El odio a la música 03 Mar 2013

El odio a la música

La Gaceta | Marcos Rosenzvaig

 

Diez tratados en menos de doscientas páginas es lo que necesita Quignard para dar sentido a los sonidos del mundo. La música de un planeta que gira, el cuerno judío a la hora del Iom Kipur, el canto del gallo a la hora de la traición. Los sonidos crispaban de culpa la conciencia de San Pedro, de allí que su palacio era el silencio absoluto, así imagina Pascal Quignard su muerte: un ausente de cuerpo presente rodeado de silencio. Ni un llanto, ni una nariz fastidiosa y sonora, entonces sí, los que lo amen habrán expresado su verdadero adiós.  

El odio a la música es el intento del escritor por ser un Funes el memorioso de la historia universal de los sonidos. Las palabras hacen cadena en el aliento, las imágenes en la noche junto a los sueños, los sonidos a lo largo de los días. Yo puedo cerrar los párpados de mis ojos y ocultar al mundo, lo que no puedo es cerrar los párpados de las orejas porque el sonido ignora la piel, no puede ser tocado, es inasible e indelimitable, es el fiel amigo y compañero de la noche. Los sonidos nacen mucha antes que el niño, y las madres le cantan y ellos nadan felices, y cada tanto dan vueltas carneras. El oído es el único sentido donde el ojo no ve. Fuimos dotados de dos orejas y una sola lengua, reflexiona Plutarco, la naturaleza nos obliga a hablar menos y escuchar más. El lenguaje de los hombres imita a los pájaros en el momento de reproducirse. Las palabras son como náufragos que conservan en su interior brasas de lo que fue el mundo antes del pecado. 

 Un libro bello que despierta los ecos sonoros de la infancia, despliega en el aire los sonidos de la vida y la música que reproduce el lenguaje, empeñados ambos por descolgarse en el goce, por avanzar en la construcción de la mina sabiendo de antemano que en el trabajo está el sentido, y que en la imposibilidad no se recuesta el hombre, sino que él mismo continúa cavando el misterio de la música.  Después de leer este libro, tal vez, quizás, Borges hubiese escrito un cuento fiel a los sonidos de su mundo, con los párpados abiertos de sus orejas.