Ciudades de la noche roja 05 Jun 2018

El podio de los drogones

La Agenda revista | Quintín

William Burroughs y James Crumley: el exceso como filosofía de vida y posición ética literaria.

 

Ciudades de la noche roja, de William Burroughs (El cuenco de plata)

Este es el primer volumen de la trilogía The Red Night, que Burroughs empezó a publicar en 1981, cuando tenía 67 años y todavía le quedaban quince años de producción. Y de consumo de drogas, desde luego, porque fue probablemente el más drogón de todos los escritores habidos. Hasta la Wikipedia lo dice. Es imposible medir la cantidad de heroína que tomó y compararla con las sustancias que consumieron Baudelaire, De Quincey o Philip Dick, pero no hay duda de que Burroughs las probó todas ni de que las disfrutó. Como se dice de algunos borrachos (y él mismo lo afirma en un inolvidable cameo en Drugstore Cowboy: “esto no es para cualquiera”), el tipo sabía tomar.

Si Burroughs es el indiscutido vencedor de esa competencia, hay otra en la que participa con muchas posibilidades: la de haber sido el escritor más gay de la historia. Ahora no se trata de contar la cantidad ni la variedad de sus amantes, sino de la intensidad de la presencia del deseo homosexual en su obra. Precisamente, Ciudades de la noche roja, tal vez más que queer, puede ser utilizada como prueba definitiva ante el jurado. Y, de paso, también sirve de prueba para el concurso anterior. Acá hay más drogas que en Los paraísos artificiales de Huxley.

Ciudades de la noche roja es muchas otras cosas. Se supone que inaugura el período maduro del autor, en el que retoma sus clásicos escenarios retrofuturistas pero modera sus técnicas experimentales. De todos modos, no es un libro convencional sino un intento muy logrado de construir una literatura que viaje entre el tiempo y el espacio, entre la narración y la vanguardia, entre la alta literatura y el comic, entre la ciencia y la magia, entre la ficción y la especulación histórica, entre las identidades múltiples y la conciencia divergente. Es un libro prodigioso, que todo lo contiene (bueno, mujeres no hay muchas). Al principio, se trata de tres historias de género que transcurren en distintas épocas. Una, en la civilización que ocupaba el desierto de Gobi hace cien mil años, un escenario de ciencia ficción ucrónico. Otra es un relato de novela negra: Snide, un detective privado del siglo XX, es contratado para encontrar a un joven americano desaparecido en Grecia, y se ve envuelto en una conspiración cuyo centro son las armas químicas y una epidemia viral que preanuncia el sida. La tercera transcurre a principio del siglo XVIII y tiene como protagonista a Noé Blake, un héroe salido acaso de Melville, quien se incorpora a una armada pirata libertaria que le disputa el continente americano a las potencias europeas de la época. Las historias se entrecruzan, se hacen cada vez más complejas y se ramifican en tramas laterales donde se mezclan los personajes, los tiempos y los lugares hasta abolir cualquier diferencia y encajar en el lema del libro: “Nada es verdad. Todo está permitido.”

Ciudades de la noche roja está atestada de drogas, pero también de armas, otro ítem en el que Burroughs tenía un interés singular. Hay armas antiguas y modernas, imaginarias y reales, mecánicas y virtuales, bacteriológicas y animales. Un ejemplo de estas últimas: “El kundu es una especie de escorpión volador. El cuerpo está compuesto por un caparazón punzante como una aguja y espinas rojas oblicuas. Las mandíbulas cortan como hojas de afeitar y su función es excavar como las del alacrán cebollero. El veneno que sale de las cerdas y del aguijón de la cola produce parálisis instantánea. Luego el kundu se desprende de sus alas y, tras penetrar por los orificios del cuerpo, va excavando hasta depositar sus larvas en los intestinos, hígado, riñones y bazo, así que la víctima paralizada es devorada viva por dentro.” El ataque del kundu es una de las mil maneras de morir en Ciudades de la noche roja. Pero también aparecen cientos de enfermedades, sobre todo infecciosas y que tienen consecuencias demoledoras en la piel. Pero también, este es el libro de los olores, como el olor a flores de los penes jóvenes, “un hedor espantoso a almizcle y ozono, el olor del viaje en el tiempo” o “el olor a pulque, orina, benzol, chiles aceite frito y basura” propio de la Ciudad de México. Burroughs convierte sus recuerdos en imágenes y convoca sus recurrentes fantasías, sobre los cuerpos masculinos, pobladas de nalgas de efebos y penes erectos: “Soy el eterno espectador, separado por una distancia insalvable de conocimientos, siento el semen acumularse en huevos apretados, los culos temblorosos, oliendo a vapor de hierro de sexo, a sudor, a mucosidad rectal, observando los cuerpo morenos retorcerse bajo el sol poniente, desgarrado o una punzada de lujuria incorpórea y el marchito olor de la desintegración.”

