Santos y eruditos 02 Abr 2017

Los santos inocentes

Radar libros | Página 12 | Guillermo Saccomanno

En 1987, el ensayista y crítico británico Terry Eagleton dio a conocer Santos y eruditos, su única novela hasta el momento, que ahora se publica en Argentina. De modo muy libre e imaginativo, recreó el encuentro entre el filósofo Ludwig Wittgenstein y Nikolai Bajtin, el hermano mayor de Mijail el lingüista, durante una temporada pasada en una cabaña en la costa de Irlanda. Pícaros, revolucionarios, ascetas y eruditos desfilan por estas páginas que combinan los pliegues clásicos de la novelas de ideas con una vitalidad digna de destacar.

 

1 Aforístico, hermético aún para iniciados ya que se trata en buena medida de un cuestionamiento radical de la fenomenología del lenguaje, el Tractatus Logico-philosophicus (1922) es una de las obras mayores de la filosofía del siglo pasado. Ludwig Wittgenstein, ascético en escritura y existencia, lo escribió con poco más de veinticinco años mientras estaba enrolado voluntariamente durante la Primera Guerra Mundial. Racional en su ensayo, místico en su Diario filosófico, anotaba: “Pensar el sentido de la vida es orar”. Prisionero de los italianos en Montecasino, llegó a sus manos La vida de Jesús de Tolstoi. La impresión que le causó el escrito religioso del autor de Guerra y Paz fue decisiva. A tener en cuenta, la literatura rusa no le era nueva. De chico, en la mansión familiar, el Palacio Wittgenstein, se aislaba de las visitas ilustres (Schomberg, Mähler, Klimt, Freud, Casals) y se encerraba a leer Dostoievski  (su hermana lo llamaba Aliosha en alusión al héroe idealista de Los Hermanos Karamazov”) Tolstoi, el evangelizador, además de Kierkegaard y San Agustín,  lo inducirían sino a una conversión, a un quiebre en su filosofía, Bajo, frágil, judío, homosexual, el soldado Wittgenstein había llevado en su mochila sus cuadernos resguardándolos como podía de las balas y el barro. La pretensión del Tractatus no era tan distinta de la planteada por Marx: la filosofía es pura retórica banal, perro que intenta morderse la cola, a menos que uno la conciba herramienta para cambiar la historia.

“El mundo es la totalidad de los hechos, no de las cosas”, aseveraba en una de las primeras proposiciones del tratado que, una vez concluido, habría de enviar a Bertrand Russell, a quien juzgó, con desesperación, el único lector que podría captar su propósito. Russell no sólo impulsó la edición. También lo prologó. Y Wittgenstein, sintiéndose incomprendido, repudió el texto. “El sentimiento del mundo como todo limitado es lo místico”, decía una de sus proposiciones finales. 

2 Hijo de obreros inmigrantes irlandeses, Terry Eagleton (1943) nació en Statford. En su infancia fue monaguillo y portero de un convento, experiencia que registró en su autobiografía El portero, su primera incursión narrativa. En la universidad, ha consignado, sufrió el elitismo del ambiente. Pronto se rebeló. Fue discípulo del crítico marxista Raymond Williams. A partir de esta influencia, su actividad ensayística deparó una importante producción de libros sobre literatura, estética, ideología, arremetiendo siempre, desde una perspectiva marxista, contra la posmodernidad y la lisonja del establishment. Su definición de la literatura puede sonar reduccionista: un uso especial del lenguaje. Pero no se le escapa que en la misma se plantea una lucha ideológica de los discursos en el  uso. “Lo que está en juego no sólo es el significado sino quién habla y bajo qué condiciones”, dice Eagleton. Desde esta perspectiva fue público hace unos años su embate contra la islamofobia de Martin Amis, niño bien de la literatura británica que inspira, más acá, los suspiros de siliconadas en sus veranos en Punta del Este. Como Eagleton no es sólo teórico sino convencido militante (lo fue de la izquierda católica), su cruce con Amis adquirió la categoría de escándalo. Amis acusó a Eagleton de ser un “relicto ideológico”. Sin retroceder, Eagleton sostuvo que su contrincante empleaba la jerga de “un matón del partido nacionalista británico”. Si un rasgo caracteriza los ensayos de Eagleton es la amenidad y un humor filoso. Su constante apelación a un lenguaje claro prueba que  al ser directo no carece de profundidad. En este punto, su arremetida contra los popes del estructuralismo y el post-estructuralismo, a quienes ha criticado por su idiolecto oclusivo, signo de un afán oscurantista digno de guardianes del poder que pretenden mantener la cultura y las ideas en un ámbito restringido. Eagleton ha escrito ensayos, casi tratados, sobre ideología, materialismo y estética. Incisivo, en sus intereses sabe abarcar una diversidad que va desde Espinosa, Tomás de Aquino, Walter Benjamin, Paul de Man, Jacques Derrida y Fredric Jameson. Una de sus consignas es: “Hasta que no protestemos contra lo inevitable no sabremos qué tan inevitable es lo inevitable”. 

