Plaza Irlanda 07 Feb 2014

Breves monstruos de la imaginación, renovados

ADN | La Nación | Martín Lojo

Desde los comienzos de la literatura vernácula, los relatos ocuparon un lugar central que se consolidaría, en la centuria pasada, con figuras de la talla de Borges, Cortázar o Bioy Casares. Hoy esa tradición encuentra nuevos autores que apuestan por la originalidad para revitalizar un género en crisis, que se redefine de manera permanente.

 

El asombro es la marca de nacimiento del cuento argentino. Entre las posibilidades ilimitadas de la ciencia, que parecía poder descubrirlo todo, y el ocultismo que resguardaba el secreto, la entrada en el siglo XX se pobló de seres fantásticos y de hechos extraordinarios. Los autómatas de "Horacio Kalibang", de Eduardo Holmberg; la medicina lindera con la ensoñación en "Fantasía nocturna", de Martín García Mérou, de allí al mono parlante de Leopoldo Lugones en "Yzur" a los vampiros huidos del celuloide que soñó Horacio Quiroga. Sobre esa colección de prodigios se fundó la tradición más sólida de la narrativa argentina, que construyeron Borges, Bioy Casares, Cortázar, Manuel Mujica Lainez o Silvina Ocampo.

Aun un relato político como "El matadero", de Esteban Echeverría, debió romper el verosímil realista para lograr su efecto. Sólo al morir de manera anómala el unitario que lo protagoniza escapa de la humillación de sus verdugos y presume su pureza de clase, para que el lector comprenda en qué consiste la diferencia ideológica. Frente a la paciente novela que elabora mundos y destinos completos, el cuento clásico, en su brevedad, sólo cuenta con la fulguración iluminadora de un instante. Ya sea la resolución de un crimen, la aparición del fantasma o la trama social que condiciona las vidas individuales, el relato clásico ofrece la fuerza de un momento en el que lo cotidiano se revela como extraordinario y muestra su sentido oculto. En "Algunos aspectos del cuento" (1962) Cortázar comparaba la condensación explosiva del relato con la fotografía:

El fotógrafo o el cuentista se ven precisados de escoger y limitar una imagen o un acaecimiento que sean significativos, que no solamente valgan por sí mismos sino que sean capaces de actuar en el espectador o en el lector como una especie de apertura, de fermento que proyecta la inteligencia y la sensibilidad hacia algo que va mucho más allá de la anécdota visual o literaria contenidas en la foto o en el cuento […] al punto que un vulgar episodio doméstico […] se convierta en el resumen implacable de una cierta condición humana, o en el símbolo quemante de un orden social o histórico.

En sus "Tesis sobre el cuento", Ricardo Piglia reconoce la forma de esa iluminación profana en una estructura doble. Todo cuento clásico narra dos historias, una lineal expresa y una implícita y de temporalidad aleatoria, sembrada en los detalles, que sólo surge al final o, en el caso del cuento moderno, permanece oculta pero justifica el relato. Con cierta malicia resume los cuentos de Borges: la historia explícita corresponde a un género, el policial, la "ficción científica" o las narraciones de orilleros; la historia implícita es siempre la misma: "La condensación de la vida de un hombre en una escena o acto único que define su destino".

La narrativa argentina de los últimos diez años parece haber puesto en crisis esta forma que dominó el siglo XX. Si bien hay autores, incluso muy jóvenes, que retoman con variantes esa estructura, las nuevas estéticas del cuento abandonan la búsqueda del sentido revelador. Muerto el humanismo, entre la infinidad de discursos administrados desde las redes de comunicación que dominan el siglo XXI, la única universalidad a la que puede aspirar un relato es la del cliché. El asombro se encuentra en caminos más oblicuos.

