Urania 12 Oct 2008

Elogio de un hombre sincero

Perfil | Ariel Dilon

Luego de muchos años de haber aparecido en la lista de los candidatos seguros –junto a Umberto Eco, Claudio Magris y Philip Roth, los más veteranos en desilusiones a la llegada de octubre, cuando cada año la Academia Sueca da a conocer al agraciado–, el escritor galo, autor de una profusa obra en francés, pero también de una variada y extensa obra traducida al castellano, fue galardonado el jueves pasado con el premio máximo. En esta nota, Ariel Dilon, su traductor y uno de sus más fervientes difusores, explica por qué la elección no podía haber sido más oportuna y acertada. Y por qué es menester seguir leyéndolo.

 

Jean-Marie Le Clézio estuvo dos veces en el país. En 1983 y en 2007.

A nadie le viene mal, ¿verdad?, tener ocasión de depositar en su cuenta bancaria algo más de un millón de euros, con todos los beneficios que se derivan de la amplísima difusión a la que suelen ser merecedoras, literalmente de la noche a la mañana –al menos para nuestro huso horario–, las obras de los ganadores de premios Nobel de Literatura. La mayoría de la gente, en casi todo el mundo, puede declarar sin vergüenza que ni siquiera le sonaba ese tal J.M.G. Le Clézio hasta la madrugada del jueves, cuando la Svenska Akademien hizo público el nombre del “elegido” de este año. Pero en esa genuina declaración de sorpresa se infiltra en ocasiones cierta cuota de desconfianza: “¿Y a éste quién lo conoce?”, parece ser la pregunta que subyace a los primeros comentarios. Lo que equivale más o menos a esta insinuación: “Si yo ni siquiera lo había oído nombrar, debe ser que el tipo no es para tanto”. De la soberbia, luego, al sentimiento de injusticia, hay un solo paso: “otros” (como en el pasado le ocurrió repetidamente a nuestro Mayor Escritor), otros, quizá con méritos más distinguidos, quedaron relegados para enriquecimiento de un don nadie, y vaya a saberse qué intereses se agazapan detrás de semejante farsa, una más en este mundo engañoso. Algo parecido a la exclamación del agricultor italiano ante una temporada de lluvias excesivas o, al contrario, de persistente seca: “Ah, governo di merda!”.

Lo siento, pero disiento. Por muchos que parezcan haber sido los desaciertos –incluso las injusticias– de esos viejitos sabios en el pasado (¿pero acaso la lista de sus aciertos no da también escalofríos?); por muy teñidos de “corrección política” que puedan resultar para un testigo sagaz los dictámenes de esa institución con sede en la inconcebible Estocolmo, y de la que no sabemos casi nada (no más que de los insondables designios de Dios o de la CIA); por mucho que la mayoría de la gente, otra vez –y quién puede negarle a la gente ese derecho–, haya estado mirando en general hacia otras partes –más o menos interesantes según la circunstancia y la imaginación–, yo declaro aquí bajo solemne juramento que Jean-Marie Gustave Le Clézio (Niza, 1940) es a mi modesto entender el más brillante escritor vivo en lengua francesa, el más prolífico, el más sincero (en el sentido de una pulsión creadora absolutamente incontaminada de todo interés por las intromisiones del dinero, la gloria o el urgido amor de los oprimidos del mundo), el más “comprometido” en varios de los mejores sentidos del término, y el más humilde de todos (en el sentido de la olvidada virtud humana de no creérsela y seguir el propio camino porque es el único que hay).

La (auto)iniciación permanente. Conozco un joven de veinte años al que un notable autor uruguayo, después de leer los manuscritos de aquel pichón de escritor, le dijo con una parquedad que al muchachito le llevó otros veinte años empezar a descifrar: “Se ve que sos un escritor, botija; lo que falta averiguar es qué otras cosas sos además de eso”. Una tarea análoga parece haber sido la que se impuso a sí mismo, sin mediar consejo de nadie, ese otro joven, francés, de un origen que mezcla bretones con ingleses y mauritanos, cuando en 1963 su primera novela publicada, Le procès-verbal (traducida al castellano como El atestado), recibió el prestigioso premio Renaudot. Quién era. Qué más. Qué otra cosa o qué cosas son un tal Le Clézio, un hombre cualquiera, una sola entre la infinita legión de las conciencias individuales, encendida y vuelta sobre sí misma en medio de la noche, aferrada a la tabla de salvación de la palabra, contra la borrasca de las horas, los años y los instantes, contra el incesante huracán de la experiencia del mundo: ésas parecen ser las preguntas para las cuales toda su obra literaria, sin deponer la humildad, ha venido buscando pacientemente las respuestas.

