Herzog por Herzog 04 Dic 2016

El sueñero

Radar | Página 12 | Fernando Krapp

Una vez más, Werner Herzog saca de su cantera mágica tres películas en un mismo año. Mientras se espera por su largo de ficción Salt and Peace, recientemente proyectada en Toronto, se puede ver en Netflix –con producción de la misma plataforma– su visión sobre los volcanes y las montañas sagradas en Into the Inferno. Y también se estrenará en salas otro documental atípico para el director que desafió los límites de la naturaleza salvaje: Lo and Behold: Reveries of the Connected World, un ensayo audiovisual sobre el futuro, Internet y la posibilidad de mandar mails a otros planetas.

 

Paso los días soñando despierto”, le dijo Werner Herzog a Paul Cronin en las famosas entrevistas que la editorial El Cuenco del Plata tradujo hace unos años. “Cada mañana, al despertar siento una especie de déficit. ¡Otra vez! ¿Por qué no soñé? Me siento como esa gente que no come o no duerme lo suficiente y siempre tiene hambre o está cansada, y esa puede ser una de las razones por las cuales hago películas. Tal vez quiera crear en la pantalla imágenes que están obviamente ausentes de mi cabeza por las noches.”

Herzog se ha pasado la vida buscando esas imágenes. Y para encontrarlas dio la vuelta al mundo una innumerable cantidad de veces, como un sonámbulo. A pie por todo Estados Unidos, o desde Munich a París; pasó un barco por una montaña; buscó indígenas fascinados con hormigas verdes en el desierto rojo de Australia; hizo arrastrar a un borracho por una laguna congelada en Rusia; filmó a una sordociega para tratar de conocer el país del silencio y la oscuridad; viajó colgado de un helicóptero en el Cerro Torre. Herzog, a sus 79 años, es uno de los directores más activos del mundo y al mismo tiempo quien mejor demostró una gran capacidad de adaptarse a las nuevas tecnologías y los nuevos formatos (¡hasta hizo un 

En los últimos años, su trabajo como documentalista fue obteniendo prestigio a nivel mundial y mayor notoriedad. Del mismo modo que su fama como promotor del oficio, creador de slogans (“para hacer cine solo se necesita un teléfono, una máquina de escribir y un auto”) y entusiasta de las nuevas generaciones lo han convertido en una especie de gurú pedagogo, un maestro de la autoayuda para cineastas. Suele dar clases que, por otra parte, poco tienen que ver con los rudimentos básicos de la enseñanza académica cinematográfica: en lugar de llevar a un montajista, Herzog interroga a un amaestrador de leones. No le interesa explicar cómo hacer sonido directo, prefiere interrogarse por el arte de la magia con un hechicero. Herzog propuso esa modalidad académica desde un sitio de Internet porque, en el fondo, no importa en qué lugar del mundo te encuentres, dice Werner, lo importante es no perder la fe en la vocación.

Fe e Internet: dos temas que podrían no tener nada que ver entre sí, y son los motivos de dos películas nuevas del director de Los enanos también nacieron pequeños. Fe en las montañas sagradas y en la lógica de las comunidades que viven cerca de los volcanes en erupción, o países enteros que veneran el aliento de lava de una montaña: Into the Inferno. Internet: una suerte de viaje onírico-bíblico a los confines de la programación y los nuevos modos de relaciones sociales que la red impone en el mundo en Lo and Behold: Reveries of the Connected World. Y hay una tercera película que aún no se ha estrenado en Argentina, una ficción filmada en el salar de Uyuni, Bolivia, con un casting más o menos reconocido con Gael García Bernal a la cabeza, que también tiene un volcán en actividad en el centro de la trama. Salt and Fire narra la historia de un ecologista en guerra contra unos CEOS de una empresa explotadora quien se ve obligado a juntar fuerzas humanas ante las amenazas de un volcán pronto a explotar. Su fetiche sagrado por los picos nevados y el fuego que sale del centro de la Tierra le sigue dando resultados estéticos.