La divisoria de aguas fue trazada por una serie de escritores de la segunda mitad del siglo XX, de quienes en tiempos recientes se editaron sus cuentos completos o grandes colecciones de relatos, dando forma a lo que podría leerse como un canon ampliado del cuento argentino. Del lado de las formas clásicas pueden contarse los cuentos de Abelardo Castillo (Cuentos completos, Alfaguara, 2012), maestro a su vez de muchos jóvenes narradores, y en cuya obra la tradición argentina se revitaliza con lo mejor de la cuentística estadounidense y las huellas del existencialismo. Apareció también Cuentos completos (Alfaguara, 2013) de Héctor Tizón, el autor jujeño fallecido en 2012, el narrador argentino que más conexiones sostuvo con la literatura latinoamericana del llamado boom. Un caso más complejo representan los relatos escritos por Rodolfo Walsh entre 1950 y 1968 (Cuentos completos, Ediciones de la Flor, 2013). De sus muy convencionales historias policiales a los últimos "cuentos de irlandeses" se puede ver una transformación fundamental, en la que las tramas fragmentarias narran un conflicto cuyo sentido sólo puede comprenderse cabalmente tomando una posición política frente a lo que se lee. Un caso intermedio es el de los cuentos de Fogwill (Cuentos completos, Alfaguara, 2009). Aunque muchos de ellos se ciñen a estructuras clásicas, otros construyen en la escritura una atmósfera que prescinde de cualquier golpe de efecto, como su famoso "Muchacha punk" o el sugestivo "Camino, campo, lo que sucede, gente". Del modelo clásico a la disgregación formal, el libro suma "media docena de autores muy distintos que tiene un solo nombre marca: Fogwill", como lo describe en el prólogo Elvio Gandolfo, uno de los más fieles practicantes del género, al que aborda también con gran amplitud, del fantástico al terror o el absurdo (Ferrocarriles argentinos, Cada vez más cerca). Pura lengua son ya los cuentos de Hebe Uhart (Relatos reunidos, Alfaguara, 2010), observadora privilegiada que sondea las anécdotas más triviales en busca de un giro del habla que vale más que una trama elaborada. El realismo delirante de Alberto Laiseca también es una referencia esencial para la narrativa del presente. Cuentos completos (Simurg, 2011) muestra cómo en su narrativa todo puede suceder, y de hecho sucede. Pero quizá su mayor legado es el desparpajo con el que maneja los materiales de su escritura: ninguna jerarquía que separe géneros, obras de arte refinadas de productos cinematográficos de la más gozosa clase Z, el Amadís de Gaula junto a Las minas del Rey Salomón. En sus relatos toda cultura es popular. En el otro extremo, la obra de Juan José Saer (1937-2005) sigue representando uno de los principales quiebres de la literatura argentina. No es allí una estructura narrativa lo que se fractura sino la posibilidad misma de aprehender la realidad. Aunque lo central de su obra está en sus novelas, su Cuentos completos (Seix Barral, 2001) muestra también un momento de pasaje y maduración de su proyecto, en el que "La mayor" funciona como una suerte de "arte poética". Parodia trágica de la anécdota proustiana, el sabor de la madalena embebida en té que desata el recuerdo involuntario y, con él, el relato de toda una vida, Saer ofrece en cambio un desierto de sentido. Nada hay más allá de la percepción y el pensamiento inmediatos, el recuerdo no es más que un error que no toca ninguna realidad. Continuar la vieja tradición o asumir estas líneas de ruptura son los caminos que disputa la nueva narrativa argentina.

En los últimos diez años el trabajo del cuentista no fue fácil. La edición de libros de relatos perdía terreno ante la preferencia editorial por la novela. Las antologías se convirtieron en la puerta de entrada a la publicación para muchos escritores nacidos a partir de la década de 1970. Con criterios generacionales, como La joven guardia (Norma, 2005) o Una terraza propia (Norma, 2006); o temáticos y a pedido, como En celo (Mondadori, 2007) e In fraganti (Mondadori, 2008), las colecciones dieron a conocer nuevas voces, aunque muchas veces se perdiesen en un magma indiferenciado bajo la sospecha de "juventud". Poco a poco, quienes sobrevivieron a ese primer intento, elaboraron estéticas personales en las que se dirime la encrucijada mencionada.

