Santos y eruditos 27 Abr 2017
Revista Otra parte | Demián Paredes
Entre las decenas de títulos del teórico e historiador de la literatura británico Terry Eagleton (que abarcan temas literarios, estéticos, culturales, religiosos y políticos) hay una sola novela. Aparecida en su idioma original en 1987, en ella la gigantesca capacidad intelectual y creativa del profesor, ensayista y polemista se vuelca (por una vez) en el campo de la ficción; y con el buen humor del que Eagleton suele hacer gala en todos sus trabajos.
Porque si hay algo que se destaca línea tras línea, página tras página ―en medio de referencias históricas rigurosas, de precisión intelectual y de una amplísima biblioteca―, es el humor: tanto sardónico como irónico, picaresco como sencillamente ingenioso. Santos y eruditos nos lleva en su primer capítulo a la celda del revolucionario irlandés James Connolly el 12 de mayo de 1916, día en que será fusilado. La “ingeniería”, las metodologías y la ingente cantidad de recursos punitivos del Estado contra el individuo (en este caso, nueve hombres, entre sacerdotes, policías y autoridades varias) sorprenden y apabullan, al mismo tiempo que el tono de la narración invita a la risa o la sonrisa (amarga).
Pero Eagleton detiene las balas que se dirigen al pecho de Connolly, lo arranca “del aburrido continuum de la historia” —recordemos su predilección por las tesis benjaminianas y su libro Walter Benjamin o hacia una crítica revolucionaria― y nos retrotrae algunos años a la caldera bullente de la Europa que ya se abismaba, poco a poco, en la Primera Guerra Mundial, y a las cuitas intelectuales de Ludwig Wittgenstein con Bertrand Russell en la universidad. Y a cómo el primero, acompañado por Nikolai Bajtín (hermano mayor del conocido crítico ruso), se decide a marcharse de Inglaterra para refugiarse en una cabaña en Irlanda (“tierra de santos y de eruditos, de mártires y de locos”), donde ambos se cruzarán (y más que eso) con Connolly y con otro personaje: un publicista que acaba de ser abandonado por su mujer… cuyo nombre no conviene revelar. De este modo, personajes históricos reales, y otros no tanto, terminan (auto)exiliados ―y discutiendo imparable, frenéticamente— en una isla de la ficción.
En un capítulo se comenta el paso de un rústico personaje irlandés por un convento (lo que remite a las propias experiencias religiosas de Eagleton, relatadas en sus memorias de El portero); los debates teóricos y filosóficos de alto nivel conviven con irrupciones de la paradoja y el retruécano (la discusión entre Wittgenstein y Bajtín son la hilarante médula de la novela); y el discurso político, la polémica y las peleas vienen acompañados de frases y sentencias del marxista Benjamin; la revolución y la represión, las clases sociales y el Estado, el pensar, el hablar, ¡el vivir! (comer y beber), todo esto, polarizado al “extremo”, en los tan disparatados como inteligentes discursos de sus personajes. Así, el caos de la guerra y el drama histórico conviven con la “comedia (intelectual) de enredos”. Santos y eruditos es un modelo de gracia e inteligencia lanzado en pos de la (re)creación cultural.