Desde el principio, aunque los contenidos han ido variando a la luz de su permanente puesta al día consigo mismo y con las cosas, con las palabras y los seres, Le Clézio ha sido esa para muchos aborrecible bestia premoderna: un escritor con un mensaje. Pero su mensaje no es una conclusión terminante y predigerida sobre la insustancialidad de la vida, la perversidad de un sistema, la indecibilidad de lo real, la maleabilidad de la memoria, la futilidad de la razón, la inescapabilidad del complejo de Edipo u otros virus atávicos, la intangibilidad del pasado y del presente, etc., etc., etc.

Se trata más bien de mirar el ojo de las cosas con la misma inquebrantable sinceridad y el mismo albedrío filosófico y sensible. No importa que esa mirada se enfrente al cíclope de la propia demencia hierática (como en El atestado) o al ansioso y nostálgico telescopio de la aventura (como en Viaje a Rodrigues o La cuarentena). A la parpadeante vitalidad de aquello que es (como en Terra Amata, como en L’extase matérielle, o en L’inconnu sur la terre, o en Viajes del otro lado). A la impotente clarividencia del poeta (el Rimbaud de La cuarentena, por ejemplo, o la pareja de pintores mexicanos Kahlo y Rivera en Diego y Frida). A la límpida mirada infantil (Mondo y otras historias, El africano). Al faro cósmico de las mitologías antiguas (como en sus traducciones de los textos tradicionales del México prehispánico: La conquista divina de Michoacán y Les Prophéties du Chilam Balam; o en sus libros exploratorios de otras tradiciones, como Gens des nuages, escrito en colaboración con Jemia Le Clézio, su esposa de origen marroquí, y como El sueño mexicano). A la agonizante llama de las culturas periféricas (Etoile errante, Urania, Gens des nuages otra vez). A la miope violencia de los mensajes muertos que atraviesan el cuerpo de los vivos en la cultura de la máquina (La guerra), o a la tuerta civilización de los dominantes y los dominados, condenados a dos maneras de una única ceguera atroz, capaz de reproducirse a sí misma por los siglos de los siglos (El pez dorado, Hasard, Angoli Mala, Urania).

En todos los casos, la mirada misma es el mensaje. No cerrar los ojos: ése es el mensaje en, a ojo de buen cubero, más de cincuenta libros publicados a lo largo de cuarenta y cinco años de escritura y varios lugares de residencia.

El descubrimiento del otro. En esa pupila por cuyo cristal insomne desfilan los signos de lo humano, muchas veces no importa distinguir entre novelas propiamente dichas y ensayos filosóficos, entre construcción mitológica y condensación poética: los géneros suelen cruzarse en la prosa limpia y llena de texturas, de intuiciones y de música que Le Clézio despliega en toda su obra como si se tratara de un don de la naturaleza. Para este escritor cuyos primeros libros parecen situarlo a la vanguardia de las vanguardias de su tiempo (cierta vecindad, por ejemplo, con las experiencias del Nouveau Roman, con los experimentos de Georges Pérec o Michel Butor, en pleno auge del existencialismo y del despertar cultural y político de los años 60), no parece haber, paradójicamente, nada más “dado” que contar historias. El primer Le Clézio es el gran narrador que se da el lujo de no narrar, de suspender el relato para intentar un picado vertical que atraviese la prosa y vuelva a fundar el lenguaje. Pero en mayo del ’68 estaba lejos de Francia, del situacionismo y los discursos de barricada. Le Clézio, como Segalen, como Michaux, es el escritor del viaje que es al mismo tiempo exploración exterior e interior. Su barricada era otra: había ido a tratar de averiguar quién era en el espejo de los otros, en los confines de la selva panameña y colombiana aprendió a entenderse con los indígenas mediante la voz de los cuerpos. En su mochila llevaba Las palabras y las cosas de Michel Foucault. A fines de los 60, el joven Jean-Marie Le Clézio había sido expulsado de Tailandia , donde servía como cooperante (una forma “altruista” de salvarse del servicio militar), por denunciar la complicidad del gobierno de Bangkok con el negocio de la prostitución infantil. Trasladado a México, convirtió su nuevo destino de cooperante en una larga estancia en las bibliotecas, que le dejaron la marca indeleble del descubrimiento del otro: otro idioma, otro mundo. Eso que habla cuando Occidente, por una vez, aprende a callarse; eso que ya enmudece y que, lejos de toda idealización, valdría la pena oír antes de que se extinga para siempre.

