Las sombras errantes 11 Jul 2014

Un libro omnívoro

ADN Cultura | La Nación | Débora Vázquez

En Las sombras errantes, primer volumen de un proyecto de largo aliento, Pascal Quignard hace coincidir sin conflicto apuntes autobiográficos, reflexiones, leyendas y cuentos

 

Contra la moda perezosa de la novela corta, Pascal Quignard (Verneuil-sur-Avre, 1948) sigue empecinado en embarcarse en proyectos fragmentarios de largo aliento. En la década del 1980 fueron los ocho tomos de los Petits traités y desde hace ya doce años, son los volúmenes de Último reino , un plan literario -y de vida- sin miras de extinguirse. En Las sombras errantes , el primero de esta serie, que El Cuenco de Plata publicará completa en castellano, coinciden apuntes autobiográficos, especulaciones filosóficas, pesquisas históricas, leyendas y cuentos atiborrados de nombres propios: Lao-tsé, Clovis, Zenchiku, las hermanas Brontë, Michelet, Wittgenstein, Plutarco, Luis XIV, Julio César, Mallarmé. Una visión laica del mundo en la que los pensamientos conviven libres y desordenados. Se trata, según Quignard, de "un libro verdaderamente omnívoro, que no deja nada de lado y recoge todo aquello que ha caído".

Quignard mezcla para ver qué sucede y, como en los actos fallidos, sucede lo inesperado. Las sombras errantes son los sueños, la posibilidad de soñar lo que falta o se ha perdido, el terror, lo sórdido, las latencias sexuales, la vida intrauterina, el instinto de supervivencia, y constituyen una realidad paralela que preexiste, escolta y determina al hombre: "Somos los rastros de una anterioridad invisible". Y esa anterioridad teñida de lo oscuro, lo opaco y a veces lo negro es considerada por Quignard parte de lo bello. Un ideal, este último, muy en sintonía con la estética japonesa finamente decodificada por Tanizaki en Elogio de la sombra .

Al igual que Albucius, ignoto orador latino del siglo I a. de C. y el protagonista de una de sus novelas, Quignard busca "pensamientos que tiemblen", y para dar con ellos elige quedarse callado. De todas las formas de la conversación, prefiere la de la lectura porque es la única que se puede interrumpir de plano y en cualquier momento. El hombre que le interesa al autor de El odio a la música no es el animal parlante que define el diccionario. El lenguaje que hablamos es aquello a lo que le escapa y no lo que busca transmitir en sus escritos. Esta actitud jansenista frente a la retórica, este rechazo de la lengua de corte, es una de las tantas características que hacen de él un single , como amigablemente lo apodaba Philippe Sollers cuando eran compañeros de oficina en Gallimard.

Más radical que Sollers en la apreciación de su persona, el autor de Los desarzonados se define como un "antisocial profundo", porque entiende que únicamente estando solo se puede pensar algo verdaderamente nuevo.Tanto es así que, para que su espíritu no corra el riesgo de volverse domesticable, prefiere prescindir de todo dios. Este costado individualista y desconfiado de Quignard es coherente con su aversión hacia la vigilancia y la opresión que para él representa el modelo capitalista norteamericano. Los blancos de ataque del autor de La barca silenciosa pueden ser bastante amplios y abstractos, como al advertir o maldecir del siguiente modo: "Nadie salta por encima de su sombra. Nadie salta por encima de su origen. Nadie salta por encima de la vulva de su madre". Aunque también sabe ser estricto, como cuando critica a los padres puritanos que desembarcaron en la bahía de Massachusetts por su falta de libertad de conciencia; o, más acá, la impronta mercantil de la Feria del Libro de Fráncfort: "Vasta feria donde sólo los cheques son leídos. Es la fiesta de los intermediarios. Mientras los animales chillan en el matadero, los criadores cuentan monedas de sangre. Somos el sector primario? Somos las vacas".

Por su idéntica y pretenciosa voluntad de ponerse de relieve a sí mismo y de hacer tabula rasa con todo lo anterior, el arte moderno y el vandalismo son para Quignard una misma cosa y algo de lo que prefiere mantenerse alejado. Para él la renovación solo puede darse haciendo pie en lo antiguo. Por eso vuelve a bucear en las etimologías, por eso regresa al latín -un volcán, según él, jamás apagado- para pensar el verbo desde el principio. Y así darse el gusto de confrontar el original con su traducción y ver qué secreto se revela o permanece oculto entre esos minúsculos abismos que separan un idioma de otro.

Cuando alguien aborda un libro de este narrador francés no sabe bien hacia dónde va, pero lo que es probable es que salga perturbado. Quignard, como un místico, asume el riego de soñar despierto. Y hay algo narcisista en ese trance, en esa insaciable carrera interior contra la ignorancia, porque su lector ideal parecería ser siempre él mismo. Sin embargo, en esa seriedad con que asume la búsqueda del propio grial, en ese compromiso honesto con el saber, empuja también al lector a ese peregrinar ríspido a través de un susurro que muchas veces puede resultar despótico y otras tantas parecerse a una melodía.

De niño, cuando tocaba el órgano en casamientos y entierros, Quignard aprendió que la música acompaña los momentos fuertes de la vida y es natural que no reniegue de ella en sus escritos. Las sombras errantes es un título que toma prestado de una partitura para clavecín compuesta por François Couperin en el siglo XVII. Pero la música de Quignard va más allá de esta anécdota y se adivina en la entonación la respiración de la frase, el ritmo audible de la prosa. Una prosa sin más adornos que la sonoridad de ciertos nombres propios y el latín, ese idioma tan próximo al silbido de los pájaros, como alguna vez supo sugerir Chrétien de Troyes.