Samanta Schweblin (Buenos Aires, 1978) es quien con más decisión se abocó a la caza del cuento redondo, cerrado y efectivo. Así lo demuestra su primer libro, El núcleo del disturbio (2001), en el que aún exploraba diversos estilos que se definieron con mejor precisión en el segundo, Pájaros en la boca (Emecé, 2012). Notable exploración del género fantástico, sus cuentos recorren gradualmente todas las posibilidades de aparición de lo sobrenatural en lo cotidiano, desde lo maravilloso puro, al borde del realismo mágico, hasta la mera sugestión de que "algo" amenazante ocurre: en "Mariposas", el padre que espera a una niña en la puerta del jardín de infantes se entretiene cazando una mariposa para enseñársela, pero su torpeza hace que el insecto se quiebre en las manos, pierda sus colores y muera; al abrirse la puerta de la escuela, los padres esperan infructuosamente la salida de sus hijos cuando los sorprende la gran bandada de mariposas en que se han convertido. En el otro extremo, "Bajo tierra" construye un enigma sin resolución. En un viaje por la ruta un hombre se detiene en un bar y escucha el relato de un viejo parroquiano: campo adentro, los hijos de los mineros descubren un montículo de tierra y comienzan, por curiosidad, a cavar. Pronto forman un pozo profundo que absorbe todo su interés. Pasados los días los chicos desaparecen; en el lugar del pozo hay un nuevo montículo. Los mineros cavan en busca de sus hijos, pero nada hay bajo el cúmulo de tierra. También Guillermo Martínez, en Una felicidad repulsiva (Planeta, 2013), se propone renovar lo mejor de la tradición cuentística argentina. Lo siniestro que surge inesperadamente es la clave en el relato que da título al libro, donde el protagonista se obsesiona con una familia perfecta, descollante en el tenis e inmune al paso del tiempo; un relato que recuerda las singulares formas del fantástico y las notas de humor social de los cuentos de Adolfo Bioy Casares.

Siempre es difícil hablar de realismo a secas cuando se trata de Gustavo Nielsen, pero si en sus novelas el desborde hiperbólico de la violencia define el tono, en sus relatos breves la rareza, su marca principal, se alcanza con notas más sutiles. Un caso es el brillante relato "El café de los micros", de su libro La fe ciega (La Compañía de los Libros, 2011). Un padre viaja con su hijo pequeño en un Valiant por rutas secundarias rumbo a Necochea. La dureza del padre con el infante crece a lo largo del relato como la tensión en la escritura, hasta que una confrontación en el camino lleva al hijo a enfrentarse solo a un grupo de agresores violentos y, a la vez, a vivir un momento esencial de maduración. De cerca nadie es normal, parece decir Nielsen con su estilo de hiperrealismo grotesco. Un efecto más extremo de extrañamiento en cuentos de estructura clásica es el que construyó Oliverio Coelho en su libro Parte doméstico (Emecé, 2009). Relatos asfixiantes sobre personas sometidas sexual y emocionalmente, que apenas logran intuir las normas excéntricas del mundo en que se ven atrapados. Como en "Vigilia", donde un joven contratado por un anciano para acompañar a su mujer ciega pronto descubre que está atrapado en la casa, y que la pareja de paranoicos intenta destruirse mutuamente. Coelho ensaya un modo de salir de la convención por la extrañeza de la atmósfera y la textura de su pluma, que convoca el mundo excéntrico de los uruguayos Felisberto Hernández y Juan Carlos Onetti.

Hernán Ronsino es quien más claramente retoma las pautas marcadas por Saer. La existencia de una "zona" similar a su Chivilcoy natal; la reaparición de personajes en distintos textos y, sobre todo, la disolución del sentido totalizador de una trama liberan el impulso del puro "contar" de la obligación de arribar a un punto determinado. Su libro de relatos Te vomitaré de mi boca (Libris, 2003) es ilustrativo de su búsqueda, en la que confluyen también otras influencias centrales para Ronsino, como puede leerse en los epígrafes de Haroldo Conti y Miguel Briante. El primer relato cuenta la iniciación sexual de Manu, un preadolescente de ese pueblo de provincia, que comienza a relacionarse con Juan Rivera, un viajante que vive en el burdel local y que tramará una perversa forma de ayudar al joven. Escritos en espejo, "Pie sucio" y "Febrero" despliegan la interioridad de una pareja sumida en la rutina matrimonial. Cada relato recoge las sensaciones, estados de ánimo, fantasías y pensamientos de uno de los dos esposos. Aquí sí aparece el influjo saeriano: Ronsino escribe todo lo que puede decirse sobre un momento de la vida de esos personajes, sin que las conclusiones sean posibles o necesarias. Un poco más allá va "Secuelas de un viaje sin partida", un texto en donde ya no hay recuperación de sentido más que el abandonarse al juego verbal vacío de inspiración beckettiana. Como en Te vomitaré de mi boca, una de las características centrales del género en los últimos años es que la unidad de lectura no es el relato individual, sino el libro completo. Los cuentos pueden leerse independientemente pero la lectura se enriquece en una mejor comprensión si se consideran el equilibrio y las resonancias de cada uno en el conjunto.

