Los desarzonados 12 Ago 2013

Petrarca, viajero eterno

Revista Ñ | Pascal Quignard

Una selección de su nuevo libro, "Los desarzonados".

 

A comienzos de 1305, la madre de Petrarca, que cabalgaba una yegua comprada en la costa marroquí, cruzó el Arno por un vado. El caballo se asustó. El sirviente que llevaba en brazos al niño en pañales fue desarzonado. El caballo se salvó nadando, llegó a la orilla, salió, resopló, pero el sirviente y el niño resultaron hundidos por los remolinos de la corriente. Ya nadie los veía. Nada subía a la superficie del río salvo remolinos y burbujas de aire que explotaban. Unos marineros que estaban en un bote de pesca se arrojaron. Se sumergieron en el Arno. Los aferraron en la sombra oscura donde rodaban, los alzaron, los llevaron a la orilla y los acostaron en la dulce tierra tibia del barro. Fue así que durante toda su vida el más grande y más asombroso letrado del Renacimiento vivió como un Ulises náufrago. Ulises buscando Itaca por todas partes. Eneas náufrago en la arena de Cartago. Un exiliado, un errante que tenía que elevar su vida al rango de un viaje. Peregrinus ubique. Viajero en todas partes. Petrarca, cuando de nuevo resultó desarzonado en Bolsena, gravemente herido en la pierna izquierda hasta el punto de perder su uso, se hizo llevar en carro a Roma. Una vez sentado en un sillón con brazos en su habitación, una vez recostado, empezó su correspondencia con Boccaccio, que se hallaba en Florencia. Nunca se recuperó; rengueó siempre; escribió siempre; escribió y rengueó. Cabalgó, desapareció en el agua oscura, escribió y rengueó. Toda su vida, invariablemente, repitió que hubiese querido vivir en la repúbica de Nápoles, en la espléndida bahía donde colindaban el paraíso y el infierno, a la sombra de lo Antiguo, a la sombra del volcán de dos bocas. Nápoles era la Itaca de ese Ulises que vagaba a caballo por Europa y que pasó lo esencial de su vida en Francia, en una casita sobre el flanco de una colina, caminando entre pequeños jacintos de madera flexible y azul. Sade a quinientos años de distancia, a pocos kilómetros de allí, pensó lo mismo que su antecesor Petrarca. Escribió: Hubiese deseado vivir en la bahía más hermosa y por mucho la más criminal del mundo, en la compañía afectuosa de los volcanes.

De: “Petrarca”, en “Los Desarzonados” (Cuenco de Plata).