Herzog por Herzog 03 Oct 2014

Una imaginación afiebrada: entre el ensueño y la pesadilla

ADN | La Nación | Víctor Hugo Ghitta

El realizador alemán deslumbra por la potencia ilusoria de sus imágenes y por la agudeza y sensibilidad con que examina los estados más profundos de la condición humana.

 

Un ilusionista. Capaz de introducir al espectador, a fuerza de imágenes siempre sugerentes, en una poderosa atmósfera de ensoñación. Un paisajista del hondo sentimiento de soledad y desamparo que anida en el corazón de los hombres. Un poeta del cine cuya frondosa imaginación traduce en imágenes cautivantes (y por momentos perturbadoras) los sueños y las pesadillas que asuelan desde el fondo de los tiempos a la condición humana. Un artista lleno de coraje, personalísimo e irrepetible, que está entre los grandes creadores cinematográficos de la segunda mitad del siglo XX.

Todo eso es Werner Herzog, cuya voz irrumpió en la escena europea en los años 60, cuando el cine alemán buscaba tomar distancia de la producción edulcorada y melodramática posterior a la derrota en la Segunda Guerra Mundial y cuyos nombres más rutilantes le dieron una merecida consideración internacional: Wim Wenders, Rainer W. Fassbinder, Volker Schlöndorff y, claro, el propio Herzog.

Un hombre en apariencia exuberante, también. Para muchos un megalómano, aunque al conocerlo salten a la vista su equilibrio y su sensatez, tan alejados de las desmesuras que llevó adelante en los sets. "Ni un loco ni un excéntrico –señala Paul Cronin en el prólogo de Herzog sobre Herzog (El cuenco de plata), el fabuloso volumen que reúne una serie de extensas conversaciones con el creador de Aguirre, la ira de Dios–, sino más bien un hombre modesto, agradable y generoso."

Cronin demoró en convencerlo para que colaborara en la revisión de su carrera. "No hago autoexamen –respondió el director–. Me miro al espejo cuando me afeito para no cortarme, pero no sé de qué color son mis ojos. No quiero colaborar en un libro sobre mí." Afortunadamente para la legión de fanáticos que celebran su cine en el mundo entero –salvo en Alemania, siempre un tanto reacia a aplaudirlo–, pudo más la capacidad de persuasión del entrevistador. 

Pero aunque Cronin se esmere en advertir que los arrestos de megalomanía son una invención que busca alimentar la leyenda, cada vez que alguien pretende señalar las excentricidades del realizador allí está, claro, la imagen de los más de cien indígenas que, agobiados por un calor demencial, empujan montaña arriba el barco de la memorable Fitzcarraldo, aquella historia sobre los sueños delirantes de un magnate del caucho y admirador obseso de Enrico Caruso, dispuesto a mover cielo y tierra para construir un teatro de ópera en el corazón de la selva amazónica. Y está también Aguirre, la ira de Dios –su primer gran éxito internacional, en 1972–, en la que un grupo de aventureros españoles atraviesan ríos y montañas en busca de El Dorado, esa tierra prometida en la que abunda el oro. Herzog retrata esos hechos, que ocurrieron en el siglo XVI, con absoluta libertad, porque ni entonces ni después, cuando se aproxime a otros episodios de la realidad, le importarán las fidelidades históricas, sino más bien el espíritu de esos hechos y lo que ellos dicen acerca de la condición humana.

Las circunstancias en que Herzog llevó a cabo ambos rodajes son tan memorables como sus películas: puso a trabajar al equipo en condiciones extremas de temperatura y debió sortear las dificultades casi insalvables que imponían el río embravecido y la amenaza de los animales; en el caso de Fitzcarraldo, hasta tuvo que someterse a la presencia de grupos militares, consecuencia de una guerra de fronteras entre Perú y Ecuador. Durante esa extenuante filmación, sobrevinieron lluvias torrenciales, accidentes aéreos, arrestos por irregularidades en la documentación, la deserción del elenco original de Jason Robards y Mick Jagger, e inclusive la presencia de un activista francés que distribuyó imágenes de Auschwitz entre los indígenas para demostrarles de lo que eran capaces los alemanes.