El cuento liberado de su clásica estrategia se convierte en un puro fluir de intensidades. Una idea narrativa, por banal que sea, se convierte en un impulso de avance que adquiere espesor en la prosa, hace proliferar las acciones o se detiene en los mínimos detalles. Así funciona Frío en Alaska (Eterna Cadencia, 2008), de Matías Capelli. Lekman, el protagonista, narra el modo en el que imagina la vida de su ex pareja, Fernanda, que reside temporalmente en Leeds con la beca de su tesis sobre arte. Los tickets que ella le manda periódicamente para rendir sus gastos son el medio con el que Lekman trata de reconstruir la vida que ya no comparten. La relación con su madre y la familia de su nuevo esposo, una noche pasada en vela, el divagar de las anécdotas en los cuatro relatos va desdibujando lentamente la causalidad hasta que en el cuento final, "Frío en Alaska", que narra un viaje a una salina en el altiplano, la realidad, el recuerdo y el sueño son ya indiscernibles. Las sensaciones reemplazan el entendimiento y se tiene la impresión de que se ha avanzado sin pausa desde una historia convencional hasta un espacio en el que nada se parece a lo que conocemos como real. La misma sensación de extranjería es la que busca Eduardo Muslip. En los tres relatos incluidos en Plaza Irlanda (El Cuenco de Plata, 2005) se cuenta la relación mínima y fugaz que se da entre viajeros en países ajenos. La tensión sexual entre una turista extranjera y su anfitrión argentino, o la confrontación de idiosincrasias entre una estadounidense y la novia argentina de su primo son los breves rasgos que Muslip pone en foco. Pero el tercer cuento, "La vida perdurable", señala una carencia tras esas experiencias mínimas. El viaje en avión de Mendoza a Buenos Aires lleva al protagonista a fantasear sobre posibles accidentes y sobre la catástrofe en general, "una inmensa ciudad destruida, millones de muertos entre barro y escombro". El deseo de verlo todo destruido se revela como una falta: "Me di cuenta de que nunca había estado tan deseoso de trascendencia. O al menos, de inmortalidad. En realidad creo que estaba, sobre todo, deseoso de sobrenaturalidad. ¿Era posible que todo fuera tan simple como que uno dice unas pavadas por ahí y en unos breves instantes, todo acaba?"

¿Cómo sostener el relato si no hay acontecimiento? ¿Cómo encontrar en el vacío de la experiencia un terreno fértil para la imaginación? Martín Rejtman es un experto en narrar lo banal. Con ligereza pop, sus relatos de Velcro y yo (Planeta, 1996) y Literatura y otros cuentos (Interzona, 2005) siguen el nomadismo acelerado de sus personajes en decenas de peripecias que no cambian sus estados de ánimo ni la dirección de la narración. Puro avance contado con gracia, precisión y sin consecuencias. Ese estilo que inspiró el juicio un tanto miope de "literatura noventista" sufre una significativa modificación en su último libro, Tres relatos (Mondadori, 2012). "Este-Oeste" sigue el derrotero de Esteban, un artista incipiente que recorre Estados Unidos relacionándose con diversos personajes. En uno de los muchos episodios, azuzado por el resentimiento, Esteban prende fuego la habitación de la residencia para artistas que lo alojó durante un tiempo. Aunque huye del lugar, no hay ninguna marca en el relato de que ese episodio sea diferente de cualquiera de los otros. Lo mismo sucede en "El diablo". Dos amigas, una del campo y otra de la ciudad, se reencuentran y comienzan una rara convivencia que las lleva, luego de muchas idas y vueltas, a un partido de rugby en un country de Córdoba. Luego del partido, los rugbiers se convierten en una horda salvaje que destruye el lugar, amenaza y hiere a los guardias, quema autos, intenta asaltar la casa donde las amigas se refugian. El efecto es el mismo, no importa qué tan brutal o fuera de lo común pueda ser un acontecimiento, en el avance sin cesar de las acciones no existe la capacidad de procesarlo como algo significativo. Una idea similar aparece en algunos cuentos de Los refugios (Edulp, 2010), de Edgardo Scott. La descripción pormenorizada de un viaje en auto en la ruta apenas se altera porque el conductor se cruce con un accidente en el camino y no se detenga a ayudar. Otro relato detalla la pesquisa de un violador en busca de una víctima con la misma indiferencia del medio tono. En El otro lado (Edhasa, 2009), Jorge Consiglio invierte ese recurso. Sus relatos muestran cómo la vida de hombres comunes puede perder su rumbo, desviarse hacia el camino del crimen o la marginalidad sin ninguna razón aparente. Un barman puede involucrarse a los tiros en una trifulca amorosa por puro aburrimiento; un hombre enfermo parece salvarse de la decadencia al entablar una relación amorosa con una mujer que conoció por casualidad, sólo para derrumbarse definitivamente poco después. La causa, el sentido profundo de la descomposición de una vida se mantienen en la oscuridad, pero en este caso las consecuencias son puestas de relieve con una escritura que transmite la desazón con virtuosismo.

