Carta sobre los ciegos para uso de los que ven 29 Dic 2006

La tiniebla en los siglos de las luces

Brecha | Jorge Albistur

Con este volumen se inaugura una atractiva colección de textos filosóficos traducidos, anotados y prologados, en este caso por Silvio Mattoni,y que promete rescatar obras secundarias de autores principales.

 

 

La Carta sobre los ciegos, incomparablemente menos recordada que El sobrino de Rameau, los Salones o La paradoja del comediante, valieron a Diderot una prisión de tres meses. Allí aprendió a defender sus ideas, en adelante, con una prudencia y una sagacidad parecidas a las reservas de Voltaire: una vigilancia aun de sus pasiones. La Carta apareció en 1749 y fue la primera publicación individual de Diderot, cuyo genio se esparció difusamente en las páginas de la Enciclopedia. La censura encontró en la obra argumentos muy fuertes a favor del ateísmo.
Escrita cuando se conocían las primeras cirugías de cataratas y empeñada en explorar las experiencias de ciegos totales y de otros que, de pronto, veían por primera vez, la Carta profundiza en una cuestión por entonces polémica: la destitución de las verdades –a priori el idealismo de Berkeley– y la absoluta dependencia del conocimiento con respecto a los sentidos. En el estudio de las delicadas operaciones que están entre la sensación y el juicio –señala Mattoni– radicaba el futuro mismo de la Ilustración. Pero en otro aspecto todavía planteaba Diderot asuntos peligrosamente heterodoxos: adelantándose a la idea de evolución –y sin concepto claro de ella– y acertando ya en cuanto a la selección natural, estimaba que el mundo y las criaturas son una revelación del caos y no de un orden que pruebe la existencia de Dios. La Carta se extiende sobre los monstruos y considera al ciego como uno de ellos, al fin. ¿Qué le hicimos a Dios, usted y yo, uno para tener ese rgano, el otro para ser privado de él?, dice el ciego Saunderson a su confesor vidente. El discurso se extiende en una pregunta más inquietante y generalizadora, pues los monstruos –si bien por vía de la excepción– ilustran sobre una naturaleza que no tiene destino moral. ¿Y cómo podría ella reflejar a un dios paternalmente justo?


Libre del engaño a los ojos, para decirlo con frase de Cervantes, el ciego parece a Diderot un ser más realista, capaz de aferrarse a la materia para pensar con el tacto. El ciego no puede verse desnudo y no tiene pues, siquiera, la sensación integral de su propio cuerpo. No puede imaginar, ya que sólo tiene memoria de lo que toca. Y sin embargo, indagado por el analista, define así al espejo: Una máquina que pone las cosas en relieve lejos de ellas mismas, si éstas se hallan ubicadas convenientemente con relación a ella. La caracterización es, sin duda, errada, pero ¿quién deja de apreciar las sugestivas valencias de ese espejo concebido como algo que nos pone en relieve fuera de nosotros mismos? Diderot, a quien Grimm consideraba la cabeza más naturalmente enciclopedista que haya existido jamás, tenía una admirable sensibilidad para introducirse en el drama de una conciencia ajena y privada, además, de los auxilios de un sentido. Se preguntaba, por ejemplo, en un extremo de la inteligencia solidaria, qué significaban para el ciego una mirada intensa, fría o indiferente. La aventura del conocimiento le parecía, también, la saga de la vida en la sociedad humana.


Dirigida a una mujer a una de aquellas damas que presidían los salones del siglo xviii, la Carta alcanza sus momentos más emotivos en los Agregados que Diderot escribió a los 69 años evocando a una ciega que murió a los 22. Ella estudiaba música y comparaba sus efectos con lo que sentía al saberse en brazos de la madre. Dejó a Diderot esta otra confidencia: "Me parezco a los pájaros; aprendo a cantar en las tinieblas". El precursor del materialismo moderno y el campeón de la razón ocultaban, pues, a un hombre tierno. Reclamado por todos los zigzagueos del pensamiento –y siempre digresiones–, comenta él mismo, el escritor llama "tratado", ocasionalmente, a su Carta. Pero ella es un actualísimo ensayo, pues no había género que mejor recogiese la problemática del Siglo de las Luces. Diderot termina el pequeño libro confesando su desaliento: "no sabemos casi nada", se lee en la última página