3 Las proposiciones del Tractatus, según su autor, denominadas “bild” en alemán debían ser entendidas como figuras o bien como imágenes. Pero, de acuerdo a otras versiones, también pueden entenderse como “retratos”. Entrando ahora en tema, la novela Santos y Eruditos (1987, en notable traducción de Teresa Arijón), la única que Eagleton escribió hasta la fecha, es de “retratos”. Sus héroes pueden encarnar, en un modo Wittgenstein, proposiciones ficcionales en movimiento. Si se la lee, además de como contrapunto discursivo de sus personajes, la yunta de filósofos protagónicos es por lo menos un desafío para quien no está habituado a lo que en trazo grueso se denomina una “novela de ideas” (como si toda novela no lo fuera). Es que la etiqueta puede pegarle si se tienen en cuenta sus actores principales. Eagleton aclara de entrada: “Esta novela no es pura fantasía. Nikolai Bajtin, hermano mayor del más célebre crítico ruso Mijail Bajtin, era amigo cercano de Ludwig Wittgenstein, el más destacado filósofo de lengua inglesa del siglo XX. Wittgenstein vivió un tiempo en una cabaña de la costa oeste de Irlanda, aunque en una fecha posterior a la surgida aquí. La mayor parte del resto es invención”. Como Wittgenstein, Nikolai Bajtin, es académico. Lo suyo, la literatura clásica. De formación nietzcheana y comunista, es hermano mayor del pensador literario Mijail Bajtin, el especialista en Dostoievski, Rabelais y también Marx. Como si dedicarse a estos dos personajes no le fuera suficiente, (y no perdamos de vista que estamos ante una novela de un notable ensayista), para montar un debate sagaz acerca de la revolución, suma al insurgente socialista irlandés James Connolly, admirado y leído por Lenin, líder de los primeros alzamientos contra la corona británica. Eagleton suma y sigue. Y entonces suma a su ficción al inesperado Leopold Bloom, desencantado y abatido, recién corneado por su mujer Molly que huyó con un futuro poeta llamado Esteban. Qué hace Bloom acá, puede preguntarse uno. Es que Eagleton precisaba un “hombre común” como el antihéroe joyceano para sacarle jugo al contrapunto ideológico en escena.