A la vez que estos narradores reflejan la abulia que dejó el final del siglo XX, con su neoliberalismo global, otros aprovecharon la levedad y las libertades ganadas para reinventar la aventura narrativa por otros medios. En ese sentido, los cuentos de Fabián Casas se sitúan en el opuesto exacto de los de Rejtman. El desafío es transformar la experiencia más trivial en un relato majestuoso. No es extraño entonces que buena parte de sus cuentos recurran a la infancia y a la épica del barrio. "Se trata de dos chicos que salen a la vez por las puertas traseras del mismo taxi y que, por miles de motivos, no se vuelven a ver más." Así comienza "El Bosque Pulenta", incluido en su libro Los Lemmings y otros (Santiago Arcos, 2005), dejando claro desde el comienzo que hay allí una historia digna de ser contada. Aunque se ha querido leer populismo en esas anécdotas de peleas infantiles y reivindicación barrial, nada está más lejos de la estrategia de Casas. El narrador de sus relatos, como un Kerouac traicionero de la vida pura, cuenta lo que sus viejos amigos serían incapaces de escribir, y junto a los discos de Led Zeppelin y los recuerdos de Titanes en el Ring siempre aparece la cita a Proust o Shakespeare. Es la literatura la que, a la vez que falsea lo vivido, pone en perspectiva esa modesta autobiografía barrial para salvarla del olvido.

En La hora de los monos (Emecé, 2010), su tercer libro de cuentos, Federico Falco propone aceptar el punto ciego de sentido como el misterio de lo irracional que acecha y seduce. No es casual que buena parte de sus relatos giren en torno a la fascinación que producen los animales o la locura. "Elefantes" narra en su pequeña anécdota el paso de un chico del circo, semisalvaje en su nomadismo, por la escuela de un pueblo. La anécdota es simple pero logra su cometido al generar una máxima inquietud en la escena en la que el niño responde al beso de una compañera con un gesto que excede las normas sociales. "El pedigrí de los canarios" es otro punto alto del libro, en el que un hombre logra recuperar a su mujer atrapada en una demencia que la infantiliza, cuando encuentra el modo de adaptarse a su locura.

76 (Tamarisco, 2007), de Félix Bruzzone, es un caso especial que obliga a reordenar la clave política de esta lucha por el sentido. Bruzzone es hijo de desaparecidos y ha hecho de su historia personal un tema nuclear de su escritura, resuelto de manera sumamente original en su novela Los topos (Mondadori, 2008). 76 es un claro antecedente de su búsqueda por correrse del lugar común del testimonio. En todos los relatos se repiten episodios de una búsqueda poco activa y un tanto soslayada de datos de sus padres, o de la huella que marca su ausencia. En todos se destaca lo infructífero de ese impulso. "2073", el relato que cierra el libro, cambia radicalmente de dirección. Allí no hay búsqueda en el pasado sino "corrección" en el futuro. Se trata de un relato de ciencia ficción "tercermundista" en el que el descendiente de un miembro del ERP remeda el copamiento del Batallón 141 de Comunicaciones de Córdoba, en febrero de 1973, en el que participó su pariente desaparecido. Cien años después, la empresa guerrillera se transforma en una ficción alucinada, que mezcla el mundo virtual con el real en una aventura errática y alucinógena a la Philip Dick. Si la realidad y la historia no ofrecen respuestas suficientemente satisfactorias, parece decir Bruzzone, entonces la imaginación debe ofrecer otras respuestas capaces de cambiar el foco de las preguntas y desafiar lo real. También es un desafío literario, porque replantea qué temas se pueden tratar a través de qué generos y con qué entonación.