Aunque, una vez más, los que veneran a Herzog no lo hacen por su habilidad para narrar hechos o acontecimientos, desarrollar personajes con profundidad dramática o dar puntos de giro imprevisibles, sino por su capacidad de observar, de suspender la mirada y deformar la realidad hasta convertirla en el sueño más poderoso y al mismo tiempo más obtuso de todos: el sueño de hacer cine.

Siete círculos

Se suele decir que Herzog lleva al límite la experiencia de hacer cine, aunque poco se menciona sobre su método productivo, que es aún más riesgoso y desaforado: nada más alejado del mundo Herzog que Netflix. Y, sin embargo, los ejecutivos de la nueva plataforma de contenidos streaming pusieron plata para que el director devenido alpinista de la región de Baviera diera la vuelta al mundo con el vulcanógrafo británico Clive Oppenheimer analizando volcanes en actividad.

El primer encuentro entre Herzog y Clive Oppenheimer se dio cuando estaba filmando Encounters at the End of the World en el año 2007. El realizador ha llegado a un momento en su vida en el que puede citarse y volver a usar material de sus películas en películas nuevas. La película perseguía el rastro de un grupo de biológos y vulcanógrafos obsesionados por el volcán Monte Erebus en la Antártida. Herzog se quedó encantando con los modos británicos de Oppenheimer y tiempo después le propuso la co-dirección de un documental que persiguiera su especialidad.

Si bien la película tiene algo de un host que dirige los encuadres cómodamente desde un costado y explica un tema en profundidad con voluntad didáctica (claro esfuerzo de proponerse el desafío de hacer una película “televisiva”), Herzog siempre se las arregla para mandar solapado su punto de vista. En una estructura errática y emparchada, con planos y situaciones disímiles suturadas por las frases picantes y referenciales en su clásico inglés con acento germánico, Into the Inferno se hace una pregunta que se había planteado hace muchos años: ¿por qué la gente vive cerca de un volcán que en cualquier momento puede explotar y llevarse todo puesto? ¿Qué devoción suicida hace que la gente se organice socialmente a los pies de una montaña sagrada? “Siempre me interesó la gente que vive a la sombra de los volcanes; sus sistemas de creencias, sus demonios, sus nuevos dioses, sus miedos, su forma de vida”, dijo recientemente en una de las innumerables entrevistas radiofónicas que dio por el mundo.

Esa pregunta lo llevó al Caribe en 1977: cuando se anunció que el volcán Saint Vincent estaba pronto a explotar y muchos habitantes de los pueblos al pie de la montaña habían decidido quedarse y aceptar, estoicos, firmes y chiflados, el destino de lava, Herzog convenció entonces a un equipo muy chico de un proyecto anterior, y con algo de plata propia, viajó a contrapelo de los turistas refugiados para filmar la falsa calma de un pueblo próximo a ser arrasado por la furia del volcán. Allí se encontró con un viejo que, sentado debajo de un árbol, con un pasto en la boca, se negaba a abandonar su lugar de origen. La Soufriere, Waiting for the Disaster también aparece citado en Into the Inferno, mediometraje que, en cierto modo, fiel a sus obsesiones, persiste en preguntarse no por la Naturaleza sino por la obstinación de los humanos en relación a su propia naturaleza.

Lo más interesante de Into the Inferno no son las imágenes de las comunidades aborígenes en Malasia, ni los buscadores de huesos humanos en África que gracias a la ceniza volcánica salieron a la superficie, sino que el viejo Werner logró algo que muy pocos hacen: entrar a Corea del Norte y filmar la relación de un país completo con el cráter del monte Paektu. Muy pocos occidentales tuvieron semejante privilegio: “Nos entendimos a un nivel profundo (con los norcoreanos) por su pedido de la reunificación. Ellos sabían que yo había viajado por mi país, Alemania, en los tiempos de la división. Pasé mucho tiempo siguiendo la línea de los límites, en las montañas, para arriba y para abajo; pensaba acerca de todo aquello que la política había abandonado”.

