Retórica especulativa 06 Abr 2006

Grietas en el pan

Página 12 | Pascal Quignard

“Las grietas que se forman en el pan y que no han sido queridas por el panadero atraen la mirada y estimulan más el apetito que el resto del pan”, recuerda el ensayista francés Pascal Quignard y propone una irónica definición de la condición humana entendida como imperfecta condición felina.

 

Llamo retórica especulativa a la tradición letrada antifilosófica que recorre toda la historia occidental desde la invención de la filosofía. Fecho su advenimiento retórico en Roma, en el año 139. Su teórico fue Frontón (Marcus Cornelius Fronto).

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Frontón es uno de los pensadores más originales y más profundos que haya conocido la antigua Roma. Multiplica las imágenes, construye rápidos mitos que no se pueden encontrar en ninguna otra parte del mundo antiguo. “¿Qué es el sueño? Una gota de muerte tan pequeña como puede serlo una lágrima que se disimula vertida en el cráneo de los hombres, tal es la causa del sueño.”

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El emperador Marco Aurelio escribió que las grietas que se forman en el pan y que no han sido queridas por el panadero atraen sin razón la mirada y estimulan más el apetito que el resto del pan. Las resquebrajaduras del pan son, según dice, “como las fauces abiertas de las fieras”.

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El lenguaje es en sí mismo investigación. En la tradición filosófica, el lenguaje no es más que un vestigio del que uno puede desprenderse o que se puede corregir, como el soma-sema, como el cuerpo animal convertido en tumba y signo, como las técnicas, como las artes. El lenguaje es la única sociedad del hombre (cháchara, cotilleo, familia, genealogía, ciudad, leyes, charla, cantos, aprendizaje, economía, teología, historia, amor, novela) y no se conoce ningún hombre que se haya librado de él. Así el logos fue desatendido por la philosophia en su despliegue, de la misma manera que el aire es ignorado por las alas de los pájaros, como el agua del río es ignorada por los peces excepto al morir por encima de la superficie del agua en donde se asfixian, una vez transportados por el anzuelo hacia la suavidad y la transparencia atmosféricas donde dejan de moverse y se iluminan.

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Frontón decía que había que trabajar la lengua para ser capaz de enfrentar audazmente los peligros de los pensamientos más difíciles de aceptar, las afasias que provocan las experiencias más dolorosas o que son las más inmanejables. Hay que seguir el propio rumbo con los remos y las velas pequeñas, pero cuando sobreviene la necesidad imprevista, hay que ser capaz de desplegar la vela mayor del lenguaje y dejar bruscamente atrás los botes, los barcos de pescadores, la filosofía, la historia, las leyes, los proverbios, los decretos, la charlatanería, las costumbres.

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El pasaje de los primates al hombre no constituye un límite. No existió un origen del hombre. Con él la naturaleza se derramó como lo hace la lava en la cima de un volcán. Una lenta metamorfosis simultánea de varias especies a lo largo del tiempo ha procedido con sus propias mutaciones –una de las cuales, al buscar su presa a semejanza de muchas otras, descubrió una orientación prodigiosa en la imitación de la predación de los grandes carnívoros a los que espiaba porque les temía–.

La especie humana no sufrió mutaciones; fue la conversión en predadora de una especie que figuraba en el rango de las presas y cuya captura así como la ferocidad la fascinaban.

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Los machos a quienes su situación periférica exponía a la predación fueron hacia los animales de presa que los amenazaban y se convirtieron en sus acompañantes. Una presa codicia una presa y se la disputa con otros. Esa es la fuente de la humanidad: predación imitada. Un ojo puesto en la carne muerta, junto a otro mamífero que olfatea los rastros de los predadores, al que por encima sobrevuela la vista de otro carroñero. Eso se vuelve un hombre, un lobo, un águila.