Es ésta una de las claves del modo en que los cuentistas del presente resuelven la posibilidad de recrear el asombro, apelando al cruce y la descomposición de los géneros sin ningún límite. El libro El loro que podía adivinar el futuro (Nudista, 2012), segunda colección de relatos de Luciano Lamberti, plantea un recorrido ejemplar en ese sentido. Los cuentos avanzan paulatinamente hacia el fantástico, aceptando las dificultades de encontrar todavía un resquicio de asombro en el presente, y luego sorteándolas. El primer relato, "Perfectos accidentes ridículos", pertenece todavía al terreno de lo cotidiano. Accidentes hogareños, catástrofes de pueblo y vidas arruinadas por el azar. Sólo se vislumbra una rareza cuando el narrador cuenta episodios de clarividencia que atravesó en algún momento de la infancia. En "La vida es buena bajo el mar" los alienígenas invaden la Tierra y se mezclan entre los humanos con su particular don de la ubicuidad, pueden dislocarse y hacer funcionar su mente en diversos lugares al mismo tiempo. Pero no hay portento que supere el poder del capitalismo y pronto esa habilidad los convierte en trabajadores perfectos, incapaces de fatigarse en tareas repetitivas, y su habilidad para transmitir su don a otras personas hace de éste un bien de mercado que se vende como droga a quien desea vivir una experiencia fuera del mundo. Algo similar sucede en el borgeano "Algunas notas sobre el país de los gigantes", un fascinante relato sobre las expediciones arqueológicas que exploraron una dimensión poblada por colosos, y que, agotadas las posibilidades científicas y espantados los seres en cuestión, hicieron de ese espacio fantástico un parque temático más. "La canción que cantábamos todos los días" es ya un cuento de terror efectivo, en el que el ambiente de vida pueblerina se deforma por completo cuando el hermano del protagonista es "reemplazado" por "algo", como en la novela The Body Snatchers, de Jack Finney, llevada al cine, en su versión clásica, por Don Siegel, en 1956. El relato que da título al libro es ya completamente inclasificable. El loro parlante que lo protagoniza es una especie de dios lovecraftiano que domina la mente de sus poseedores. No importa que tan delirante suene el argumento, lo crucial es que Lamberti logra manejar el ritmo con tal pericia que produce verdadero terror. Con su referencia a la América de Kafka, ahí está "La feria integral de Oklahoma" para probar que el costo de alcanzar la maravilla es aceptar también el desarreglo sin remedio de la realidad.

El retrato de la cotidianidad urbana desdibujado por el terror, como en Los peligros de fumar en la cama (Emecé, 2011), de Mariana Enriquez, o el relato social enrarecido por la ciencia ficción, como en Varadero y Habana maravillosa (Tamarisco, 2009), de Hernán Vanoli; los cruces temáticos marcan una tendencia al juego con las convenciones literarias: los géneros se usan por su potencia imaginativa pero, ya sin la necesidad de asumir las formas del cuento clásico, sus convenciones son un recurso más que puede tomarse y abandonarse en cualquier punto. Es un desafío que también debe asumir el lector: si se abandona la urgencia de llegar a buen puerto, se renueva el placer de leer sin poder adivinar lo que va a suceder.

A comienzos del nuevo siglo los cuentos vuelven a ser monstruos de la imaginación, breves muestras de la zona oscura que, intuimos, respira bajo lo real. Como lo demuestran las inquietantes instantáneas del radiactivo "Pripiat", o los deseos de "Las siamesas Benn", del alucinante y decadentista Sueños del hombre elefante (Gárgola, 2012), de Juan José Burzi. En Los padres de Sherezade (Eterna Cadencia, 2008), Daniel Guebel vuelve a aquella fantasía desbocada del siglo XIX. Como cuentas de una joya exótica se amontonan Lenin y la doctrina jesuita, alquimistas, una cirugía plástica para Stendhal, tratamientos para alcanzar la inmortalidad. También una hipótesis sobre el origen de Las mil y una noches: en el siglo XVIII un maronita "inventa" la traducción de un manuscrito árabe para un funcionario de Luis XIV; pero no, el origen es anterior: el libro es la suma de los relatos de los narradores que Alejandro Magno lleva consigo en sus travesías, capturados en cada una de las tierras conquistadas, para que entretengan sus noches o paguen con su vida el aburrimiento. El cuento avanza y retrocede, se corrige, cambia su forma y busca la fascinación. El pacto de lectura, nos cuenta Guebel, siempre es el mismo: "Un hombre que en la oscuridad de los tiempos sueña para que su sueño sea interpretado por otro insomne. Alguien cuenta o hace contar, alguien lee o escucha".

