Plaza Irlanda 17 Nov 2005

Mapa donde dibujar una ausencia

Revista Vox | Redacción

 

"Nunca supe qué hacía ella en Plaza Irlanda. Me avisaron del accidente por teléfono. A las tres de la tarde, Helena estaba caminando por Donato Álvarez, justo frente a la plaza Irlanda; un colectivo fuera de control subió a la vereda y la aplastó contra una pared. "

¿Cómo saber cuándo va a morir alguien que amamos? ¿Cómo evitar que irrumpa el azar más siniestro y de pronto hasta el instante más cotidiano de la vida se transforme en absurdo, en pura ausencia? Una melancolía infinita enhebra cada palabra de Plaza Irlanda, la nouvelle central del cuarto libro de Eduardo Muslip. Melancolía sin altisonancias, tristeza sin desesperación y sobre todo estupor: el estupor de un hombre que descubre que su mujer no existe más y con ella todas las cosas y los lugares que conformaban su vida se transforman en misterio.

Quien perdió a su mujer en Plaza Irlanda evoca el pasado y mira el presente con los ojos asombrados de un niño. Sus palabras suenan extrañas, novedosas, imprevisibles, su voz es la del que toca la magia más allá de la muerte pero no se siente mago, la del que recibe el mazazo del azar pero no gime, no reclama, no se queja. Suave, mínima, profunda, musical, la escritura de Plaza Irlanda roza la alquimia de la muerte que transforma a la vida, y la de la vida que se dispersa dulcemente en vidas nuevas, resistiendo sin aspavientos, susurrando como lluvia tupida en una tarde triste de domingo.

Plaza Irlanda es la novela del otro por excelencia, como querría Bajtín: ese otro semejante, el congénere al que están dedicadas, decía el gran ruso, todas las novelas, todos los monumentos, todos los relatos. Ese otro cuya vida terminó y entonces podemos observar, construir como un ser terminado, pleno, y valorarlo con lo bueno y lo malo, reflexionar sobre él y su significación, la marca que dejó en nosotros, en el mundo en el que ya no está. Construirlo terminado y pleno desde afuera, pero internamente abierto por adentro, es el gran desafío de lo que Bajtín llamaba el héroe dialógico, eso que Lukacs había pedido antes para todo héroe de novela. Muslip construye a su Helena desde una serena distancia que le da concreción y plenitud, pero la deja internamente incompleta no tanto por el diálogo o la discusión, no tanto por la contradicción o la psicología, sino por el misterio.

No sabemos qué hacía Helena en Plaza Irlanda pero la pregunta no llegará a ser un enigma que organice la acción. Helena no está construida como un ser extraño, exótico, capaz de tener inmensos secretos, el pequeño misterio es su encanto, ese misterio cotidiano, esa lejanía irrecorrible que separa toda relación humana, soledad esencial que ni el amor más intenso logra superar, salvo por imaginarios instantes.

En sus relatos anteriores y en los tres que siguen en este libro a la nouvelle que le da título, Muslip trabajaba con pequeñas anécdotas, continuando esa línea de extrañamiento frente a lo cotidiano que inaugura Felisberto Hernández, a la que Hebe Uhart dio una entonación tan particular en nuestra literatura. Se podría pensar que los cuentos de Muslip, protagonizados en general por personajes jóvenes o de edad mediana, atrapados en el sinsentido de la Argentina actual, son cuentos del presente. La nouvelle Plaza Irlanda abre en la literatura de Muslip la dimensión de la memoria y del pasado. No se trata de recuperar el instante perdido, no hay un intento de atrapar la dimensión sensorial fugaz; hay poca conexión entre esta novela y los trabajos de Saer en libros como Glosa, o el modelo tan fructífero de Proust. Mas bien se trata de hacer un duelo, del tópico del ubi sunt como pregunta por toda esa energía, todo ese calor vivo que habitó la casa y los objetos, todos los secretos y los misterios que se llevó la infranqueable interioridad del ser amado: ¿A dónde van?

En Plaza Irlanda hay planos, mapas, atlas, dibujos exactos de la ciudad donde vivieron el narrador y la muerta, trazados que se siguen y se estudian, se puntean, como si en esa carcasa, en ese escenario semiótico y vacío se pudiera atrapar alguna verdad sobre la presencia que ya fue. Un ropero lleno de ropa de la ausente que se va a dispersar en ferias americanas, una casa que tuvo sus marcas: recipientes ahora vacíos a los que se interroga. Y tal vez la escritura de Muslip sea otro mapa. Tal vez ese discurso extrañamente puntilloso, asombrado, suavemente empecinado con que el narrador rodea el agujero de la mujer que ama pueda leerse también como mapa con el que puntear un vértice, marcar con una crucecita una anécdota, un gesto de Helena, así como se ha marcado en el plano el punto de cruce de calles donde murió. Y la crucecita (la anécdota, el episodio, el vértice de esquinas) se vuelve una clave dibujada en el devenir de esa vida que ya no es, esperando que tal vez esa escritura, ese punteo, logre explicarla.

Sin embargo la explicación se desliza y no se atrapa, Helena es simple pero misteriosa. Lo inaprensible es en definitiva lo que triunfa en esa escritura. Y la nouvelle finaliza hablando de un más allá de la Tierra, abriéndose a planetas, a un devenir de un universo tan infinito como absurdo, un universo que no cabe en ningún atlas.

En este libro Eduardo Muslip incluye además tres relatos breves donde brillan, como siempre en su literatura, una comprensión extraña de las cosas más usuales y un humor sutil hacia uno mismo y hacia el mundo circundante, un mundo donde sus personajes nunca terminan de encajar, al que sólo nos acostumbramos porque no hay más remedio pero al que Muslip no se acostumbra, y por eso cuenta historias.