En México, y más tarde en Nuevo México, al sur de Estados Unidos, fijaría su morada que desde entonces alterna con Francia. Para Le Clézio, no Francia, sino la lengua francesa, es el único hogar perdurable, la única casa que siempre viaja con él.

La infancia del mundo. “El escritor de la ruptura, de la aventura poética y de la sensualidad extasiada, investigador de una humanidad fuera y debajo de la civilización reinante”: la frase pertenece al texto mediante el cual la Academia Sueca anunció el otorgamiento a Le Clézio del Nobel de Literatura 2008. El escritor se ha referido a su primera novela, El atestado –una exploración alucinada de los límites del discurso lingüístico, de la identidad personal, de la cordura–, como “una temporada de desbloqueo”. Después de cuarenta y cinco años ya no parece ser necesario desbloquear nada: el joven de veinte años que comprendió que había que “imitar” a otros escritores para llegar a convertirse en uno de ellos; el que siguió con devoción la ruta de Rimbaud, la de Henri Michaux, la de R.L. Stevenson; el que se entregó a la experiencia plural de lo humano más allá del lenguaje hablado, hace rato que recuperó la integridad de su propia voz, una integridad que parece proponerse incluir a todo y a todos.

“Lo que yo quería, un poco como en El diluvio y en Terra Amata, era construir un libro en el que hubiera una nada al comienzo y una nada después”, declaró en un reportaje de Gérard de Cortanze para el Magazine Littéraire, y efectivamente sus libros crean mundos independientes, que sin embargo tienen, todos, la cualidad de contemplar los dos vacíos que son su más inasible misterio: el del nacimiento y el de la muerte.

En algún momento de su juventud, Le Clézio visitó a Gombrowicz, el infantilista, creo que en París, cuando el gran polaco había conseguido librarse de su larga temporada en la Argentina. Según Gombrowicz, que registra el encuentro en su diario, Le Clézio es demasiado serio y se ríe demasiado poco, de modo que seguramente no vale gran cosa lo que escribe. Lo que quizá pruebe una vez más que un gran escritor puede cometer grandes errores.

La infancia parece haber sido siempre, aun cuando no le hubiese dedicado más que pocas veces su atención más directa, una obsesión central para Le Clézio.

En 2007, el escritor estuvo en la feria del libro de Buenos Aires, presentando dos libros publicados aquí después de diez años sin que se realizaran traducciones de sus libros en el Río de la Plata (desde Mondo y otras historias, editado por Eudeba en 1997, con traducción de Vera Waksman, y cuyo protagonista es un niño). Después de otros tantos años de intentar convencer a editores locales y extranjeros de la pertinencia de publicar a Le Clézio en castellano, me tocó presentar, sentado junto a Le Clézio, su bellísima y extraña novela Urania (El Cuenco de Plata), por entonces la última que él llevaba escrita, publicada en francés apenas un año antes, y que yo había podido por fin darme el lujo de traducir. Le Clézio es todo menos un hombre pretencioso o soberbio: respondió generosamente hasta la menos “culta” pregunta del público, e intentó, afortunadamente sin ningún éxito, volver sobre el traductor una atención que sólo el autor merecía. En los primeros capítulos de Urania hay una singular vuelta a la niñez, en plena Segunda Guerra Mundial, en Francia, antes de adentrarse en los devaneos adultos del geógrafo que es su protagonista, en México, donde sigue los rastros de dos nobles utopías perdidas. Pocos días antes se había presentado otro libro de Le Clézio, publicado en Francia en 2004 y que llegaba al castellano en la exquisita traducción de Juana Bignozzi para Adriana Hidalgo Editora: El africano, un breve pero extraordinario relato autobiográfico de sus años de niñez, cuando toda la familia se trasladó a Nigeria, tierra de impudor, para reunirse con el padre médico antes de que la guerra volviese a separarlos. La vida aparece allí con una desnudez a partes iguales dolorosa y feliz: es la niñez del mundo, que muy pocas voces han podido transmitir con esa exaltación y esa cercanía. Le Clézio no reniega de las utopías, aunque es demasiado inteligente para abrazar cualquiera de ellas. Tiendo a creer sin embargo que la utopía a la que es adicto es la niñez, el territorio entre real y soñado de todos los exilio