El cuento, en la mirada de cuatro autores

 

Elvio Gandolfo: 

"La forma más libre y variada" 

En mi caso, como lector y como autor, lo considero la forma más libre, variada y profunda de la literatura. (La poesía, en cambio, cuando lo logra, canta, o usa en su mayor pureza el lenguaje.) Incluiría la novela corta, otra forma que he leído y ejercido con pasión y asombro por su alcance. En su forma actual, no se le aplican ya al cuento las fórmulas de Poe, Quiroga o Piglia. Basta enfrentarse a la complejidad extraordinaria de los extensos cuentos de Alice Munro, o de David Foster Wallace, o de Hebe Uhart, o de Ted Chiang. Cuando se lo escribe, es como si la propia forma se hiciera cargo, dictaminando la extensión y el camino por seguir, mientras se va construyendo.

Guillermo Martínez: 

"Un mundo autónomo" 

Lo primero que cuenta para mí al concebir una historia es lo que llamo el momento de torsión, en que el núcleo del relato, como en el giro de un prisma o como en un acto de ilusionismo, se revela de una manera diferente y hasta imprevisible respecto de la puesta en escena inicial. No es necesariamente, como en la teoría de Piglia, una segunda historia que emerge, sino más bien que en el detenimiento que impone la ficción, bajo su lupa de aumento, la historia revela de sí, con sus elementos hasta allí dispuestos, algo inesperado, un segundo orden más íntimo y verdadero. En cuanto a la ejecución, hay algunas elecciones formales que sostuve en el tiempo: el cuento como forma concentrada, como mundo autónomo; la preferencia por la intensidad y la tensión versus la laxitud y la dispersión; el suspenso como inminencia de un segundo mundo que extrema lo real hacia distintos bordes de lo inconcebible.

Jorge Consiglio: 

"Ese estallido de sentido" 

El cuento que más me interesa es el que se plantea a partir del desborde. Este desborde no tiene tanto que ver con la profusión de tramas sino con una enajenación formal disparada por algún ingrediente del texto. La creación de una atmósfera, por ejemplo. O la persecución de un sentido que no se presenta claro pero al que cada pauta del relato alude. Me encantan esos artefactos narrativos que van creciendo como mordiéndose la cola, esos cuentos que apuestan al serpenteo constante y escapan de las formas estereotipadas del artificio. Un caso clásico de esto son los cuentos de Gente que baila, de Norberto Soares, que se acaba de reeditar. En varios de ellos hay un estallido de sentido. Pero no es un estallido pirotécnico, sino al servicio de la trama. Crean un clima de enrarecimiento único.

Federico Falco: 

"La exploración de los bordes" 

Suelo pensar en el cuento como en esos dibujos que forma el alumbrado público de los pueblos serranos, cuando se los sobrevuela desde un avión, en la noche. Sobre la superficie oscura de la tierra aparece una desordenada red de luces. Un entramado que se irradia desde un núcleo destellante –la plaza, la iglesia, la comisaría– sube y baja por colinas que no vemos y se va deshaciendo en lo oscuro, siguiendo una organicidad, la de la vida cotidiana. La vitalidad está en la plaza central. El problema es que las plazas centrales son casi idénticas de municipio en municipio. Sobran los cuentos generados con molde. El riesgo del cuento es anquilosarse. Pero si cambiamos el punto de vista, la nada oscura es la que delimita y las casas más alejadas son los lugares donde la mancha de luz se particulariza. Por eso, más que definirlo, trato, cada vez que me siento a escribir, de volver a preguntarme qué es un cuento. La respuesta está en la exploración de los bordes. ¿Hasta dónde se pueden tensar los límites y que el resultado siga siendo un cuento? Un buen cuento es algo que corre el riesgo, todo el tiempo, de dejar de serlo.