Sexo, enfermedad, drogas, armas, olores, una continua renovación de estímulos y de pesadillas que parecen consecuencia cercanas del delirium tremens, resultados de la heroína, del LSD, del peyote del Don Juan de Castaneda, pero también de la felicidad de la literatura. Burroughs rememora toda la Historia, todas las historias, las combina e imagina cosas espantosas o absurdas, historietas o “libros infantiles sobre un fondo de El Bosco”. Como los peces fruta cuyo sabor característico proviene de que se alimentan de frutas regadas por el semen de muchachos que se masturban continuamente sobre ellas. O un lugar como la casbah de Ba'dan, una de las seis ciudades de la noche roja, donde “se encuentran delincuentes y parias de muchas épocas y lugares: bravos de Venecia del siglo XVII, pistoleros del viejo Oeste, indios matones, asesinos de Alamur, samurais, gladiadores romanos, hacheros chinos, piratas y pistoleros, matones de la mafia, desertores de los servicios de inteligencia y de la policía secreta”. O una batalla hollywoodense en una especie de cabaret que recuerda a La Guerra de las Galaxias, donde conviven mutantes de todos los tiempos y todas las regiones del espacio y donde pelean todos contra todos: “Legionarios romanos de Quinto Curio luchan contra la policía antidisturbios francesa. Vikingos y piratas combaten a cruzados y federales tejanos. Pistoleros de viejas películas del Oeste disparan con con los soldados ingleses de los años veinte en Irlanda y la policía especial de Kenya. Elefantes de Aníbal cargan contra un tren de marines de 1920 en camino a proteger los intereses de la United Fruit Co. Resuenan gritos y canciones de guerra. Peones con machetes decapitan partidas de linchadores… mucho saltar cabezas, míster. Gritos y canciones de guerra resuenan con gruñidos y bramidos, alaridos de guerra, gaitas, el sudor de los caballos, chiles, ajos…”. Burroughs compite con Hollywood y con todo el cine que lo sucederá, poblado de efectos especiales que su prosa no necesita.

Cada página de Ciudades de la noche roja parece contener el embrión de diez relatos que se bifurcan y se desvanecen para dar lugar a otros relatos, que pueden reaparecer páginas más tarde, unidas por teorías conspirativas y paranoicas con las que Burroughs enfrenta el desquicio del mundo y lo rearma a su manera con la libertad como eje secreto de su sistema. Es un libro formidable, con una gran traducción al argentino de Martín Lendínez.

 

El pato mexicano, por James Crumley (RBA)

Unos días antes de leer Ciudades de la noche roja terminé esta novela del autor de El último buen beso, una novela que integra mi lista de las diez mejores policiales de todos los tiempos. Después, leyendo el libro de Burroughs, me topé con una frase que me resultó conocida: “La casa estaba rodeada por la alta pared habitual, con vidrios rotos en la parte de arriba como cristales de azúcar en un pastel”. Me sonaba lo de los vidrios rotos sobre la pared, lo rastreé en El pato mexicano (en un futuro cercano, cada libro impreso vendrá también con su versión digital, para que se puedan hacer estas cosas) y encontré lo siguiente: “La finca ocupaba más de una hectárea de terreno rodeado por una tapia de adobe con trozos de vidrio a la antigua por encima, como un encaje puntiagudo”. Cuando leí a Crumley, me llamó la atención lo de los vidrios rotos en la parte de arriba de una pared a modo de protección. La frase de Crumley se parece bastante a la de Burroughs, sobre todo porque la referencia a los vidrios rotos viene acompañada por una comparación: en un caso, con los cristales de azúcar y, en el otro, con el encaje puntiagudo. Es como si ambos escritores estuvieran movidos por el mismo impulso en la escritura, el de adornar la frase con un símil de los vidrios rotos.

Así me puse a pensar que Crumley podría haber leído a Burroughs (no al revés, porque Ciudades de la noche roja es de 1981 y El pato mexicano de 1993). Y hasta podría tratarse de un cifrado homenaje, aunque parece improbable. En fin, un misterio que supongo permanecerá irresuelto. Crumley tiene otras cosas en común con Burroughs. Si bien no le podría discutir el primer puesto de la carrera de drogones, ha hecho méritos suficientes para estar en el podio. Hablando del hombre ya en su edad madura, un amigo dijo: “Tomaba cocaína seis días a la semana, comía cinco veces por día y se tomaba una botella de whisky diaria. Solía decir: "Si así vivo diez años menos, cuál sería el problema” (finalmente, aguantó hasta los sesenta y ocho). Como Burroughs, vivió los últimos años de su vida en una pequeña ciudad (Lawrence, Kansas en un caso, Missoula Montana en el otro). Ese estilo de vida se lo trasladó a su inolvidable personaje, el veterano de Vietnam devenido barman y detective privado C.W. Sughrue. “Necesité un par de largas caladas de porro jamaicano para respirar profundamente sin llegar a la hiperventilación. Después, la meta me calmó como si fuese un niño hiperactivo. Una raya de coca me ayudó a centrar la mente. Tres cervezas consumieron parte de la adrenalina. Y media docena de cigarrillos de un paquete que había comprado de camino al campamento dejaron satisfecha mi pulsión de muerte”.