No se puede eludir en esta lectura todo el dominio de Wittgenstein que Eagleton posee y que diseminará en su ficción. Si bien por momentos merodea el didactismo, Eagleton esquiva el  peligro mediante la parodia. Nada casual, unos años después, en 1993, que fuera uno de los guionistas del film Wittgenstein de Derek Jarman, más una distanciada representación teatral brechtiana que un film, y, que conste, Brecht es otro de los artefactos literarios de Eagleton. Aunque Eagleton tiene en claro que en su Tractatus Wittgenstein revelaba una nostalgia por los jeroglíficos, lo que enciende su entusiasmo es la forma en que, al poner el acento narrativo en el contexto en que se enuncia una proposición, sitúa la filosofía en el terreno de lo cotidiano. A un alumno que se inclinaba hacia la crítica literaria supo desalentarlo de plano. Lo mandó a la calle. Es que la significación de la vida tiene un carácter trascendental. Y si se la quiere encontrar hay que salir de los claustros. Cómo podía ser que profesores y estudiantes se perdieran las novelas policiales y los westerns, donde encontraba más filosofía que en los elucubraciones de los pizarrones. Tal vez la pregunta central del ya citado Tractatus consiste en si no hay un abismo entre las palabras y las cosas. Si se quiere nombrar hay que hablar claramente, insistía. 

Si Wittgenstein es capaz de rechazar la herencia inmensa de la familia convencido de que un filósofo, si lo es en serio, no precisa lujo, con la misma convicción que rechaza una vida de rico, también, tajante, años más tarde, será capaz de volverse contra su Tractatus consagrado. Provoca en sus seguidores la idea de que hay dos Wittgenstein, el último contra el primero, el consagrado contra su propia consagración y el rechazo pertinente a su etiquetamiento como un lógico del establishment. En 1935 viajó a Rusia y simpatizó con el socialismo. Tuvo el propósito de quedarse, pero no prosperó. Sin perder la perspicacia, en una carta a un amigo le escribió: “Si algo podría destruir mis simpatías por el régimen ruso es el crecimiento de las diferencias de clase”. A través de su vínculo con el economista napolitano Piero Straffa, amigo y defensor del encarcelado Gramsci pudo conocer sus ideas con respecto a la filosofía: “Hay que destruir el prejuicio de que la filosofía es un asunto de unos pocos especialistas o de profesionales rumiadores de frases. Hay que demostrar que todos los hombres son filósofos”. En la búsqueda de una austeridad supina se haría maestro en el norte campesino de Alemania, se confinaría en Noruega, y sería capaz, más tarde, de emplearse en Gran Bretaña como jardinero y de servir como enfermero bajo los bombardeos del nazismo. 

Sylvia Iparraguirre, tal vez la primera introductora del pensamiento y la obra de su hermano menor, el célebre semiólogo Mijail, en nuestro país, rescata la amistad entre Wittgenstein y Nikolai en su novela El muchacho de los senos de goma. Ellos se conocen en Cambridge. También procedente de una familia de nobles, pero en declive, Nikolai viene de Francia, y antes, de vagar por el Mediterráneo, se alista en la Legión Extranjera luego de una noche de borrachera en Constantinopla. En la Primera Guerra había luchado en las filas del Zar. Huyó a tiempo de los bolcheviques, algo que Mijail no hizo y, por tanto, le costó exilio interno bajo el estalinismo y años largos de penuria. Nikolai, en tanto, se doctoraba en Cambridge sobre el origen del mito del centauro en Tesalia. “Wittgenstein y Nikolai pensaban que el sustrato más profundo y arcaico de la psiquis”, cuenta Iparraguirre, “se sostenía en el lenguaje”. Los pone en contacto George Thompson, un profesor marxista de literatura clásica. Ambos pasan por una etapa tolstoiana y fantasean mudarse a un barrio obrero. La biografía de Nikolai, apunta Eagleton, no carece de ribetes tragicómicos. Exuberante, un eslavo hiperbólico, Nikolai “era un personaje de ficción, y lo único que tenía de real era que lo sabía”.

