El odio a la música 20 Abr 2012

Los sonidos del espanto

Revista Ñ | Pablo Chacón

Pascal Quignard explora en su ensayo “El odio a la música” la relación de este arte con los campos de concentración.

 

Extraño caso el de Pascal Quignard, escritor, traductor, ex editor de Gallimard, ermitaño, practicante del budismo zen, guionista y músico –especialista en viola da gamba– que escribe un libro que titula El odio a la música, como para empujar la curiosidad del neófito que sospecha que en ese título late una trampa, una paradoja o acaso una impugnación a la música en la época de la reproducción digital. 

Música y muerte Quignard, que también es ensayista (le dedicó su libro Todas las mañanas del mundo al músico Marin Marais), en El odio a la música no cede a la industria del consenso para salvar de su crítica nada de lo que actualmente pueda entenderse por música. Con una impecable traducción de Margarita Martínez, su escritura no retrocede (ni avanza) contra el desplazamiento del arte de combinar los silencios en una industria que por definición, suprime el aura oracular, el estado chamánico de esa combinación que Quignard prefiere escuchar en su cabeza hiperventilada o en el canto de los pájaros o el correr del agua del río o la cercanía del mar. La estandarización de la música, “su pretensión audio-analgésica”, en la lógica de este francés cuya leyenda indica padeció de niño autismo y anorexia, implica su banalización, multiplicación y conversión en sonido ambiente, funcional a la velocidad delirante de la ciudad-pánico donde proliferan los centros de meditación y los placebos dietético-tóxicos para soportar la actividad, inhibir –sin éxito– la pulsión de muerte y “olvidar” el lazo inextricable entre la música y la finitud que estalla como el grito del recién nacido, condenado al lenguaje y así, a la muerte.

Quignard explora la hipnosis de los exterminados en los campos de concentración nazis, sostenida por los acordes a todo trapo de compositores como Joseph Haydn o Richard Wagner. El terror que la música obtura. La diferencia con el oratorio o los cantos fúnebres del “pensamiento salvaje”, incluso con las lloronas que facilitan el paso al trasmundo de las víctimas de los mafiosos en Sicilia o en Nápoles (el escritor y ex guerrillero Erri de Luca también recuerda esos sonidos).  

Pero Quignard invierte la carga de la prueba y asegura que a la finitud, a la muerte, se la puede escuchar, como la escuchan los animales que huyen a las zonas más altas de una isla en la inminencia de un maremoto, o como escuchan las sierras eléctricas en las barracas. Entonces, ¿qué ocurre con los hombres, perdido su trato con el silencio, incapaces de escuchar los pasos de la Parca? “La alta fidelidad marca el final de la música docta escrita. Escuchamos la fidelidad material de la reproducción y no los sonidos estupefacientes del mundo de la muerte”. Escuchamos el bisbiseo de las moscas, diría el multifacético Oscar Masotta, y perdemos los reflejos antes de caer en pánico. Y gritar otra vez, pero despojados de singularidad, como niños expósitos.