La condición obrera | Sobre la ciencia 08 Feb 2009

Por un socialismo viril

Perfil | Agustin D’Ambrosio

El 3 de febrero de 1909 nacía en París, en el seno de una familia judía intelectual y laica, la que tal vez sea una de las voces femeninas más lúcidas de la filosofía francesa anterior a la Segunda Guerra Mundial. El mote de “viril” que se le asigna a su pensamiento tiene su razón de ser en la capacidad de resistir en situaciones desesperadas, exactamente como un hombre arrojado en pleno océano, que debe, para sobrevivir, “nadar hasta el agotamiento”. Todas sus obras aparecieron póstumamente, editadas por sus amigos. Desde entonces, ha atraído la atención de literatos, filósofos, teólogos y sociólogos.

 

Opresión. Enferma de tuberculosis, mal alimentada, murió en Ashford, Gran Bretaña, en 1943, deseosa de compartir las condiciones de vida de la Francia ocupada por la Alemania nazi.

Vivimos una época privada de futuro. La espera de lo que vendrá ya no es esperanza, sino angustia.” Estas palabras, escritas por Simone Weil, expresan un estado de ánimo compartido por algunos sectores intelectuales europeos de izquierda radical de los años 30 ante una doble evidencia: el bloqueo del proyecto emancipatorio bolchevique y el avance del fascismo. Pero el tono lúgubre de la frase no parece coincidir con el temple anímico característico de quien adscribe al ideario socialista. Weil también había dicho: “Si queremos atravesar virilmente esta sombría época nos abstendremos, como el Ayax de Sófocles, de reanimarnos con esperanzas huecas”. Este pathos trágico no tiene puntos en común, aunque probablemente esté de más subrayarlo, con el “realismo heroico” de intelectuales fascistas como Ernst Jünger. La “virilidad” mentada por esta chica (físicamente) frágil –que al escribir estas líneas tenía menos de 25 años– no podría estar más lejos de cualquier ridículo elogio de la “hombría”. Se trata, en cambio, de la capacidad de resistir en situaciones desesperadas, aun sabiendo que lo son. Weil asocia lucidez con dolor. Exige obrar sin esperanza, del mismo modo que “un hombre arrojado al agua en pleno océano no debe abandonarse a pesar de sus pocas posibilidades de salvarse, sino nadar hasta el agotamiento”.

Abordar a Simone Weil a través de su período políticamente más comprometido es una opción discutible. Su acercamiento a las corrientes del marxismo no stalinista y el pensamiento libertario asociado al sindicalismo revolucionario no coinciden con el de la elaboración de sus escritos considerados más perdurables. Los socialistas, por lo general, no se han interesado mucho por Weil. Los weilianos, por lo general, no se han interesado mucho por el socialismo. Este doble desinterés forja un pacto de lectura: para los estudiosos del pensamiento weiliano, para los estudiosos del pensamiento socialista, los escritos socialistas de Simone Weil constituirían un capítulo sugerente pero marginal dentro de sus respectivos campos de estudio. Nada difícil de explicar si se atiende a la extrema independencia, e incluso excentricidad, del punto de vista de la autora, lo cual ha impedido, en buena medida, que su línea de pensamiento haya fructificado en desarrollos ulteriores. Mayor fortuna, en cuanto a sus valoraciones, han tenido sus incursiones personales en los padecimientos de la condición obrera (su trabajo en una fábrica de Renault es el caso más mencionado, aunque también conoció los rigores de algunas labores en el campo). Ella comparte la desgracia de los humillados y ofendidos, pero su proletarización voluntaria se acerca mucho más a un acto de autoflagelación, a un sacrificio individual, que a la búsqueda de inmersión social con fines políticos en la clase que se considera revolucionaria. Su objetivo no parece ser otro que el conocimiento en carne propia de las asperezas de la vida de las clases subalternas. Pensar que los marcos del pensamiento y la acción cristianos son más adecuados a su voluntad de compromiso que la teoría y la práctica de la izquierda radical, incluso antes de su conversión, quizá no sea otra cosa que una ilusión retrospectiva. Pero es posible, al menos, entender su período de duros trabajos manuales como un puente. En la cronología de su vida, esos días de fatigas físicas se ubican en un período intermedio entre sus intervenciones como intelectual de izquierda radical y su fase de profunda religiosidad cristiana.

