Los poseídos 02 Sep 2023

El folletín olvidado de un autor de culto

ideas | La Nación | Néstor Tirri

La versión definitiva de Los poseídos, novela por encargo, echa una mirada novedosa a la obra del inagotable Witold Gombrowicz

 

“Relatos intrascendentes abundan, pero no es fácil encontrar novelas verdaderamente malas”, afirmaba Witold Gombrowicz (1904-1969), mientras las buscaba afanosamente en librerías de usados. Eso contaba Alejandro Rússovich, compañero en sus épocas juveniles del escritor polaco, que vivió en la Argentina entre 1939 y comienzos de los años sesenta. La reelaboración de alguno de esos engendros parecería subyacer en el origen de una novela que el polaco dejó trunca. Se conoció en castellano, incompleta, como Los hechizados, pero ahora regresa en una versión completa y definitiva –se asegura–, con una traducción del título más acorde con el original: Los poseídos.

En su funambulesco peregrinaje, este voluminoso relato fue desestimado por la crítica con el argumento de que Gombrowicz –el autor de Ferdydurke y Transatlántico– no había reivindicado la paternidad de la obra. Sin embargo, la nueva versión (más completa en cuanto a materia narrativa, aunque en un lenguaje literario menos virtuoso que el del recordado José Bianco, su traductor anterior) depara sorpresas y un reencuentro con tópicos de la narrativa y de la dramaturgia del escritor polaco.

 

La trama de Los poseídos se desarrolla en dos planos, el rural y el urbano. El carácter cambia al pasar de uno a otro ámbito, tanto que parecería estar frente no a una sino a dos novelas. Las derivaciones ficcionales que alejan al relato casi costumbrista de Varsovia del otro, el “gótico” provinciano, tal vez obedezcan a la concepción original del proyecto, un folletín por entregas, una estructura dilatada, como sería hoy una serie de Netflix. La dispersión contribuyó a que, al convertirse en novela unificada, el texto fuera menospreciado por la crítica literaria.

 

Los sucesos del campo, a su vez, también se verifican en dos registros: los sombríos sucesos “sobrenaturales” del Castillo de un conde loco obsesionado con el ¿fantasma? de su hijo adoptivo, y la placidez cotidiana de la casa solariega de Polyka, residencia de la señora Ocholowska y su hija Maja, pertenecientes a la “nobleza terrateniente”. De esa aristocracia polaca “menor” –parece– provenía el propio Witold, aquel joven que en 1937 había impactado a sus connacionales con la disruptiva Ferdydurke; al año siguiente sobrevino el encargo de la novela por entregas que fue Los poseídos.

 

En junio de 1939 se publicaron los primeros capítulos en dos diarios polacos; faltaban varios, pero el escritor ya estaba embarcado en el Chrobry, el transatlántico que lo trajo a estas costas: la invasión de los nazis a Polonia en agosto de ese año –como se sabe– obligó a Gombrowicz a exiliarse en la Argentina durante los siguientes veinticuatro años. La novela por entregas quedó trunca, pero en años recientes aparecieron capítulos faltantes y así se fue completando esta suerte de Frankenstein literario que, sin embargo, sigue atrapando. La cronología de su leyenda la cuentan Rita Gombrowicz (viuda del escritor) y sus nuevos traductores en los prólogos a esta edición.

 

Consecuente con tendencias estéticas de inicios del siglo XX, pero teñidas de cierta sorna, los ámbitos y criaturas de Los poseídos remiten, en parte, a Die Gezeichneten (“Los estigmatizados”, 1918), ópera vanguardista del poswagneriano Franz Schreker, muy representada en los años veinte y treinta. En ella, hay una galería de personajes obsesionados en cuestionar su propia imagen, comenzando por el conde Alviano, un millonario encerrado en un castillo que acaba loco. No hay testimonio de que el escritor se haya asomado a la obra de Schreker, pero debía conocer la pieza teatral de Franz Wedekind (Hidalla, o ser y tener) en la que se basa la ópera.

 

Lo asombroso es que a esas atmósferas densas, propias de estéticas góticas centroeuropeas, el genio de Gombrowicz las haga convivir con el brillo trivial, aristocrático y british que Oscar Wilde hacía estallar en haciendas campestres (en Una mujer sin importancia, por ejemplo), con señalamientos satíricos sobre comportamientos de clase. Esta alquimia única de dos mundos antitéticos, entre otros aciertos, afirman el interés por este “desechado” producto literario.

 

La bella Maja, “una vitalidad desbordada”, entabla un conflictivo vínculo con su entrenador de tenis, Leszczuk; entre ambos existen semejanzas, producto de una indescifrable “posesión”, un nudo entre el deseo y el mal que un vidente

(Hincz, suerte de Van Helsing polaco) intenta exorcizar. La humillación y lo contrario, el “encumbramiento”, según la mirada de los otros, reaparecerán en las oposiciones dramáticas de una obra teatral de Gombrowicz como El casamiento, compuesta una década después. Y también asoma el peso de la mirada “depreciadora” que desnuda, clave de Yvonne, princesa de Bourgogne, otra de sus piezas dramatúrgicas: “¡Ese Walczak ponía a Maja en ridículo! –se lee en Los poseídos–. ¡Convertía su belleza en trivial! Se miraba al espejo con terror”. Los poseídos de este relato tratan de zafar de su condición, un rasgo obsesivo en Gombrowicz: “Pero ¿cómo es posible huir de lo que uno es? Nuestra forma nos penetra, nos aprisiona tanto por dentro como por fuera”, se lee en Ferdydurke.

Así despuntan suspicacias de miradas en la casa solariega. “Pero ¿qué sucedía, mientras, en el Castillo, que en la oscuridad creciente se erguía entre los pantanos […], ruina de esplendores pretéritos pero hoy un lugar triste y trágico donde el terror y la locura conducían a un baile fatal?”. Entre las reuniones sociales y los inquietantes hechos sobrenaturales (caricaturizados, algunos) que rodean al Conde se desenvuelve este oscilante relato que el inefable Gombrowicz orquestó hace ochenta y cinco años. En la aceleración final la intriga se precipita en un puzle de terror de escasa sutileza que altera de nuevo la dinámica narrativa de Los poseídos; sus alternativas (las de la ficción y las de las “exhumaciones” editoriales), sin embargo, hacen sospechar que el autor dejó un texto inconcluso que, misteriosamente, no deja de reciclarse.