5 La trama urdida por Eagleton empieza con la descripción minuciosa de los preparativos rituales del fusilamiento de Connolly, pero se interrumpe (literalmente) antes que los proyectiles alcancen su cuerpo. Tras el corte, pasamos a Bertrand Russell, un snob venerable de Cambridge, dedicado al clarete, sobresaltado en la noche del campus por “un hombrecito enjuto con el cuello de la camisa abierto y unos pantalones grises holgados llenos de remiendo mirándolo con expresión de furia”. Tal la presentación del joven discípulo Wittgenstein que prefiere ser chofer de taxi antes que un especialista del college. Ha tocado fondo, le confiesa al maestro: “Lo único que puedo hacer ahora es esconderme en algún agujero para no contagiar a los jóvenes. Quiero encontrar una comunidad de gente simple  que no sepa nada de la máquina, que sea inmune  al virus de las ideas”. En su horizonte inmediato, Irlanda: “tierra de santos y eruditos, de mártires y de locos”. Y hacia Irlanda parten Wittgenstein y Nikolai, que es su antítetesis pero también su complemento, los dos aristócratas desclasados, a lomo de burro. Pronto habrán de encontrarse en una taberna que tiene más de tapera que de pub y una serie de borrachos ocurrentes. Así como Wittgenstein representa la esencia del austríaco avinagrado y Nikolai al ruso excesivo, ellos, los locales, expresarán una irlandismo que los pierde en las brumas de stout y whisky. La comunidad a la que van a dar no es, ni de lejos, la que Wittgenstein idealizaba ni los simples son tan simples. Allí llega un Connolly fugitivo, derrotado, que arrastra no sólo heridas de metralla sino del alma: su temple se ha resentido, su proyecto revolucionario está en el borde del fracaso. Ahora en la cabaña donde paran los dos académicos renegados se discute acerca de la revolución, la lucha armada, sus avances, tropiezos, los riesgos inevitables, la agudización de las contradicciones sociales aun cuando perezcan infinidad de víctimas con tal de lograr las condiciones necesarias para un alzamiento popular que conquistará la liberación del imperio y el socialismo. Eagleton no ahorra la data historicista y muestra dotes de caricaturista piadoso, recurre al sketch y la chicana. Pero su piedad es la lucidez triste del dolor de los derrotados. Con las endechas incendiarias de Connolly, más bien desflecadas, los argumentos racionales de Wittgenstein y los aportes de Nikolai, Eagleton consigue imperdibles momentos de reflexión sobre Alemania, Austria, Rusia, Gran Bretaña e Irlanda en un período donde el mundo se podía imaginar más justo. Socarrón siempre, evoca  las tragedias colectivas y personales. En definitiva, lo que dice: nadie puede huir de la historia ni de su historia del mismo modo que el lenguaje no puede escapar de la conflictividad de la lucha de clases. 

6 La novela, entre sus encantos, presenta la elaboración de las discusiones de aquel entonces, los ecos de la Revolución Rusa, su involución hacia el estalinismo y la proyección de sus consecuencias en la actualidad. Demasiado discurso, se dirá. Sin embargo es en la toma de posiciones y sus choques donde se afinca la empatía que Eagleton despierta. En las polémicas libradas entre los intelectuales y el revolucionario se ponen en juego no sólo las programáticas de la vía al socialismo. Es decir, una vez más, la clásica tensión entre el fin y los medios.

7 Si la extensión de estas anotaciones puede tener una justificación, esta reside en tender las conexiones de una obra que plantea, de hecho, situaciones de lectura distintas a dos lectores diferentes, el vernáculo y el de lengua inglesa. Dentro de este segundo marco, habría qué convenir qué distinto puede resultar su efecto en un  lector británico y, en contraste, en uno irlandés. También será otra, pero no menos fascinante,  la lectura de quien no tiene idea de los problemas de la filosofía de lenguaje enunciados por Wittgenstein y los dilemas de una reactualización del marxismo en tiempos donde el capitalismo pareciera, por momentos, haber licuado la palabra ideología. En vez de entenderse como reparos, estas situaciones de lectura se resignifican si se acepta esta novela como escenificación de discusiones extraliterarias que perduran abiertas y tienen que ver, para un lector local, con los padecimientos y dramas de la situación colonial, particularmente en un país que se encuentra, en el presente concreto, devastado por el neoliberalismo mientras las fuerzas populares recuperan como pueden sus fuerzas para ganar las calles, ese territorio donde siempre se produjeron cambios sociales, trátese de Dublin o Buenos Aires.