Escrito en 1934, poco antes de su experiencia en la fábrica, y publicado póstumamente, su Reflexiones sobre las causas de la libertad y de la opresión social condensa los fundamentos de su pensamiento político y social. En este extenso ensayo, Weil desarrolla su propio pensamiento en un contrapunto, no exento de apropiaciones parciales, con su lectura de algunas doctrinas marxistas. La mordaz demolición de las fantasías en torno a una edad de oro alcanzable al final de la historia merece revisitarse. Con oportuno recurso a la mitología judeocristiana, se mofa de la idea según la cual “el ulterior desarrollo de la técnica debería aligerar progresivamente el peso de la necesidad material y, como consecuencia inmediata, el de la coacción social, hasta que la humanidad alcanzase finalmente un estado paradisíaco, propiamente hablando, en el que la más abundante producción costaría un esfuerzo insignificante, en el que se levantaría la antigua maldición del trabajo, sencillamente, un estado en el que encontrar de nuevo la felicidad de Adán y Eva antes del pecado”. Aquí se podría intentar delinear una manera utópica de pensar el socialismo, complemente opuesta a la de Weil. Podríamos construir una “tradición” que, partiendo de algunas ideas de Charles Fourier, pasando por El derecho a la pereza, de Paul Lafargue, llegara hasta las variaciones freudomarxistas de las mismas utopías en Eros y civilización, de Herbert Marcuse. Esta línea de pensamiento, que podríamos llamar “la concepción hedonista del socialismo”, se asienta, como apunta Weil en el paso citado, en el presupuesto optimista acerca del desarrollo tecnológico (“la máquina es la redentora de la humanidad, el Dios que liberará al hombre de las sórdidas artes y del trabajo asalariado, el Dios que le dará el ocio y la libertad”, escribe Lafargue), al igual que en una concepción negativa del trabajo. Weil no sólo cuestiona la ingenuidad que cree posible dejar atrás el trabajo, sino que expresa certeramente lo indeseable de tal utopía. Esta libertad soñada se asemejaría a “aquella de la que disfrutarían los niños si sus padres no les impusieran reglas; en realidad, es sólo sumisión incondicionada al capricho”. A la utopía, Simone Weil opone una construcción ideal de la libertad perfecta, que a diferencia de aquélla nunca se confunde con una meta a alcanzar plenamente, sino que funciona como un valor o una norma que permite enjuiciar y criticar lo dado, y provee una guía para orientar la acción. Weil no piensa la libertad en el marco de la relación entre deseo y satisfacción, sino en el de la relación entre pensamiento y acción: la libertad verdadera consiste en poner el conjunto de los esfuerzos de la acción bajo el control consciente del pensamiento metódico. Su opuesto, la servidumbre, consistiría en la determinación de la propia acción por el pensamiento de otra fuente que no sea el propio pensamiento (el pensamiento de otros hombres, las reacciones irracionales del cuerpo). La vida humana se encuentra constantemente atenazada entre estos dos polos, se trataría de extender la libertad así concebida tanto como sea posible.

“La civilización más plenamente humana” sería aquella en la cual “el trabajo manual constituyese el supremo valor”. Pero la filosofía de Weil no puede emparentarse con las cínicas loas al trabajo físico de quienes se benefician de él sin realizarlo. En la base de su doctrina del trabajo se encuentra la condena de “la degradante separación del trabajo manual y el trabajo intelectual” (Marx), su planteo enlaza el pensamiento riguroso y metódico con el trabajo manual en una única actividad. De este modo, discute el rol evasivo que cumple la cultura centrada en el ocio, la cual eleva la distracción a meta suprema, en vez de preparar a los individuos para “relaciones dignas de la grandeza humana”. Quizá sean estas ideas, antes que la impostación patética del llamado a la resistencia lúcida en una época sin esperanza, las que atestigüen la auténtica virilidad del pensamiento de Simone Weil.

Recuerdos de Simone de Beauvoir

Simone Weil y Simone de Beauvoir se conocían de vista: ambas preparaban sus exámenes de ingreso para estudiar Filosofía en La Sorbona. De Beauvoir entró en el segundo lugar, en el primero había quedado Weil. “Me intrigaba a causa de su gran fama de inteligencia y por su extraña vestimenta”, escribe Simone de Beauvoir en Memorias de una joven formal, que la recuerda deambulando por los pasillos de la universidad. No era la única a quien llamaba la atención, desde luego. Circulaban historias: “Una gran hambruna acababa de asolar China y me habían contado que al enterarse de esta noticia se había echado a llorar: esas lágrimas forzaron mi respeto aún más que sus dones filosóficos. Yo envidiaba un corazón capaz de latir a través del universo entero.” No es sorprendente que Weil fuera apodada “la virgen roja”.

El encuentro entre las dos filósofas se produce: “Un día logré acercarme a ella. Ya no sé cómo se inició la conversación; declaró en tono cortante que una sola cosa contaba hoy sobre la tierra: La Revolución que daría de comer a todo el mundo. Respondí de manera no menos perentoria que el problema no era hacer la felicidad de los hombres sino encontrar un sentido a la existencia. Me miró de hito en hito: ‘Se ve que usted nunca ha tenido hambre’, dijo. Nuestras relaciones se detuvieron ahí. Comprendí que me había catalogado ‘una burguesita espiritualista’ y me irrité [...]: me creía liberada de mi clase: no quería ser sino yo misma”. De Beauvoir las escenifica opuestas, incompatibles, enfrentadas; se siente tan fascinada como incómoda.

En La plenitud de la vida, el segundo tomo de sus escritos autobiográficos, De Beauvoir vuelve sobre Weil. O mejor: es la imagen de Weil la que vuelve sobre De Beauvoir. Como había dejado en claro, sus relaciones se detuvieron en el inicio, pero De Beauvoir la recuerda, habla del “prestigio lejano” que tenía para ella, dice que pensaba tomarla como modelo para construir un personaje en uno de sus textos literarios. Luego desestima la idea (Bataille la llevaría a cabo, pero su Simone Weil no es ésta). En otras ocasiones, volvía en boca de otros: “Colette Audry me hablaba a veces de Simone Weil y, aunque era sin gran simpatía, la existencia de esa extraña se imponía. [...] Contaban que vivía en una posada de camioneros y que el primer día del mes ponía sobre la mesa su sueldo: cualquiera podía usarlo”. Simone de Beauvoir, bohemia, indudablemente más mundana, la erigía en un ideal que no podía alcanzar, Simone Weil es otra vez su opuesta en las elecciones que ha hecho: se le aparece como un juez que la desaprueba: “Su inteligencia, su ascetismo, su extremismo, su valor, me inspiraban admiración y sabía que, si ella me hubiera conocido, no habría sentido lo mismo por mí. No podía anexarla a mi universo y me sentía vagamente amenazada”. La –verdaderamente– otra Simone se le presenta inasimilable y perturbadora. Concluye su recuerdo, con alivio: “Vivíamos a tal distancia la una de la otra que, de todos modos, no me atormentaba demasiado”.