Cuando Herzog se reunió con quienes financiaban su film, en medio de un rodaje plagado de sobresaltos –registrados en el documental Carga de sueños, de Les Blank–, ellos quisieron saber si aún tenía fuerza de voluntad para seguir adelante. "Si abandono este proyecto sería un hombre sin sueños", respondió. Nadie comprendía a ciencia cierta qué lo movía a filmar en condiciones tan adversas, con equipos mínimos y sin el respaldo de grandes presupuestos. Él mismo ofreció la respuesta: "No fue el dinero el que empujó ese barco montaña arriba en Fitzcarraldo; fue la fe".

El atleta y el poeta

Herzog nació en Múnich, en 1942. Caminante infatigable, recorrió a pie buena parte de Europa. En esa deriva vio con sus propios ojos los despojos de la Segunda Guerra y las atrocidades del nazismo, del que su familia debió escapar. Uno de sus placeres durante la infancia era adueñarse con sus amigos de los edificios bombardeados en ruinas y jugar entre esos vestigios lacerantes, que aún así alimentaban su imaginación. Los viajes a pie despertaron su curiosidad sobre el mundo y su espíritu de aventuras. Ese vagabundeo le enseñó a afrontar desafíos físicos y lo puso en contacto con la naturaleza y sus hostilidades. Dormía a menudo en lugares inhóspitos. "Las ratas me habían mordisqueado las axilas y los codos", recordó sobre una de esas residencias.

La guerra dejó huellas en su obra, aunque el poeta las haya disimulado con su derroche de fantasía. Pero no dudó en reconocer que sus films buscaban revivir la cultura alemana, desgarrada por el cataclismo de la guerra "Mis personajes son rebeldes desesperados y solitarios –aceptó alguna vez–. Saben que su lucha está abocada al fracaso. Pero siguen tensos y heridos, cada vez más solos, hasta la locura."

El paisaje y la fuerza de sus criaturas han sido siempre los pilares del cine de Herzog, mucho más que las formas y el lenguaje, cuyas luces jamás lo deslumbraron. Él mismo se ha encargado de precisar que el cine está antes ligado a la kermés y el circo que a las academias, y puso en duda la utilidad de las escuelas de cine, a su juicio interesadas en formar técnicos y no en promover lo que a su entender es indispensable a la hora de filmar: personas de mentes agitadas, individuos con espíritu y una llama ardiendo en su interior.

Filmar es para Herzog un procedimiento atlético antes que estético. En sus agotadoras travesías durante el rodaje, no ahorra energías: trepa montañas, navega río abajo sobre una balsa precaria, atraviesa el desierto envuelto en tormentas de arena que filtran la cámara hasta destruirla y bajo un calor abrasador que derrite la emulsión de los rollos de película. En el set de filmación suele acompañar al camarógrafo tomándolo desde atrás por la cintura y moviéndose con él y la cámara en una extraña danza.

Ese compromiso físico y esa inmediatez suelen darles a sus imágenes una presencia palpable y un inusitado vigor expresivo. Por momentos, el espectador siente que con sólo extender su mano puede tocar esa porción de la naturaleza sobre la que el director ha posado su cámara: la ladera de una montaña, un espejo de agua, las reverberaciones del sol. A menudo esas imágenes vienen envueltas en una niebla, una bruma que, gracias a la cualidad poética del realizador, les confiere un aura de misterio y la consistencia evanescente y por eso encantadora de un espejismo.

La naturaleza (el desierto, la montaña, los volcanes y, sobre todo, la selva) ejerció en él una rara fascinación. La naturaleza como traducción de los paisajes de la mente y los estados convulsionados del alma, a los que Herzog se aproxima sin urgencias, demorándose cuanto haga falta en detalles hondamente significativos y ofreciéndole al espectador tiempo suficiente para que se deje envolver por la atmósfera insinuante de sus historias y comprenda el espíritu casi siempre atormentado de sus personajes.

Los personajes, claro. Las memorables criaturas encarnadas por Klaus Kinski en primerísimo lugar, producto de una sociedad creativa tan fructífera como tempestuosa. Ahí están como prueba de la química entre el realizador y su actor fetiche las alucinadas interpretaciones de Kinski en Fitzcarraldo, Aguirre, Woyzeck y Nosferatu, todos ellos personajes imposibles de imaginar sin la endiablada máscara de Kinski y su proverbial intensidad interpretativa. Y allí está, también, el documental con el que Herzog quiso dar testimonio de los desencuentros de esa relación, Mi enemigo íntimo, en el que revela que, durante una de las filmaciones en pleno Amazonas, el jefe de una tribu le preguntó si quería que matasen a Kinski.

