Santos y eruditos 21 May 2017

Reseña: Santos y eruditos, de Terry Eagleton

Ideas | La Nación | Matías Capelli

Un trío de personajes inolvidables

 

Una novela escrita por un teórico de la talla del inglés Terry Eagleton (Lancashire, 1943) genera la misma dosis de curiosidad como de sospecha. Curiosidad por ver cómo una inteligencia como la del autor de La función de la críticaLa estética como ideología y Marxismo y crítica literaria, entre otros libros relevantes de las últimas décadas, ha lidiado con el género novela, y sospecha porque a menudo este tipo de incursiones resultan fallidas, indigeribles. Pero no es el caso de Santos y eruditos.

Publicada originalmente en 1987 y recientemente traducida al castellano, la única novela de Eagleton, un texto que según George Steiner "desborda diversión y tristeza en estado puro", está protagonizada por un trío de personajes históricos que adquieren en la página espesor literario: los filósofos Ludwig Wittgenstein y Nikolai Bajtín (hermano mayor de Mijaíl), por un lado, y James Connolly, líder socialista irlandés, tercer vértice de este triángulo irregular.

La novela empieza una mañana de mayo de 1916. El ejército inglés está por fusilar a Connolly, apresado luego de encabezar en las calles de Dublín el Alzamiento de Pascua contra las tropas inglesas. El modo en que Eagleton narra los preparativos del fusilamiento, su descripción del procedimiento y de los funcionarios involucrados, prende de un chispazo el entusiasmo de la lectura, y es un proceso de combustión que logra mantenerse encendido a lo largo de las ciento ochenta páginas siguientes.

Con las balas volando hacia el pecho de Connolly, Eagleton echa mano a un clásico recurso novelístico: expandir y manipular, jugar con la plasticidad del tiempo narrativo; en esos pocos segundos antes de que Connolly caiga muerto, aprovecha para contar una historia. Una historia que, aclara en la nota introductoria, es ficticia aunque los personajes no lo sean.

Wittgenstein y Bajtín viven en Cambridge, donde dan clases. Ambos terminaron recalando en Inglaterra; ambos son productos de dos dinastías, la rusa y la austríaca, "a punto de desmoronarse, vástagos de clases dominantes cuya hora había llegado. Rusia se reprimía por falta de cultura; la Viena de Wittgenstein agonizaba sofocada por su exceso. En Rusia, el espíritu crecía obcecado y delirante a base de magras raciones carcelarias; en Viena se marchitaba bajo el resplandeciente detrito de siglos". El contraste que Eagleton delinea entre ambos -el austríaco, atormentado y abstemio; el ruso, bebedor incansable y de espíritu dionisíaco- le permite dar forma a una dupla literaria, un monje y un bufón, cuya dinámica funciona como espina dorsal del relato.

Una noche, sumido en una crisis depresiva, Wittgenstein decide que lo mejor es abandonar el claustro académico y recluirse una temporada en una cabaña en la costa oeste de Irlanda, acompañado por el mayor de los Bajtín. La sorpresiva irrupción de Connolly, que viene malherido, escapando del ejército inglés, desembocará en la escena crucial de la novela, un diálogo a tres voces sobre teoría y praxis de la acción política, sobre la naturaleza del Estado, las identidades nacionales y los alcances de la revolución.

Si bien en esta escena Eagleton se revela como un buen tiempista y dialoguista (no en vano es también autor de varias obras de teatro), la potencia de Santos y eruditos no reside en los momentos de esgrima verbal en que los personajes se baten a duelo intelectual. Tampoco en su retrato de Wittgenstein (en otra de sus facetas, Eagleton escribió el guión de la biopic de Derek Jarman estrenada en 1993), ya que no logra plasmar los matices, la complejidad, los fiordos mentales del autor del Tractactus.

Por el contrario, cuando el narrador da rienda suelta a su propia voz, en las descripciones de la vida en Viena y en Moscú, en el relato de la insurrección irlandesa y de la vida bajo el dominio inglés, así como en la mencionada escena del fusilamiento, lleva a que la curiosidad y la sospecha inicial muten hacia la lamentación porque, a treinta años de su publicación, Santos y eruditos parece haber sido un affaire aislado de juventud.