Serge Moscovici ha mostrado que de ninguna manera se podía hablar de una “hominización” de los primates, sino de una “cinegetización” de algunos de ellos. La praedatio destruyó la colecta (en griego, el logos). La caza que devastó la recolección transformó a un herbívoro en mamífero necrófago de los restos de los grandes carnívoros a los que acechaba, junto a las aves rapaces y a los lobos. Luego esos antiguos herbívoros convertidos en necrófagos se transformaron también en carnívoros. Tales transportes son las primeras metaphora. Los hombres se transportaron hacia los que imitaban y los que devoraban: oso, ciervo, buitre, lobo, toro, mamut, carnero, bisonte. O en el mundo precolombino, puma, jaguar, cóndor. Destrozar la carne de un carnívoro y distribuirla se llama sacrificar. Al seguir a sus presas hasta donde vivían, se instalaron a su vez en las cuevas, las cavidades, los nidales, los pozos donde los animales que rastrean habían hecho su madriguera. La caza se volvió un modo de vida excluyente: el animal es el modelo, la imagen, el competidor, el alimento, el dios, el vestido, el calendario, el objeto del grito, el tema de los sueños, el hogar de los hijos, el desplazamiento como destino, el mundo como trayecto. En las paredes de las cuevas magdalenianas, la cara humana es bestializada en forma de cabeza de oso, de lobo, de buitre o de ciervo. La agresividad, la ferocidad, la guerra no se desarrollaron en nosotros genéticamente. Nos vinieron de la caza: fue un largo aprendizaje de la muerte, primero de los restos y luego dando muerte. El canibalismo fue la etapa siguiente: es la culminación de la caza y el despertar de la guerra. Lo que llamamos el devenir-hombre de algunos primates fue ese lento devenir-animal de los protocazadores.

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La invención del hombre fue la imitación de la predación de los grandes carnívoros. Esa invención no se llama la risa, el lenguaje, la mano prensil, la postura erguida, la muerte. Se llama la caza. Tensar un arco quiere decir doblar la vara hasta que se curva y hacer fuerza en ella para estirar al máximo la cuerda que sus extremos retienen y cuya tensión (tonos) servirá de propulsor a la flecha. Los cazadores paleolíticos, al inventar el arco, en el origen del arco, inventaron el origen del sonido de muerte en la cuerda única (la música), es decir, el lenguaje apropiado para la presa.

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Cuando una sociedad está a la espera del acontecimiento que puede extinguirla, cuando el miedo, el desamparo, la pobreza, la desherencia y la envidia de todos contra todos han llegado a un estado de madurez, comparable al de los frutos bajo el calor, una expresión secreta y ávida aparece en la mayoría de los rasgos de los vivos que se encuentran por las calles de las ciudades que son las nuevas selvas. Los rostros que nos rodean cargan con esa tristeza y manifiestan ese silencio que se extiende. Ese silencio, a pesar de la Historia, es decir, a causa del mito de la Historia, sigue siendo ignorante de su ferocidad. Las sociedades occidentales están de nuevo en ese estado de terrible madurez. Están en el límite de la carnicería.

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Ocurrirá con la Historia venidera como con la psiquiatría de comienzos del siglo XX, un saber ya extinto que diferenciaba con precisión la guerra que lo incineraría. A medida que lo real haya dado paso al delirio y sus inútiles razones, cada vez más el futuro, de manera cruel, melancólica, tomará la apariencia del pasado. El pasado retrocederá hasta pasar revista a sus más viejas fundaciones y soñará con explorar el lenguaje disimulado, masculino y secreto que suponía que lo ornamentaba. Michelstaedter decía que las palabras, como las obras, eran ornamentos de la oscuridad. Se mató.

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El pasaje sobre las fieras y las grietas del pan propone un enigma que es todavía más difícil de interpretar de lo que he indicado. El icono no es un arma fácil en la boca de los hombres. “El pan, al cocerse por partes, se abre y esas fisuras se producen en contra del arte del panadero. Los higos muy maduros que se entreabren se asemejan al estallido de la aceituna podrida. La frente de los leones, la cabeza de los viejos, la espuma que sale del hocico de los jabalíes, están lejos de ser hermosas y sin embargo tienen un atractivo (psychagogei).” Este texto es muy extraño. Como si recordara al cazador necrófago que rastrea a los animales, siguiendo el rastro de las huellas y los vestigios, espiando el bulto de las presas muertas. La cercanía de la muerte crea la sensación de apetito y de belleza. Hay una contemplación que atraviesa el lenguaje y que la misma naturaleza suministra con su silencio en su punto extremo de maduración, de putrefacción, es decir, de carroña. La belleza, dice Marcus, separa lo intempestivo de lo oportuno. En la cabeza del viejo, así como en la fisura del higo muy maduro, como en la grieta del pan, como en las fauces bien abiertas de las fieras, los jabalíes, los leones, la muerte es oportuna, tentadora.

*Fragmentos del libro Retórica especulativa, de reciente aparición (ed. El Cuenco de Plata).