India Song / La música 31 Ago 2005

La letanía de los diálogos

La Nación | Fernando López

 

La obra de Marguerite Duras (1914-1996) describe un recorrido que demuestra tanto su diversidad como su esencial unidad; la alientan las mismas emociones, emociones profundas que han ido siendo objeto de una lenta exploración interior y que un día salen a la luz en textos que hablan del tiempo, del amor, de los dolores del amor, de la cólera, del olvido y la memoria, pero también de la imposibilidad de comunicarse con los otros, de la soledad y el hastío, de la búsqueda de la propia identidad. Temas intemporales que ella aborda una y otra vez buscando nuevos modos de exploración y nuevas vías para concretarlos: Duras publicó su primera novela en 1943, estrenó su primera pieza teatral en 1955 y cuatro años más tarde hizo su primera contribución directa al cine -el guión de Hiroshima mon amour, film de Alain Resnais-; posteriormente, también dirigiría.

 Frecuentemente, sus trabajos -textos concisos, cargados de elipsis y de silencios, que suelen dislocarse hasta el enigma y que fueron volviéndose cada vez más líricos y complejos- pasaron del manuscrito a la letra impresa y de allí a la escena o a la pantalla. Es el caso de India Song y La música, reunidos en esta cuidada edición. La primera, ("texto, teatro, film" según palabras de la autora) nació a pedido de Peter Hall, director del National Theatre de Londres, dos años antes de que ella emprendiera la realización de la película, que sorprendió a la crítica en el Festival de Cannes de 1975 y permanece como una de sus piezas fílmicas más destacadas y desafiantes: es una historia de amor que voces sin rostro intentan reconstruir. "Una historia de amor -en palabras de Duras- inmovilizada en la culminación de la pasión" y en torno a ella otra "historia de horror -hambruna y lepra mezcladas con la humedad pestilente del monzón- también inmovilizada en un paroxismo cotidiano."

Escritora de lo indecible, Duras toma personajes de su novela El vicecónsul y los sitúa en nuevas zonas narrativas, de modo que -como ella misma aclara- India Song no puede ser tomada como una adaptación. Son voces exteriores al relato las que conducen a esas zonas nuevas, voces que hablan entre ellas de una historia de amor que conocieron pero de la que cada una guarda recuerdos incompletos. También intervendrán los personajes, pero sus diálogos, en el film, se oirían en off, la imagen divorciada de la banda sonora.

 La protagonista, ya muerta, era la esposa del embajador francés y con su historia -o más exactamente con la reconstrucción de su historia, que se abre con una fiesta en la embajada- se entremezcla la de la perdición de un hombre, el misterioso vicecónsul francés en Lahore que cayó en desgracia y fue enviado a Calcuta. En ningún momento se está en el presente de la acción: toda la información llega indirectamente, fragmentada, percibida a través de los velos de la memoria, fundida en la musical letanía de los diálogos, muchas veces triviales. Más que una tragedia sin acción, parece, como apuntó Dionys Mascolo, la celebración de un misterio.

 

Las elaboraciones de Marguerite Duras tienen por momentos la consistencia de los sueños. Son imágenes evanescentes que fluyen en la niebla, que no terminan de recortarse; las voces anónimas dialogan, se superponen o se funden en otras voces: todas juntas reconstruyen la misma historia: el amor, la pérdida, el olvido, lo que el corazón y la mente rescatan de la última, borrosa, definitiva sombra. El ritmo de la prosa, embriagador, seductor, concede a la lectura un encanto musical, casi hipnótico.

Se ha escrito que la grandeza de Duras está en su retórica sublime, en su empleo de la hipérbole, de la elipsis, del fuori campo. Y esto también se aprecia en La música, que surgió de un pedido de la televisión inglesa, dio origen después a una pieza teatral y más tarde, al film, el primero que dirigió Duras, en 1966 (en espinosa colaboración con Paul Seban). Los personajes, una pareja que se encuentra por última vez para dar por concluidos los trámites de divorcio, están obligados a representar un tiempo que únicamente existe en la memoria y el lenguaje. Otra vez, el tiempo y la pérdida; otra vez la recreación del pasado; la reconstrucción, en presencia de la muerte, dolorosa e imposible.

Duras aspiraba a que sus actores no fueran intérpretes sino recitadores. Pedía de ellos un estado de disponibilidad que les permitiera dejarse llevar por el ritmo de la obra que estaban ejecutando. Quizá fuera esa disponibilidad lo que esperara del espectador/lector y no el empeño por descifrar sus arduos textos como si fueran acertijos.