Ciudades de la noche roja 25 Ago 2018

El que dispara hacia lo imponderable

Revista Ñ | Matías Serra Bradford

Ciudades de la noche roja es la primera parte de una trilogía y una novela de aventuras con el sello de uno de los escritores más innovadores del siglo XX. 

 

Una calculadora hace todas las operaciones de la escritura –sumar, restar, dividir, multiplicar– y las máquinas de calcular Burroughs se vendían en los mismos locales que las máquinas de escribir. Uno de los modelos era una mezcla de teléfono precámbrico, tostadora teutónica y organillo de kermesse. Es decir, comunicación intermitente, sala de calentamiento del lenguaje y precaria maquinita musical: la prosa de William S. Burroughs, adivino becado por la fortuna de un abuelo ocurrente.

Las operaciones mencionadas desarman y recomponen el tiempo, y la escritura fue para Burroughs, entre otras cosas, un problema de tiempo. Como si sus personajes siempre avanzaran retrocediendo, o estuvieran a punto de caer en el precipicio de una impuntualidad fatal. Tal vez por eso la droga fue para él un dispositivo de aceleración y desaceleración, según la conveniencia.

Tal vez por eso, su técnica es la del atajo: sus escenarios son de cartón, de libros pop-up, y en sus descripciones líricas abunda el ahorro de artículos y signos de puntuación. Cortar camino para cortar el hilo del tiempo. Una de las preocupaciones de Burroughs era la de no dejarse condicionar por lo previo: la familia, la lengua, lo heredado. La última línea de Ciudades de la noche roja murmura, entre la ironía y la resignación: “como España, estoy atado al pasado”.

A lo mejor por ese motivo es que encontró una salida en las virtudes de la simultaneidad (y Ciudades de la noche roja no fue la primera ocasión en que invitó a avanzar en paralelo en dos puntos distintos de un libro). Burroughs era capaz de creer, por ejemplo, que al recorrer la columna de un periódico lo que la mirada periférica capta de una columna vecina a ese lector le está prediciendo el futuro. 

Ciudades es la primera novela de una trilogía que completan El lugar de los caminos muertos y Las tierras occidentales y está partida en tres. Una aventura bastarda de piratas, un adulterado viaje de ciencia ficción y un simulacro de policial. Suena fácil, y los tres están narrados en la prosa prolija, palpable, de Burroughs, pero en él nada es recto, en ningún sentido. La superficie es legible, pero bajo la línea de navegación, las corrientes tiran mar adentro. Todo lector se arriesga a desdoblarse en náufrago, por más que detrás del cortinado de su escritura nunca dejen de esconderse los impecables Saki, Denton Welch, Walter de la Mare y, sobre todo, Joseph Conrad.

Ciudades de la noche roja es la cartografía enviciada de un expedicionario que hace escala en todos los puertos de Burroughs: las armas, la colonización (mental o literal), la dependencia, los síntomas, la intoxicación, la consciencia como un virus, el virus del lenguaje (pero la escritura, acaso, como una enfermedad autoinmune). El destino ideal es, insospechadamente, borrar el torrente interno de palabras, alcanzar “la serena posesión de un espacio interior”.

“El silencio sólo puede ser aterrador para las personas que son compulsivamente verbales”, anotó este gran temeroso de la oscuridad, que ansiaba la compañía y protección constante de sus gatos Fletch, Ruski, Calico, Senshu y Spooner (su buen oído puede adivinarse en su gracia para nombrar). El infaltable truco de un viejo zorro: frenar el mal con animales domésticos, con químicos, con supersticiones. Lo hacen los filibusteros de Ciudades, que buscan fundar enclaves –bases de operaciones para el autor, que sentía debilidad por sitios como Gibraltar– invulnerables a la invasión de enemigos. Zonas infranqueables en medio de planos borroneados.

El campo del lector y su lazarillo sólo puede estar minado. Quizá por eso la introducción de Ciudades alerta, en mayúsculas importadas de los años 60: “Nada es verdad. Todo está permitido”. Nada de lo advertido por Burroughs –“acusá siempre a otros de lo que vos (el mentiroso) estás haciendo”– tiene fecha de vencimiento.

Es curioso que detestara el oficio de informante justo quien usaba de soplones a los libros y diarios que tijereteaba. El que prefería a los que “se niegan a cooperar” trabajaba en colaboración con periódicos, novelas y poemas que rastrillaba para injertar en sus propias páginas no pocas frases ajenas, distorsionadas: “Yo estaba allí, esperando, en la escritura de otros”. Cuando decía que el lenguaje estaba en estado de transición, se estaba denunciando entrelíneas.

Por épocas, este severo siervo del cut-up (maridaje entre dos textos de distinto origen) parecía más un editor que un escritor. Reutilizaba material descartado una vez y otra, pero usaba poco de lo mucho con que experimentaba. Como quien filma cincuenta horas para quedarse con menos de dos en la versión final. El montaje empataba los estilos; una delicada acrobacia para establecer un mínimo orden que respetara lo accidental. El montaje –superposición y secuencia– como agente secreto y la desorientación como norte. El lector, la última mano en la cadena de montaje.

Imposible pensar que Burroughs no fuera consciente de lo paradójico de su método: romper con un sistema de control –el del lenguaje dado, impuesto, amansado– para aplicar otro. (Hizo algo equivalente al final de su vida, cuando pintaba cuadros para después dispararles balazos). Su investigación privada consistió en averiguar cuán en control de su materia puede estar un creador.

Es en libros como Ciudades, pero también en Mi educación, que reúne sueños, y en Gato encerrado, consagrado a los espíritus tutelares de su casa, que se adivina fácilmente que en Burroughs –y después, por contagio, en su lector– prima el impulso por convertirse en adicto a un libro enigmático. De allí, quizá, su atracción hacia los saberes antiguos, perdidos, hacia la potencia narrativa de lo onírico. (Ciudades de la noche rojatermina –y reabre sus puertas– con un sueño).

Todas las obras del autor de El almuerzo desnudo son como manuales inconclusos, es decir que planean entre los profético y lo anacrónico. Ofrecen, precisamente, el encanto de lo anacrónico: una incisión (otro cut-up) del pasado en el presente. Queda toda la posteridad para reírse de la prisa.