La protesta 11 Abr 2004

Henry James: la ilusión de la escena

La Nación | Ernesto Schoo

El gran escritor norteamericano, nacionalizado británico, se hizo célebre por novelas como Las alas de la paloma, Los embajadores, Retrato de una dama y La copa dorada, pero durante mucho tiempo quiso hacer fortuna en el teatro, un género en el que nunca tuvo mucho éxito. Ahora aparece en español La protesta (editorial el cuenco de plata), versión novelada de uno de sus intentos de tomar por asalto los escenarios de Londres.

 

Si el lector de La protesta tiene en algún momento la sensación, no de estar leyendo una novela sino de asistir a una representación teatral, habrá acertado. Porque este relato de James es la versión novelada de uno de sus numerosos intentos de, como él decía,"asaltar el teatro" --en el sentido de hostigar y poner sitio a productores, empresarios y actores, hasta hacerlos capitular y, como lo hacían sus personajes literarios con la alta sociedad británica, ser aceptado--, bajo la peregrina ilusión de que el escenario le daría la fortuna pecuniaria que sus libros se obstinaban en negarle.

La relación de James con el teatro es una larga y dolorosa historia, y conviene resumirla para entender cabalmente los resortes narrativos de La protesta (The Outcry), que no es una de sus novelas fundamentales (Las alas de la paloma, 1902; Los embajadores, 1903; La copa dorada, 1904), pero sí una de las más representativas del autor en cuanto a mostrar su refinamiento estético (el amor por la pintura, la música, el teatro), su prodigioso dominio del diálogo y su agudo y hasta perverso sentido del humor.

Es verdad que la familia de James (nacido en Nueva York, en Washington Square, en 1843) disfrutaba de un buen pasar --fruto de la actividad comercial de un abuelo irlandés-- y de una distinguida situación social, pero distaban de ser millonarios. Radicado en Inglaterra en 1875, Henry, aunque recibía una discreta renta familiar, debía trabajar duro para mantener un tren de vida a la altura de su refinada educación cosmopolita y de los salones elegantes que frecuentaba en Londres y París. Y su trabajo consistía en escribir y escribir, sin pausa, para las publicaciones norteamericanas que le pagaban sus cuentos, crónicas de espectáculos, de exposiciones de arte y de viajes (un libro delicioso, vigente aún hoy, es A Little Tour in France, 1884). Pero las novelas, pese a ser reconocidas como de calidad infrecuente y contar con un grupo de fervorosos lectores a ambos lados del Atlántico, jamás le procuraron los dividendos a los que aspiraba. En América se publicaban primero en forma de folletín, por ejemplo en The Atlantic Monthly, pero al asumir forma de libro no vendían tanto como se esperaba. A Henry lo ponía frenético el éxito de las historias de aventuras en Africa de Henry Rider Haggard, Las minas del rey Salomón o Ella, que James consideraba vulgares cuentos para niños o para tontos.

La situación se agravó hacia 1890. Henry y su hermano mayor, William James, el filósofo, habían renunciado a sus partes en la herencia familiar en favor de la única hermana mujer, Alice, tan inteligente y sensible como sus hermanos pero víctima de una neurosis que hoy tal vez se atribuiría a la represión sexual y que la llevó a vivir siempre postrada, como una inválida. James estaba acostumbrado a recibir de la editorial Macmillan sustanciosos anticipos, de hasta 250 libras esterlinas (mucho dinero entonces), por sus novelas. Pero al llegar a La musa trágica --precisamente una historia relacionada con el teatro--, el editor le ofreció tan sólo 70 libras de adelanto en vez de lo habitual y Henry se sintió insultado. Por primera vez en su ya larga carrera literaria debió recurrir a un agente, H. P. Watt, quien le consiguió las 250 libras pero a cambio de ceder sus derechos por cinco años.

James anunció al mundo que no escribiría más extensas novelas, se limitaría a cuentos y crónicas, y "asaltaría" la fortaleza teatral.

El gran fracaso

En 1893, Henry pasó el verano en Suiza, con su hermano William y familia (aunque en hoteles diferentes). De vuelta en Londres, asistió al estreno de La segunda señora Tanqueray, del entonces famoso dramaturgo Arthur Pinero, interpretada por Mrs. Patrick Campbell (la de la célebre correspondencia con G. B. Shaw) y dirigida por George Alexander. Se convenció de que éste era el hombre adecuado para asegurarle éxito en el teatro, se entrevistó con él y le propuso tres obras. Una de ellas interesó a Alexander, la historia de un muchacho destinado al sacerdocio católico, a quien la familia arranca del seminario para no extinguirse, pretendiendo que se se case. James la llamó primero El héroe y luego le dio el nombre del protagonista, Guy Domville, y se fue a escribir a la playa, a Ramsgate.

El sábado 5 de enero de 1895, después de innumerables peripecias, querellas, retrasos, postergaciones y amargas experiencias --supresión de escenas enteras, alteración de diálogos según el gusto de los actores--, Guy Domville se estrenó en el Saint James´s Theatre de Londres ("éste es el momento en que un hombre necesita una religión", le escribió esa mañana Henry a su querida amiga y compatriota, la novelista Edith Wharton), frente a una sala deslumbrante de condecoraciones, joyas y entorchados: aristócratas, artistas famosos y, sobre todo, admiradores y admiradoras del apuesto George Alexander. En la platea, tres críticos, los tres nuevos en su tarea, abrían sus libretas y desenfundaban sus lápices: Bernard Shaw por The Saturday Review, H. G. Wells por la Pall Mall Gazette y Arnold Bennett por la revista Woman. El autor, James, prefirió ir al Haymarket, a ver la última obra de Oscar Wilde.

