Freshwater 21 Sep 2012

El artista en clave de humor

El País | Montevideo | Rosario Peyrou

Una comedia de Virginia Woolf.

 

El prestigio de ser, junto con Joyce, Proust y Kafka, una renovadora de la literatura de la primera mitad del siglo XX, sumada a las historias sobre su trastorno bipolar y su suicidio, ha dado una imagen de Virginia Woolf severa y trágica, lo que el cine se encargó de popularizar en el film Las horas de Stephen Daldry. Redescubierta en los años 70 por el movimiento feminista que reivindicó como pioneros sus ensayos Un cuarto propio y Tres guineas, Virginia pasó a ser vista, además, en términos políticos. Esa imagen "seria" tal vez explique que la mayoría de los críticos teatrales que comentaron el estreno en el off-Broadway de Freshwater en 2009, lo mismo que los que reseñaron la versión estrenada en Buenos Aires en 2010, dijeran que esa, su única obra teatral, descubría una humorista en la escritora inglesa. Lo cierto es que los lectores habituales de Virginia Woolf saben que la ironía y el humor son características de su literatura, tanto en la mayoría de sus cuentos como en Flush, la biografía del perro de Robert Browning y Elizabeth Barrett, y la extraordinaria Orlando que cuenta la vida de un personaje que vive durante siglos y hasta cambia de sexo en ese largo transcurso.

ESOS ARTISTAS

Freshwater fue en sus orígenes un divertimento familiar. Escrita en 1923 como un juego para sus amigos del grupo de Bloomsbury, por entonces en franca rebelión contra la generación que los precediera, fue reciclada en 1935 en ocasión del cumpleaños de Angélica Bell, sobrina de Virginia, hija de su hermana Vanessa y de Duncan Grant. Es una desenfadada y delirante sátira sobre la generación victoriana, representada aquí por el pintor prerrafaelista Frederick Watts, el poeta Alfred Tennyson, el abogado y filósofo Robert Cameron, y su esposa, la fotógrafa Julia Margaret Cameron, tía abuela de Virginia. Individualistas, extravagantes, obsesionados con su propia obra al punto de no ver nada de lo que sucede a su alrededor, los personajes son vistos en su lado ridículo (Tennyson aprovecha cualquier circunstancia para lanzar versos a diestra y siniestra, Watts se desespera por no poder terminar el dedo gordo del pie de un retrato, Julia hace matar con urgencia un pavo para utilizar sus alas para el ángel de una composición fotográfica). Virginia, que conoció bien ese mundo por las amistades de su padre, el ensayista Leslie Stephen, los mira con tanta impiedad como simpatía.

En medio de esa fauna, Ellen Terry, una muchacha de 16 años que ha sido actriz desde niña, y ha dejado el teatro para casarse con Watts (quien la triplica en edad), pasa sus días sirviendo de musa para su marido y de modelo para los otros artistas. Es ella la que hará que la obra se ponga en movimiento, al enamorarse de un joven marino que conoce en la playa, que la convencerá de huir hacia la libertad. Los dos son el "agua fresca" del título, que viene a poner en cuestión el enrarecido y apolillado mundo del arte victoriano. Pero si hay una visión crítica y esperpéntica de ese círculo artístico (es imposible, para un lector de habla hispana no recordar a Valle Inclán en varios momentos de la obra), Virginia no olvida que ella y sus amigos de Bloomsbury (que son además los actores y el público de aquella primera representación) también son artistas -por tanto obsesivos, extravagantes, individualistas-, y que en cierta forma se pueden mirar en ese espejo. Claro que todo el cuadro, por su tono, no tiene una pizca de moralina y se resuelve en ironía y diversión. No deja de ser significativo que Ellen abandone al sofisticado mundo del arte por alguien que está en las antípodas del modo de vida "artístico": un miembro de la Marina llamado John Craig.

Al iniciarse la obra los personajes están en Freshwater, una localidad en la isla de Wight, y en casa del matrimonio Cameron, en vísperas del viaje de éstos a la India, donde piensan pasar sus últimos días. El elemento delirante se basa en un hecho real: los Cameron están esperando, en medio de un alegre desorden, los ataúdes que han encargado para llevar con ellos en el viaje. Esa nota absurda viene a poner en clave de humor el otro elemento de la tríada "arte, vida, muerte", y recuerda al espectador los límites en los que se mueven las aspiraciones humanas y de los que seguramente surgen tanto el impulso artístico como el deseo de amor y libertad que se ha apoderado de Ellen Terry.

Considerada un antecedente del teatro del absurdo, Freshwater fue representada en 1982 en Francia, con un elenco que integró nada menos que Eugene Ionesco, y en 1983 por otro donde participaron -curiosamente- Alain Robbe-Grillet y Nathalie Sarraute. El divertimento, al fin y al cabo, ha pasado a ser tomado más en serio de lo que pensó Virginia cuando festejó el cumpleaños de su sobrina con esta pieza.

DOS MUJERES

La versión que publica la editora argentina El cuenco de plata, adaptada por M.E. Franchignoni, combina las dos versiones escritas por Woolf, con un predominio de la de 1935 a la que se le agregan algunos fragmentos de la de 1923.

Que la pieza estaba más dirigida a hacer reír a sus amigos de Bloomsbury que a demoler a los personajes victorianos lo prueban dos de los textos que esta edición agrega a la obra, dedicados a Julia Cameron y a Ellen Terry, donde es evidente la simpatía de Virginia por ambos personajes. La semblanza de Ellen Terry la muestra como una mujer tensionada entre el teatro y el amor por la vida, tensión en la que la escritora vislumbra algo central en el oficio de actriz. Pero es en el texto que dedica a su parienta donde resplandece el instinto cómico de Virginia. La historia de James Pattle, padre de Julia Cameron, parece un film de Buster Keaton por la cantidad de peripecias alocadas que contiene; la de la madre es exótica: se remonta a la corte de María Antonieta y a un exilio en la India. Julia heredó de su madre la pasión por la belleza y de su hiperbólico padre un don inusitado para la hospitalidad: su casa siempre estaba llena de huéspedes a quienes atendía con una generosidad abrumadora, rayana en la insanía (sus amigos, que la amaban, debieron sufrir "la furia extrema de su afecto", dice Virginia). Acostumbrada a la vida en la India, detestaba las convenciones sociales inglesas, se vestía de la maneras más excéntrica y antes de ser una fotógrafa notable, escribió poesía, hizo un intento de novela y dedicó horas a una correspondencia epistolar que es de las más copiosas de la Inglaterra victoriana. Tenía 50 años cuando descubrió el arte de la fotografía y se entregó a él con pasión desmesurada, como todo lo suyo. Sus composiciones, para las que hacía posar a todo el mundo en cuadros exóticos, cosecharon elogios de pintores y artistas (esta edición incluye algunos retratos). Virginia, que la conoció personalmente siendo una muchacha, relata su perplejidad ante aquella mujer desmesurada, y no es difícil imaginar que ella estimuló su reflexión sobre la sociedad, el arte y las mujeres.

Los demás textos breves de este volumen (un comentario sobre una versión del Old Vic de Noche de Reyes, otro sobre el drama isabelino y un último sobre teatro griego) conservan el tono cercano y conversacional de Virginia, que parece disimular su erudición tras la actitud del espectador corriente, ese "Common reader", como llamó con modestia a la recopilación de su inteligente obra crítica