Las tierras occidentales | El lugar de los caminos muertos | Ciudades de la noche roja 25 Jul 2020

El lenguaje es un virus

Radar Libros | Página 12 | Demian Paredes

El cuenco de plata acaba de publicar Las Tierras occidentales, última entrega de la "Trilogía de la noche roja", que comienza con Ciudades de la noche roja y sigue con El lugar de los caminos muertos. Distopía concebida en el clima de paranoia y Guerra Fría de los años 60 y 70s y publicada entre 1981 y 1987, hoy mantiene una actualidad sorprendente con virus, pestes y pandemias globales en primer plano. Pero el gran legado de William Burroughs es su trabajo experimental y límte con el lenguaje, de un potente lirismo. Fue uno de los grandes nombres de la contracultura norteamericana de la segunda mitad del siglo XX, posición que empezó a ocupar desde la aparición de El almuerzo desnudo, obra sin par que esta trilogía no sólo continuó sino que amplió en una estética radical y anti sistema.

 

Escrita a lo largo de más de cuatro décadas, y publicada principalmente entre 1960 y 1980, la obra literaria de William Seward Burroughs contiene una actualidad que sorprende y pasma: hay virus, pestes y otras enfermedades pandémicas; guerras y conflictos entre etnias y naciones; cámaras, videos y sexo de toda índole; agencias privadas y mercenarios a sueldo; redes secretas, terrorismos y guerrillas, tecnocracias gobernantes y ciencia y tecnología al servicio del espionaje y el control social; violencias; ciencia ficción, parodias y paisajes y seres y situaciones “surrealistas”, de potente lirismo, en toda su prosa. Ensayista, artista visual, original narrador que hizo suyas las técnicas de la pintura y Brion Gysin: cut-up y fold-in: montaje y plegado, Burroughs nunca ha dejado de ser una importante figura –inescindible de la “generación beat”– de la contracultura norteamericana de la segunda mitad del siglo XX, la que se irá cocinando a fuego lento durante la segunda posguerra, y que estallará en plenitud juvenil en arte, rebeldías, ideologías y política durante los llamados “sesentas-setentas”. Fue una figura subversiva e iconoclasta, que sufrió acusaciones de “inmoralidad” e intentos de censura –como Henry Miller y Jack Kerouac–, referente de artistas experimentales y de vanguardia en la música como Philip Glass y Laurie Anderson (que hizo suya la afirmación burroughsiana “El lenguaje es un virus”, titulando así un tema suyo en 1986), y el malogrado Kurt Cobain.

La editorial El cuenco de plata acaba de publicar Las tierras occidentales (1987), última entrega de la Trilogía de la noche roja, que comienza con Ciudades de la noche roja (1981) y sigue con El lugar de los caminos muertos (1983), ambas publicadas también por El cuenco en 2018 y 2019, respectivamente. Podría considerarse un acontecimiento literario, esta posibilidad de apreciar, en sus mil páginas, esta obra madura de Burroughs; una sucesión de libros que tiene su comienzo en 1959 –y aún antes– con la publicación de El almuerzo desnudo, ya en dirección de intentar modificar, ampliar o revolucionar los límites de la narrativa y la novela, cuestión que se irá verificando progresivamente con títulos como Expreso Nova (1963) y Los chicos salvajes (1971). Si el cut-up más elemental consiste en cortar en dos o cuatro la página de un diario y recombinar las líneas para que las oraciones cortadas y alteradas den nuevos resultados/sentidos –lo que en las novelas de Burroughs genera, junto a las repeticiones en densas parrafadas, una rítmica, y múltiples efectos de lectura–, en esta trilogía lo que se corta y esparce y recombina son, más amplia y ambiciosamente, varias novelas dentro de cada volumen, una amplia variedad de relatos e historias que se esfuman –a veces para siempre– o reaparecen, sin respetar ninguna de las normas más o menos convencionales (tanto cronológicas como sintácticas) del relato.

La metodología burroughsiana, que tiene algún parentesco en sus orígenes con Dadá y el Surrealismo, aunque no tenga nada “inconsciente” ni “automático” –como aclaró el mismo Burroughs en su libro de conversaciones con Daniel Odier, La tarea (1969)–, entrecorta y entrecruza constantemente las dimensiones temporales y espaciales, asumiendo el caos de una estructura que, necesariamente, existe y se percibe como fragmentaria e interconectada, dispersa, variada, múltiple –registrada, documentada, también manipulada y alterada de una y mil maneras–, como el deseo de muchos de sus personajes.

En Ciudades de la noche roja se encuentran, entre lo mucho que hay, historias con piratas, una visión de 1789 y diversos sucesos revolucionarios desde una justiciera visión de “Utopía retroactiva”. Se mencionan las grabaciones de audios y el cut-up, sus recombinaciones de fragmentos, como un I Ching en cuanto metodología y filosofía. Las drogas y las adicciones, el sexo, los sistemas de control y las guerras. Entre la Sci-Fi, el Egipto Antiguo, los mayas y aztecas, planteos y discursos contra el colonialismo y el esclavismo, por la igualdad y la libertad. Hay “Viajeros”, visitantes de ciudades, que discurren entre Heródoto y una “civilización venusina”. El Oriente y el Ku Klux Klan, Pancho Villa, los vikingos.

En El lugar de los caminos muertos hay Cadetes espaciales reclutados apenas comienza el libro, que fecha la historia un “17 de septiembre de 1899” y pasea por 1894, 1878 y 1980. Están Kim Carsons y unos pistoleros del Lejano oeste, la búsqueda de las Tierras occidentales, con sus historias de fellahs, Inmortales, momias y vampirismo, además de una vasta fauna de seres como los “Chupa-Almas” y “Smuns”, y lugares como Marte, Nueva York, París, y otros como el “Museo de los inventos perdidos”, sumido todo en la coloración que bautiza la trilogía: es todo rojo en el paisaje y las cosas y seres: el color del suelo, del pelaje de un perro, de una luna, de una atmósfera.