El sueño de los héroes

Herzog es un apasionado de su extenso repertorio de anécdotas. Podemos leer las mismas historias en cada entrevista que da, en sus libros de conversaciones, sus declaraciones o incluso los diarios de rodaje. Es uno de los pocos casos en donde la repetición no proporciona una diferencia: siempre dice lo mismo, con el mismo significado sin variaciones, de un modo bíblico, litúrgico. Y gracias a todas esas declaraciones sabemos que Herzog habló por teléfono por primera vez a los 17 años y que nunca hubo nada más alejado de su vida que la tecnología moderna.

Por eso, una película que conecte Internet con Werner Herzog puede ser una genialidad o un error garrafal. Lo and Behold, sin embargo, no es ni una cosa ni la otra; es una rareza dentro de su extensa y polifacética filmografía. Se acerca un poco a la campaña que organizó para prevenir el uso de celulares en los autos mientras se maneja. Una película institucional, con cabezas parlantes, científicos entusiastas, locos lindos, eruditos que hablan del origen de Internet de modo religioso, con una estructura secuencial similar a Fata Morgana.

La comparación entre Lo and Behold con su experimento-lisérgico en el desierto del Sahara (en uno de los rodajes más peligrosos que enfrentó en su vida) tiene mucho que ver: si en Fata Morgana perseguía la creación de imágenes deformadas por la naturaleza mediante espejismos, su ensayo audiovisual sobre Internet y las nuevas posibilidades tecnológicas son una continuación de las mismas obsesiones. ¿Se sueña Internet a sí mismo? Es similar a: ¿son los espejismos los sueños de la naturaleza? La duda de Herzog sobre el sueño de Internet no es tan errada: hace unos años un estudio revelaba que todas las conexiones virtuales a lo largo del mundo daban un mapa parecido a una radiografía del cerebro.

Lo and Behold está producida por Magnolia (otra rareza en su canibalismo productivo), y está más cerca al cine de Errol Morris, interrogatrón de por medio; una hipótesis disparatada cableada a distintas derivaciones. Borgeano en su premisa, enciclopédico limado, como si buscara ramificaciones de su tema hasta el infinito, Herzog indaga en las consecuencias (morales, inmorales, creativas, destructivas, etc., etc.) de Internet : entusiastas de la red, adictos al juego, una familia que considera a Internet como el Anticristo, comunidades organizadas alrededor de una antena parabólica que filtra las radiaciones de los celulares, astrónomos que usan Internet para mandar señales a la galaxia, hindúes expertos en robótica que pretenden monitorear a un robot jugador de fútbol con la esperanza de que juegue mejor que Messi. Y la más extraña: un científico millonario que quiere llegar a Marte con la ayuda de la web.

Werner Herzog es un documentalista con mirada marciana, y su obsesión por el planeta rojo es algo que suele entusiasmar a los periodistas que lo entrevistan. Hace poco aseguró que si se mandaba una tripulación a Marte con un pasaje de ida para que registrara qué hay en el cuarto planeta del Sistema Solar, él se anotaría primero. Su cine es lo más cercano a la ciencia ficción que estuvo, un género que paradójicamente toma a la realidad como bandera. Pero la enseñanza del director de Aguirre, la ira de Dios es inversa: es famoso su panfleto anti cinema verité, grupo a quienes consideraba como burócratas de la realidad. Herzog nos enseñó que no importa qué tema se toque, si los volcanes, el salar de Uyuni o Internet: importa cómo se lo aguijonea, cómo se lo lee o, más extraño aún, cómo se puede soñarlo mientras se está despierto y mirando; es la única manera de mantenerse clínicamente cuerdo en un mundo que se vuelve cada día más desquiciado.