exceso de la protagonista. Lejos de negar los conflictos, María se alimenta de la lucha “contra todos” consciente de que los otros son el infierno (“Sembré la inseguridad en el aula y fui aceptada”), aplica su mirada corrosiva hacia los poderes de turno (ricos, padre, madre, maestros, médicos) que se traduce en un humor ácido y despiadado. La institución psiquiátrica aparecerá finalmente para reconstituir el orden. Su misión será la de mantener estilos y géneros separados, identificables, inteligibles. Todo aquello que María Bernabé vino a desbaratar con su falta de fijeza, de límite: “Ahora soy el personaje de una novela femenina y mañana seré la víctima de mis propios besos dementes./ Mi vida salta de una página a otra, del estante de realismo al de terror, sin detenerse en la coherencia del género”.
El mismo clima de incorrección que sabe elaborar la obra dispara algunas preguntas sobre la eficacia de los opúsculos agregados al final del texto, una vez concluidas las memorias. ¿Por qué no sostener la arbitrariedad de esa voz hasta el final? ¿En pos de qué verosímil se traen a colación las contradicciones planteadas (o potenciadas) por otras voces? Si es evidente, aun para el más distraído, que la obesidad es el contexto de la obra, no su tema, ¿para qué traer sus cifras?
Se sugiere entonces, como lo hace el “Tablero de dirección” de Rayuela, una primera lectura hasta la página 180. Se recomienda asimismo sostener el profundo silencio que sobreviene luego, todo el tiempo que el terror que destila lo cotidiano, tras la lectura de Muerta de hambre, nos permita callar.