Junto a las armas físicas, se desarrollan las “armas de la magia”. Un “Viejo Sargento” explica la situación a los jóvenes cadetes en torno a un “virus asesino”, proveniente de Venus, que infecta y controla a los seres humanos. Son “alienígenas”, que, entre otras cosas, “apoyan cualquier autoridad dogmática. Son los archiconservadores”. Y más: “Darán pasos para que se declare ilegal el alcohol. También para regular la posesión de armas de fuego. Y para que las drogas sean ilegales”. Hay una crítica al sistema: “La Revolución Industrial es principalmente una revolución vírica, dedicada a la proliferación controlada de objetos y personas idénticos. Produces jabón, te importa un carajo quién compre tu jabón, cuanto más, más enjabonados. Y te importa un carajo quién lo haga, quién trabaje en tus fábricas. Mientras sigan haciendo jabón”. Y una definición: “el Planeta Tierra es, por su naturaleza y su función, un campo de batalla. La felicidad es producto derivado del funcionamiento en un contexto de batalla”. Lo que tenemos: “el rostro inmemorial de la Guerra, de aquí a la eternidad…”.

El último volumen, Las Tierras occidentales, está dedicado “Para Brion Gysin. 1916-1986”, y una breve nota cuenta que la trilogía fue escrita durante trece años. Hacen su aparición a lo largo de distintas fechas (1984, 1899, 1985, 1895) y lugares (México, Berlín, Irán, las “Calles de la luz”), Norman Mailer, la novela 2001, la cultura egipcia versus el Ministerio del interior, la CIA y el Pentágono, la KGB e Interpol, las intervenciones en países de América Latina, Hiroshima, los servicios “privados” desterritorializados, archivos y recursos (financieros y humanos), desperdigados y ocultos en varios países, el mundo del espionaje y los viajes al espacio exterior. Magia negra y el “ataque psíquico”. La crítica literaria y Freud. George Orwell y su 1984, la relación ciencia-Tercer Reich, el cáncer, las ratas y virus, el vampirismo y las momias nuevamente. La Inmortalidad, el ecologismo e inventos tales como las “Capas de Oscuridad e Invisibilidad” y la “Cabina de Animación”, donde los sueños se convierten en realidad. Una bodega donde se celebran “Torneos de Insultos”. Un Faraón: Gran Letrino VIII. “William Seward Hall”, un alter ego de Burroughs. Seres como “los Resplandecientes” y “los Parlanchines” (una enfermedad, otro virus, altamente contagioso). Y “uno de los espíritus más raros y más difíciles de ver”: “el Gatovenado, mitad venado y mitad gato”.

Todo lo anterior apenas si es una pálida sombra, menos que un pobre inventario, de una increíble prosa, exuberante, desaforada y original, donde se dan cita la distópico y posapocalíptico, los temas conspiranoicos (“Una vasta conspiración burocrática de desgobierno…”) y las barbaries reales-históricas del siglo XX: las guerras, la bomba atómica, los campos nazis; Los cantos de Maldoror y Ray Bradbury, Beckett y Genet –dos vertientes literarias igualmente admiradas por Burroughs–, que en su acumulación y combinación (aleatoria) de elementos permite, más que “seguir historias” o “personajes” en particular, percibir intermitentemente motivos, incluso alegorías. Sus temas: el poder, el sexo, el deseo, la violencia, la muerte, la sociedad y sus instituciones.

¿Cuál es “el lugar” de Burroughs en la literatura norteamericana? Él forma parte de una tradición de experimentación, opuesta a la gran corriente del realismo clásico –en busca de “la gran novela americana”– de Malamud y Bellow, Roth y Updike, Doctorow y DeLillo. Peter S. Prescott, en una reseña de 1981, escribió: “Tal vez lo mejor que pueda decirse de Cities of the Red Night es que los fragmentos de una buena novela resplandecen intermitentemente dentro de sus páginas afiebradas”. Para el crítico todo terminaría reducido a “las fantasías onanistas de un muchacho de doce años que sueña, como ocurre con los muchachos, con la plaga y con la muerte violenta, con ocultarse con sus compañeros en una jungla secreta y con castigar a los adultos que los rodean”; el libro “parecía prometer cierta especie de alegoría, o al menos una visión apocalíptica del fin del mundo, es un pobre sueño al que se llega” (ligeramente parafraseado, este comentario sobre la primera novela es parodiado en la tercera). Y el conservador Harold Bloom, en El canon occidental (1994), no menciona en su largo listado de títulos de “La Edad Caótica” ni una sola obra de Burroughs. Ni de Kerouac, ni de Corso tampoco. Sí una novela de Paul Bowles: El cielo protector –un libro elogiado como un clásico al nivel de El gran Gatsby por Burroughs.

Colegas y amigos lo calificaron de otro modo. Para Allen Ginsberg “es un poeta, verdaderamente. En el sentido de que una página de su prosa es tan densa en imágenes como cualquier cosa de St. Perse o de Rimbaud” (entrevista con The Paris Review, 1965). Con Anthony Burgess los elogios han sido mutuos. Para el autor de La naranja mecánica, Burroughs es el gran renovador de la lengua después de Joyce, nada menos. Y Philip Glass, en su libro de recuerdos Palabras sin música (2016), narra la lectura en su juventud de Burroughs y de la literatura beat como fundamental en su formación artística.

William Burroughs ha sido publicado y leído con interés los últimos lustros. La Trilogía de la noche roja permite apreciar a un auténtico coloso de la imaginación y la creación literarias.