Quizá contribuyó a que ambos sobrevivieran a esa experiencia límite la sensibilidad del realizador en el trato con sus actores, tan palpable en el caso de intérpretes no profesionales que traslucen una extraña intensidad emocional y que sirven para que Herzog ofrezca su singular visión acerca del aislamiento y la soledad. "La soledad es lo más sobrecogedor: todo está envuelto por un halo de silencio", ha dicho.

Dos de esas criaturas de ficción son particularmente memorables. La primera es Bruno S., protagonista de El enigma de Kaspar Hauser y La balada de Bruno S. (conocida también como Stroszek, nombre de uno de los personajes de su primer largometraje: Señales de vida). El enigma de Kaspar Hauser cuenta la historia de un joven que desde su nacimiento vivió enclaustrado en una mazmorra sin contacto alguno con el mundo exterior. Herzog retrata el encuentro de los pobladores con ese hombre en estado de inocencia. Ni un loco ni un fenómeno de circo, aunque la chusma lo observe con perplejidad primero y luego con ánimo de burla y escarnio, sino más bien un espejo en el que pueden descubrirse las hipocresías y las miserias de una sociedad enferma y perversa, en los bordes mismos de la locura. La otra criatura es Fini Straubinger, protagonista del documental El país del silencio y la oscuridad, una mujer sorda y ciega.

La locura como territorio, porque todos sus personajes –los que pertenecen a la ficción, pero también los que animan sus documentales– son criaturas solitarias que, tras luchar ciegamente contra las hostilidades del mundo o contras sus propios demonios interiores, a menudo terminan empantanándose en la demencia: sucede con los pequeños agitadores que emprenden una rebelión en un correccional en También los enanos empezaron pequeños; con el soldado alemán humillado por sus superiores en Woyzeck; con el forzudo judío polaco que vaticina el Holocausto en Invencible; con el falso profeta que conduce a un estado de trance a un grupo de trabajadores en Corazón de cristal. En este último film, Herzog eligió hipnotizar a una parte del elenco porque confiaba en que en ese estado neblinoso traduciría con mayor veracidad el espíritu de sus personajes. Esa galería está encabezada por Nosferatu, claro, su monumental recreación del célebre vampiro de Murnau, con la que Herzog dejó una huella profunda en el cine de vampiros y en el gótico, y a la que Kinski prestó su máscara extraviada y demencial.

El árbol genealógico

Los grandes desafíos individuales y la obstinación con que el hombre, en carne viva en su vulnerabilidad, se enfrenta a los retos de la naturaleza están también presentes en su muy admirada obra documental. Su último aporte a ese género fue La cueva de los sueños olvidados, en el que examina con agudeza de espeleólogo y sensibilidad de poeta las visicitudes de un equipo de científicos en las cuevas de Chauvet, al sur de Francia.

Su cine ha sido examinado con fruición y acaso con capricho. En Herzog sobre Herzog, harto de las etiquetas, brinda una lista muy completa de los artistas que ejercieron alguna influencia en su obra: en la literatura, Conrad y Hemingway (sus primeros 49 cuentos); Bach, Monteverdi, Roland de Lassus, Pierre Abelard y su amado Gesualdo, entre los compositores; Murnau, Griffith, Pudovkin, Buñuel y Kurosawa, entre sus colegas de oficio.

En cuanto a sus vínculos con el romanticismo, los descarta por completo. "Suelen vincularme con el romanticismo germánico, como si entre esa cultura y mis películas hubiera un nexo espiritual –señaló alguna vez–. Sin embargo, si alguna conexión siento yo con la cultura alemana es con manifestaciones previas al romanticismo. La poesía barroca, por ejemplo. Y formas mucho más antiguas. Admiro enormemente las sagas nórdicas, la poesía milenaria de los vedas, la épica islandesa. Me siento mucho más afín a todo eso que al romanticismo."