A ninguno de los tres críticos le gustó Guy Domville y al público menos. Cuando James llegó para el telón final, asistió a un escándalo que lo dejó espiritualmente maltrecho. Abucheos, trompetillas, insultos, risas destempladas, un pandemonio. Tan sólo Alexander fue aplaudido y recibió, desde el paraíso, el consuelo de un admirador: "¡No es culpa suya, maestro, es una obra podrida!" James juró no volver a escribir para el teatro jamás.

El método escénico

Pero, como a Chéjov, cuya Gaviota correría idéntica suerte al año siguiente, en San Petersburgo, el demonio del teatro siguió hostigando a James. Pese a que, como dice Leon Edel en su monumental Life of Henry James --le llevó veinticinco años escribirla, en cinco volúmenes, luego reducidos a tres, dos y hasta a uno solo--, las exigencias de la actividad teatral no podían sino repugnar a la delicada naturaleza del escritor ("¡Qué crudeza, comparado con lo que hace el novelista!", comenta Henry), el fracaso de Guy Domville tuvo una consecuencia inesperada y acaso feliz. En sus Notebooks, Henry anota que, a partir de entonces, procura ubicar a sus personajes dentro de situaciones que él va creando en voz alta, a medida que los ve moverse y los oye hablar en su imaginación. A este método, reveladoramente, lo denomina "escénico", o "libreto". A. D. Van Nostrand, en una introducción a Las alas de la paloma (Troquel, Buenos Aires, 1967, traducción de Alberto Vanasco), lo describe así: "Recurriendo a dicho sistema, motivaba a un personaje y lo preparaba para la escena, como si se tratara de una obra teatral". Y añade: "James depositó gran confianza en su método escénico. Estaba convencido de que el ?guión´ le revelaría ?el sagrado misterio de la estructura´".

El lector atento sabe que no sólo La protesta tiene una estructura decididamente teatral: todas las grandes novelas de James la tienen. Desde la primera escena de Las alas de la paloma, por ejemplo, se está frente a un escenario, con minuciosa enumeración de muebles y utilería, y de las idas y venidas del personaje, sus acciones tan prolijamente acotadas como en un libreto. James, admirador ferviente de Ibsen --lo llamaba "el Henry del norte"--, es tan perfeccionista como éste al señalar cómo han de moverse y reaccionar sus criaturas.

Cazadores de arte

Mucho más se advierte esta técnica, por razones evidentes (el traslado del escenario al relato), en La protesta, cuyo tema es el acostumbrado en James: el choque de dos culturas, la europea y la norteamericana, en el cual introduce, esta vez, variaciones interesantes. La historia gira en torno de un cuadro --en rigor de verdad, son dos (y hasta tres, puesto que también se habla de un Lawrence)--, un retrato de la duquesa de Waterbridge, por sir Joshua Reynolds, y un probable Moretto di Brescia que acaso fuese un Mantovano. Un coleccionista estadounidense, Breckinridge Bender (en cuyas iniciales se ha creído ver una alusión al crítico y dealer Bernard Berenson, persona no grata para James), quiere llevarse de Inglaterra el Reynolds, propiedad de lord Theign, cuya hija menor, Grace, se opone al despojo del patrimonio artístico de su país. En este propósito es apoyada por un aprendiz de crítico de arte, el joven Hugh Crimble (se supone que representa al entonces novel escritor Hugh Walpole, aspirante --se dice-- a los reticentes favores de James), quien traza un astuto plan para que el público, alertado por la exposición de la pintura en una conocida galería, se oponga a la expatriación del cuadro.

La acción transcurre en 1910, cuando estaba en su apogeo la gran cacería de obras de arte "clásico", los Old Masters, por los millonarios norteamericanos. J. Pierpont Morgan, Isabella Stewart Gardner, los Rockefeller, los Mellon, los Frick rivalizaban por adquirir Rafael y Holbein, el Greco y Rubens o Rembrandt, lo que fuere, para alhajar sus palacios de Nueva York, Boston o Newport.

El año anterior, el empresario norteamericano Charles Frohman, con el apoyo del escritor inglés James Barrie (Peter Pan), había planeado una temporada en Londres, en el Duke of York´s. El repertorio reuniría a los mayores literatos del momento: Shaw, Galsworthy, Somerset Maughan, John Masefield y James, quien no pudo resistir la tentación y escribió La protesta en su forma teatral. La temporada fracasó por la muerte del rey Eduardo VII y James, que viajó a Boston para despedirse de su hermano William, moribundo, trasladó allí el libreto a la forma literaria.

No se revelará aquí el desenlace de la historia (aunque el lector sagaz lo intuirá, sin duda), pero sí se señalará que el desarrollo es entretenido y ágil, con algo de la sugestión de ese relato admirable, "El saqueo de Poynton" (1897). Como en éste, James cumple aquí, con su manejo sutil de la ambigüedad y el misterio, la hazaña de evocar una atmósfera de lujo y elegancia sin par, absteniéndose de cualquier descripción concreta; y los diálogos son de un brillo y una astucia singulares. Como lo define Edgardo Cozarinsky en su admirable El laberinto de la apariencia (Losada, 1964): "He intentado señalar la riqueza de significados latentes en los símbolos de James, significados no adquiridos por un proceso lógico sino por la intensidad de la imaginación poética, fundidos por ésta en una imagen de la que reciben una forma distinta de vida, más plena que su mera suma como unidades".