Pero Sughrue no es gay: cuando no está borracho tiende a ser un picaflor con las damas. En El pato mexicano se acuesta con tres y perdona a la cuarta. A una de ellas la describe así: “Quien quiera que fuese, tenía la nariz respingona más bonita que había visto en mi vida, la tez de un rosa oscuro, y una mata de pelo rubio plateado que brillaba como el acero inoxidable a la lumbre.” Burroughs, es cierto, usaba menos metáforas para describir a los chicos y se interesaba más en sus secreciones. Pero a Crumley también le importaba poco el argumento y, como Burroughs en Ciudades de la noche roja, deja unos cuantos cabos sueltos, como si le pareciera de mal gusto cerrar las historias y dar demasiadas explicaciones. Sin embargo, la trama de El pato mexicano es también muy compleja: aparecen motoqueros, narcos, agentes de la DEA, de la CIA, contrabandistas y hasta Sendero Luminoso y agentes cubanos. A Crumley y a Sughrue les gustaban tanto las armas como a Burroughs. Hay en ambos detalladas exposiciones de modelos, calibres, precisión y funcionamiento. Y hasta hay otra curiosa coincidencia en otra clase de arma: en El pato hay una víbora de bambú que se mete en la nariz de las víctimas y hace pensar en el escorpión kundu de Burroughs.

El pato mexicano empieza cuando a Sughrue le encargan buscar a una mujer que supuestamente es la madre del líder de una banda de mototraficantes (la gente que menos se baña en el planeta), para que la desaparecida le de la bendición para casarse con su novia. Luego, tres personajes más aparecen en escena: un abogado (siempre sospechoso) y dos veteranos, personajes coloridos como el que más. Todos fueron compañeros de Sughrue en Vietnam, donde se ocuparon de las cosas más peligrosas en la selva, como desactivar minas. Los veteranos seguirán apareciendo en el resto del libro y todos son grandes borrachos y drogadictos, todos están desquiciados, todos quieren pelear para sacarse de encima la maldición de la guerra y todos disfrutan de la compañía de los demás, sus únicos pares posibles frente a un país de hipócritas y traidores.

El pato mexicano es una gran novela sobre la grieta americana, si Vietnam dejó un cráter irreparable en el tejido social y en la visión de la historia, el asunto venía de antes, de una locura alucinada y poderosa, que excede cualquier neurosis individual (tal vez esa sea la limitación última de escritores tan celebrados como el recientemente fallecido sin Nobel Philip Roth) y que Burroughs detectó con precisión, tal vez después de Faulkner. “México, de algún modo, y pese a lo demencial del lugar, se las arregla para estar más cuerdo que Norteamérica” escribe Crumley. “No era una fiesta que pudiese entender un votante republicano —el dulce aroma de la marihuana en el aire, el ocasional sorbetón de la cocaína, cerveza mexicana helada, buena comida, conversaciones brillantes y risas—, pero a un erudito deconstruccionista parisino quizá le pareciera lo más civilizado que podía darse en América. O por lo menos eso sostuvo el que conocí, que estaba de profesor visitante en la UTEP, la Universidad de Texas en El Paso. En algún punto del camino, afirmaba, los americanos nos habíamos olvidado de cómo se pasaba un buen rato. En nombre de la salud, del buen gusto, de la corrección política a uno y otro extremo del espectro, nos enseñaban a portarnos bien. América se estaba convirtiendo en un parque temático, y no de atracciones, sino más bien una especie de Disneylandia fascista.”

Sughrue es, como Crumley, un ilustrado que trata de disimularlo. El escritor hacía su dieta de alcohol y drogas mientras vivía de enseñar eso que se llama “escritura creativa” en universidades segunda línea. Con todo su estilo heavy, es parte de la línea de intelectuales americanos que mantienen la bandera de la libertad, esa corriente subterránea del anarquismo que viene de Thoreau y no es ajena a Burroughs, ni a los beats ni tal vez a Pynchon, que comparten esa expresión del exceso como respuesta y refugio contra el sistema. La alquimia de Burroughs convierte la locura en literatura y la marginalidad en éxito social. Crumley vio todo y, tal vez, se quedó en el umbral de algo más grande. Su gran talento le permitió llegar tan lejos como el puritanismo americano le permitió. Fue un escritor notable, al que tal vez le quede cuerda en los cánones, lo que se verá cuando cambien un poco los tiempos.