Los poseídos 13 Sep 2023

Gombrowicz y algunos gambitos polacos

Revista Ñ | Matías Serra Bradford

La novela Los poseídos -suerte de melodrama sofisticado- es más que una curiosidad en la obra de Witold Gombrowicz. La publica Cuenco de Plata en excelente traducción de Pau Freixa y Bozena Zaboklicka.

 

Eran antagonistas tácitos, sin necesidad de posar de cuchilleros, pero sus vidas y obras, que tendían al cero o al infinito, sin medias tintas, se fueron tocando en puntos aleatorios. Borges y Gombrowicz hablaron francés de chicos, pasaron largas temporadas en otro continente y murieron en el extranjero. Compartían la pasión por el ajedrez (el primero para pensarlo, el segundo para jugarlo) y por las caminatas (uno las diurnas, el otro nocturnas): los dos patearon los cien barrios de Buenos Aires con un amigo (nada) común, el poeta Carlos Mastronardi, ligero pivot entre dos revirados metódicos. Se llevaban cinco años y hacia el final de sus vidas ambos fueron conquistados por mujeres más de treinta años más jóvenes, que eventualmente oficiarían de bravas albaceas de su acervo.

Hay otra coincidencia, relevante para sus legados: los dos dejaron textos anómalos –originales en otro idioma, para ser más claros– que quedaron en un atractivo limbo bibliográfico de acceso restringido, con tratamiento de texto paria o aire de manuscrito apócrifo o adulterado. Son los cuentos que el propio Borges tradujo al inglés con Norman Thomas di Giovanni, así como una autobiografía dictada para el New Yorker, y el Ferdydurke que Gombrowicz tradujo legendariamente con un comité que acampaba en el café Rex, en el que Virgilio Piñera cumplió un papel central. (Es técnicamente aleccionador cotejar las versiones castellanas de Argos y Sudamericana y contrastar variantes que se turnan en aciertos).

Una historia similar ocurre con las traducciones primerizas. Los hechizados había sido vertida al español (desde el francés) por José Bianco. Más allá de los encantos de esa traducción, ahora aparece una versión nueva, lo más completa posible –Gombrowicz la dejó definitivamente inconclusa cuando quedó varado en Buenos Aires al inicio de la Segunda Guerra– y con un título que se postula más fiel: Los poseídos. Ya había sucedido con La seducción (tampoco traducida del polaco por Gabriel Ferrater), luego renacida en una versión de Pau Freixa y Bozena Zaboklicka que restauró su título original, Pornografía.

Han sido otras formas de enmascararse, hábito que obnubilaba a un fanático de apodos y sobrenombres. Los fragmentos de Los poseídos publicados en revistas fueron firmados con seudónimo. Es comprensible: era un ganapán, un divertimento decimonónico, un melodrama con febrícula y toques esotéricos. No obstante pueden divisarse curiosos rastros biográficos (el buen tenis que jugó de joven) y típicas marcas u obsesiones: los espadeos verbales entre personajes, la costumbre de darse aires por medio de la voz o los modales, un castillo y un conde y la tirantez entre escalafones. Siempre resulta cautivante detectar dónde encontrar a un autor –más estilística que personalmente– en sus obras periféricas, y de todas maneras con Gombrowicz se entra en velocidad en el acto.

Al igual que en Cosmos la trama, picoteada de travesuras inocuas o fatales, parece regida por carambolas y el nexo de los acontecimientos procura una Forma (así como los de una vida insinúan una biografía). A veces asoma, como en Cosmos o en Transatlántico, el detalle ínfimo que lo frena y paraliza todo. Novela sobre la sincronización y su poder generativo, en la que el ojo que narra es una lupa que multiplica por diez, Cosmos es probablemente la novela más perfecta de quien creía fervientemente en lo imperfecto, lo inacabado, lo bajo y lo insuficiente. Gombrowicz convidaba, mientras tanto, el magisterio menos eludible: el despotismo de la displicencia.

Por momentos Los poseídos recuerda a “El banquete”, primer cuento del volumen Bacacay, protagonizado por un rey que inspira y hace silencio: cunden las figuras que se arrodillan y las que hacen cosquillas; cunde el temor a los demás. Faltan las mayúsculas rabelesianas que abundan en otros libros, arma blanca de su sarcasmo. (A veces remite al austriaco Thomas Bernhard y no sólo en la invectiva hacia su país de origen).

Los poseídos salía como folletín en mensuarios, y Transatlántico y el Diario se difundieron por entregas en Kultura, la revista polaca editada en París. Ávido lector de biografías y autobiografías, Gombrowicz era un diarista a la vista de todos y redactaba un anti-diario: una vitrina, un tehuelche importado de pipa y corbata exhibiéndose en Europa. La meta era desgarrar velos e hipocresías (sobre todo propias) con la ferocidad que requiere la tarea. Promover –con las contradicciones fatales de un contrera– la impiedad precisa como método y la juventud como valor. (La creciente inmadurez del mundo garantiza la actualidad de Ferdydurke).

Melómano con oído, Gombrowicz tenía una voz con los grados justos de jalea y veneno, y por delante y detrás de sus arbitrariedades de dandy era capaz de vuelos rasantes: “Nadie sabía qué era lo que se estaba tocando porque la perfección del pianista no le permitía a uno concentrarse en Brahms, y la perfección de Brahms distraía del pianista”. El diario fue el género maquiavélico ideal para que el gran desmitificador consiguiera crear su propio mito. Y lo logró a tal punto que el riesgo es que el mito distraiga una y otra vez de las excelencias de la obra, o peor, que como el dios Cronos con sus hijos la termine devorando.