El odio a la música 13 Jul 2012

Laberinto de ecos

ADN | La Nación | Matías Serra Bradford

A golpe de intuiciones poéticas y con un estilo derivativo, colmado de citas y datos, Pascal Quignard escribe sobre música en un libro que deslumbra por su sensibilidad a media voz.

 

Es curioso y congruente que se intente recuperar algo a través de la música, porque ella misma -en las sonatas de Scarlatti, por ejemplo- parece estar recuperando algo perdido. Es lo que ha querido hacer Pascal Quignard (Verneuil-sur-Avre, 1948) en El odio a la música y otros trabajos de su autoría, en los que las materias obligatorias son la fragilidad de la voz, la palabra, el silencio, el sonido, sus contrastes y reversos: "El deseo de escribir está ligado a una taciturnidad absoluta". Quignard no olvida la voz que los hombres quebraron y abandonaron en la infancia y quiere creer -de ese hilo pende su vida- que los escritores son los únicos capaces de conservarla o restituirla. Acaso por eso es que para él "cuanto más se distancia el libro de la voz, peor resulta el estilo".

La dificultad de hablar de la música puede reconfirmarse con Quignard, que en el camino se siente impulsado a tocar otras cuestiones (lo cual no debilita el libro, al contrario). Como si se hiciera eco, por escrito, de esa sensación que asalta a un oyente casual: que un piano es un piano y también otra cosa. El odio a la música se abre como un oído atento a notas de lo más diversas, y es cierto que en esos momentos sólo aparenta no estar ocupándose del asunto entre manos. Quignard propone intuiciones poéticas: "La obsesión sonora no logra separar, en lo que escucha, aquello que anhela oír de lo que no puede haber oído". Procura imágenes que son ideas y observaciones de una delicadeza tal que citarlas fuera de la secuencia original las volvería pretenciosas o directamente incomprensibles. Sobran citas, minucias y datos preciosos; todo pautado por un leve delirio (casi un tic francés).

La historia y la autobiografía se entrecruzan y en Quignard el pasado tiene un modo muy particular de conmover el presente. El autor de La barca silenciosa nos coloca en otro tiempo, otra dimensión. Con esta salvedad: "Las obras, por modernas que pretendan ser, son siempre más inactuales que el tiempo que las recibe o las rechaza".

Ya casi no se escribe como Pascal Quignard -o Pierre Michon o Patrick Modiano, si vamos al caso-, creyendo en lo que se escribe. Lo anacrónico es virtud en este calígrafo aficionado, de antepasados gramáticos y organistas. No por nada el latín sobrevuela todo lo que traza. Con Quignard estamos en el majestuoso reino de la etimología. Se trata menos de juegos de palabras que de resonancias, ecos sucesivos. Como los fragmentos que ordenan El odio a la música , que plantean elipsis imponderables y producen murmullo entre una entrada y la siguiente. ¿Es el montaje el estilo tardío de la literatura? Al igual que en sus Pequeños tratados , aquí leemos anotaciones concisas, ligeramente enigmáticas, desestabilizadas por arrebatos emotivos. No sorprende que Quignard haya admitido que su maestro fue el monje Kenko, el de Ocurrencias de un ocioso .

El desprecio al que alude el título de Quignard está dirigido en primer lugar a la manera en que el nazismo utilizó la música en los campos de concentración. El pianista y ensayista Charles Rosen asegura que la música es mucho más precisa para definir los sentimientos que el lenguaje. Habría que decir que es una precisión por demás extraña, ya que se da en un terreno inarticulado, desprovisto de lenguaje. Ese aspecto inarticulado -esto lo subraya Alex Ross- permite que con impunidad se la apropie cualquier ideología. Y en lo inarticulado llegamos a lo otro que Quignard entiende por música: el sonido, que precede al nacimiento y cuyo primer ritmo es el corazón. Queda consignado el incansable trabajo de la audición -"Las orejas no tienen párpados"- e insinuada la cualidad fantasmal, incluso irracional, del sonido. ¿O en la noche no intentamos oír hasta el sonido más tenue, y cuanto más tenue, más amenazador? Quignard cita a Sei Shônagon, que tomaba debida nota de los sonidos que la apasionaban: "los ruidos de los carruajes de paseo en el camino seco, durante el verano, hacia el final del día". Acaso por modestia, para no abrumar, Quignard omite referirse a las imágenes que evocan y provocan los sonidos o la música, o al uso del sonido en el cine; difícil olvidar los limpiaparabrisas de Las damas del bosque de Boulogne , los regadores y las bicicletas de Tati, la lluvia de Kurosawa. Y omite, por delicadeza, mencionar lo más inquietante: no hay modo de comprobar que alguien nos esté escuchando.

En una ocasión Quignard recordó que Cao Xueqin, autor del formidable El sueño del pabellón rojo , consideraba que la presencia de una biblioteca incrementa el valor de una casa y que una casa y una familia pueden estimarse según se sienta en ellas "el perfume de los buenos libros". Al igual que en un concierto, en una biblioteca pública o ante un libro como éste el lector baja la voz, como lo sabía hacer Friedrich Gulda en el piano, o como aquellos que susurran para que el otro acerque el oído: un secreto será revelado.