Plaza Irlanda 30 Abr 2009

Para una cartografía de la memoria de X

Zona Moebius | Redacción

 

Nos encontramos en trenes y colectivos, y nos vimos por última vez en el subte línea E. Cuando salí del pozo de la estación Entre Ríos, todavía pensaba en las últimas páginas de la novela de Muslip, y me pareció que también estaba saliendo de una trama dócil y a la vez inquietante y me dieron ganas de volver a verla. Pero no era posible, sería inútil volver a un mismo lugar en un momento diferente. Una mínima variación del tiempo hace de un lugar conocido otro lugar.

Es probable que el lector de Plaza Irlanda se sienta y se siente como en un living. Es confortable, aunque tal vez prefiera reacomodarse, la luz es cálida, si bien las figuras no se llegan a percibir en todos sus límites. Podría pensarse que este texto tiene rasgos de lo fantástico, pero no como una batería de fenómenos que irrumpen en la vida cotidiana haciendo saltar por los aires las reglas de la naturaleza, sino como un conjunto de episodios amablemente aceptados, que articulan un progresivo extrañamiento. Por cierto, el cotidiano ejercicio de la vida presenta bordes irregulares que la experiencia puede volver anómalos; aunque la muerte es algo bastante natural y se la aprecie como algo que sencillamente sucede, por muy habitual que resulte (un accidente como muchos) las explicaciones inútiles y las preguntas por la culpa galopan sin cesar sobre el pensamiento y sobre la memoria. Como se aprecia en Plaza Irlanda, pensar y recordar son dos actividades muy distintas y si el pensamiento es inevitable porque es la dirección lógica del lenguaje, el recuerdo, más libre y caprichoso, debe dar lugar a la fantasía, porque como un pensamiento que vuelve y se piensa, es estilizado y moldeable, se refleja y echa luces sobre ciertas zonas. Sin embargo, el protagonista de Plaza Irlanda (desconocemos no sólo su nombre, también hay omisiones que se justifican en silencio, por eso aquí nos referiremos a él como “X”) al momento de preguntarse por su responsabilidad, por las razones o por la injusticia encuentra en su memoria más incertidumbre que certezas. Así, aunque ama los mapas, no dispone de una carta del pasado, un recorrido o una trayectoria que describa con claridad las relaciones entre los lugares y las cosas.

La acción de recordar podría ser ilimitada pero cuando ese ejercicio persigue una finalidad que podríamos llamar terapéutica (la necesidad de salir, de descubrir otras personas o de ir a la peluquería), es siempre por oposición, para que las cosas no sean como fueron. Pero en cada iniciativa X encuentra claves de ese pasado borroso: la memoria espera por un momento de liberación que se anuncia pero que no llega. Vendedores de ropa y de libros usados, pastillas para dormir y conversaciones con un compañero de trabajo son agentes externos para desprenderse un poco de la presencia fantasmal. La narración de esos intentos estructuran sólidamente el relato y permiten que la identidad de X se vuelva tan precisa que las indeterminaciones marginales ya no importan.

Contra lo que sucede mayormente en las nouvelles clásicas, en Plaza Irlanda el punto de giro se articula morosamente, casi como un procedimiento protocolar, en las primeras páginas. Precisamente lo inaudito, lo extravagante que resulta la muerte de Helena (reconstruida por innumerables y obsesivas alusiones) hace que la vacilación se presente con frialdad y apatía. Como cuando se repite algo hasta que pierde su sentido, la cadencia que lleva las palabras de X produce una especie de movimiento elíptico alrededor de una figura de mayor masa, por lo que para el protagonista es imprescindible entender ese ciclo antes de asumir la pérdida. Retener una imagen se vuelve difícil porque memorizar-lo-importante es inútil, supone decisiones demasiado circunstanciales, no se puede perder tiempo en eso.

“A veces ella sospechaba algo extraño en el hecho de que pudiera haberse instalado con tanta facilidad en medio de la vida de otra persona” (15), recuerda X como si esa “otra persona” no fuera él y homologa esta situación con la de alguien que se queda en un café en el que no tiene que pagar por nada ni responder preguntas. Bajo ese aspecto todo se desarrolla luego como el intento de reconstruir rudimentos de una memoria que no estaba lista para ser despojada de un objeto apreciado y desconocido en todo su valor, simplemente no era el momento. Asimismo, la notable capacidad de reflexión de X hace que lo poco que puede precisar de su mujer la presente en contacto con cosas, personas, imágenes, aunque nunca establezca un retrato estable. La Helena –a veces bella, a veces no tanto- que es aplastada por un colectivo desbocado deja al protagonista sin rumbo, como afectado por la inercia. De ahí en más la presencia de los objetos a la espera de su intervención se moverán siempre que otro intervenga sobre ellos, son poco solidarios o directamente lo expulsan.

La ausencia se supera como se sale de un sueño, no hay mérito ni éxito, sino sólo la recuperación de una cierta conciencia, hasta el avistaje de un nuevo centro de gravedad que haga posible los movimientos acostumbrados en un momento diferente, que permita pensar nuevamente.

En los cuentos que acompañan a Plaza Irlanda se plantean también las adaptaciones recíprocas entre sujetos y entre sujetos y objetos. Los intereses compartidos y las necesarias diferencias que regularmente se saldan en favor de las cosas (o que hacen que las personas se vuelvan poco más que cosas), al igual que en Plaza Irlanda, dan lugar a una definición cartográfica. Por ejemplo en “Los pájaros”, el desinterés de la visitante extranjera por su anfitrión disuelve las expectativas protagónicas de éste, relegándolo a testigo de movimientos seguros, precisos y persistentes que se ven desde otro lugar. En ese escenario se adquiere una visión privilegiada de las raras correspondencias entre los fenómenos y la percepción de un observador o de un hablante. Las sensaciones de excitación que despiertan esos momentos componen la clave del relato. La correspondencia del espacio con lo que se pueda predicar de él orienta, a su vez, la narración de “El dibujo en el agua”, donde una presencia, al revés que la Helena de Plaza Irlanda, aporta más irrealidad que una alusión fantasmática. Finalmente, como haciendo confluir las desoladoras e irónicas reflexiones de estos personajes, Muslip presenta en “La vida perdurable” (de este cuento hay una primera versión en la editorial Cencerro, 2004) una espacialización diferente, más íntima y orgánica, que hace que un rostro o un gesto remita a varias personas. Eso descubre la muerte, unifica y universaliza todo lo particular: “Los fotógrafos de prensa a los que les dicen murió tal y tienen que salir corriendo hacia el muerto. Si a mí me disgustaba salir apurado para mi trabajo, no quiero pensar qué se sentiría al tener que salir corriendo al encuentro de un cadáver” (133). El cuerpo también ofrece una representación del tiempo y en definitiva ningún espacio puede cobijar a nadie de esa circunstancia, así como toda muerte o ausencia es una huella material, una idea que se vuelve extraña a la luz de la memoria y del humor.