Los poseídos 14 Dic 2023

Los poseídos

Revista Otra Parte | Juan F. Comperatore

 

Habría un Gombrowicz que no leímos. Tal vez no uno completamente ignorado, aunque sí mucho menos atendido. Un Gombrowicz alejado de las implicancias en cuanto a las problemáticas de la identidad nacional y política de la lengua (a las que nos habituaron Piglia y Saer) y próximo a los avatares del vodevil y la caricatura. Un Gombrowicz que bucea en la epidermis de la personalidad y descubre allí —la expresión pertenece a Bruno Schulz— la genealogía zoológica de los fenómenos psíquicos. Porque es en la superficie de los gestos y de las poses, en el estilo de la apariencia, donde hace cortocircuito la impostura. Y el chispazo viene a revelar, sí, la sempiterna sentencia que dice que detrás de toda máscara hay otra máscara, pero se trata ahora de una menos rígida, menos afectada de formas impuestas, y por eso mismo, más grotesca y acaso ruin.

A eso en buena medida responden los duelos que abundan en las ficciones del más polaco de los escritores argentinos: a desarmar al otro de sus muletillas y cantinelas. Duelos de muecas y miradas —también los roces subrepticios y los bailes disparatados— hacen al nada cándido dominio de la inmadurez. Allí el mundo es un teatro y cualquiera puede ser un comediante (más o menos siniestro) —“payaso serio” es la fórmula que Gombrowicz utiliza en su Diario—. Por eso, más que de pulso narrativo, habría que hablar de puesta en escena, donde la realidad no aparece como algo dado de una vez y para siempre sino como terreno de disputa, aquello a manipular mientras la novela sigue su camino hacia lo informe.

Todo esto puede también encontrarse de manera embrionaria en Los poseídos, la novela que, bajo el seudónimo de Zdzisław Niewieski, Gombrowicz había publicado por entregas en dos periódicos polacos y cuya autoría no reconoció hasta poco antes de su muerte. La misma que, a fines de la década del setenta, José Bianco tradujo con sobrada prestancia del francés y ahora se presenta en versión íntegra y directa del polaco. Acá la duplicidad, el temor a lo idéntico, la sexualidad abyecta, la transgresión —aspectos propios de la cosmogonía gombrociana— se dan cita en el marco de un folletín truculento que transita por el gótico y el melodrama, por el policial y el espiritismo bufo, mientras hace gala de una ductilidad sin fronteras. Su autor se permite cambiar a mitad de camino el nombre del protagonista y concentrar buena parte de la intriga en algo tan soso como el levitar de una toalla vieja; síntomas estos del tono paródico de un relato que sin embargo no pierde el horizonte pedestre, con su tensión in crescendo y sus revelaciones parciales.

El reparto del rol protagónico inaugura el sistema de oposiciones complementarias de la novela (campo-ciudad, rico-pobre, luz-oscuridad, raciocinio-enajenación) y los cambios de foco concomitantes. Maja Ochołowska y Marian Walzack/Lesczuk se atraen y repelen en igual medida, una atracción paradójica subrayada por el ambiguo parecido entre ambos y que los impulsa a realizar los actos más absurdos. “Ningún animal, batracio, crustáceo, ningún monstruo imaginario, ninguna galaxia me son tan inaccesibles y ajenos como yo”, escribió el autor en su Diario; esta imposibilidad de conocerse a sí mismo, sumado al hecho de que aquello ignorado suscite un vehemente rechazo, es la problemática objetivada de la novela, que multiplica sus desdoblamientos con la aparición de personajes secundarios y otros enigmas dentro del cauce general.

En cierta manera, Los poseídos es la puesta en práctica del programa de una buena novela mala tal como Gombrowicz lo formula en Recuerdos de juventud: “Debe ser una liberación de la imaginación más sucia, turbia, mediocre… debe basarse en sentimentalismos, pasiones, estupideces. Debe ser oscura y baja”. A ese credo responden tanto su astucia como sus desatinos. Su vocación de juego, su inmadurez.