La condición obrera 24 Mar 2010

Filosofía en carne propia

Revista Ñ | Claudio Martyniuk

En 1934, a los 25 años, Weil dejó la enseñanza y comenzó a trabajar 48 horas por semana en una fábrica. De esa experiencia de proletarización de la pensadora francesa surgen los textos filosófico- políticos de La condición obrera, ahora reeditado.

 

Simone Weil integró la Columna Durruti en la Guerra Civil Española y después, ya fuera de la geografía ocupada por el nazismo, Francia Libre, la organización liderada por De Gaulle. Profesora de filosofía nacida en París, el 3 de febrero de 1909. De origen judío y familia burguesa, en 1937 experimentó la presencia de Cristo. Enferma y negándose a comer más que lo asignado por la cartilla de racionamiento, murió en Kent, Inglaterra, el 24 de agosto de 1943. Se mantuvo del lado de los oprimidos, ajena a partidos e iglesias. Anarcosindicalista, virgen roja, doncella bienaventurada preconcebida en la poesía de Dante-Gabriel Rossetti –sus pupilas eran más profundas/ que el fondo de las aguas sosegadas./A su túnica, suelta desde el broche al borde/ ninguna flor bordada la adornaba–, criatura lúcida con ideas de alucinada que agrieta y acaricia Bataille en El azul del cielo, que conmueve a T.S. Elliot, Camus, Martínez Estrada. Perteneció a otra época, podría suponerse, pero la nuestra se empobrece sin sus análisis –en varios de sus libros, el filósofo Roberto Esposito muestra cuánto la necesitamos para comprendernos. Despertó a una vida de constante observación, fue un torbellino de pensamientos y acciones, de radical entrega al otro y atención al mundo. Amó la belleza, la unión griega de justicia, belleza y verdad, la familiaridad del arte, la ciencia y el bien. Predicó la poesía, alabó la imaginación, sacralizó lo impersonal de toda persona. Siempre en llamas, con dolores de cabeza e intensa escritura. Y tras la atención, en desesperados esfuerzos para ver, tocar e imaginar, volcando el esplendor de la experiencia a la lucha contra la opresión. Apasionada en los mares de la política, la ciencia y la filosofía, abraza también a la poesía. Lánguida, mística, su obra fascinante y fragmentaria, compuesta de un puñado de artículos publicados en vida, de muchos otros que siguen saliendo a la luz, de cartas, programas políticos, conferencias, anotaciones y poesías, persiste como rumor de diversos oleajes –en Francia, Gallimard viene publicando sus obras completas, en 16 tomos; Trotta en España está realizando una empresa en buena medida equivalente y, entre nosotros, donde varias décadas atrás Sudamericana la publicaba, El cuenco de plata ha editado dos libros de SW, incluyendo La condición obrera. 

Con el estremecimiento de los sentidos que nos arroja al mundo y la intensidad de la atención –y ciencia, para ella, no sería otra cosa que percepción más atenta–, se entregó Weil a la crítica de una civilización que todavía es la nuestra. Nuestro mundo no es el de los griegos. Como afirma en varios de los escritos que integran el volumen Sobre la ciencia (El cuenco de plata, 2006), en la Grecia antigua había "hombres felices en quienes el amor, el arte y la ciencia no eran más que tres aspectos apenas diferentes del mismo movimiento del alma hacia el bien". En cambio, la ciencia moderna rivaliza con la percepción sin afectar íntimamente; perdió la belleza y carece de sabiduría. Weil constata el nihilismo, y lo hace reflexionando sobre la ciencia, mientras el nazismo ocupaba Francia: "En semejante cuadro del mundo, el bien está completamente ausente, a tal punto está ausente que ni siquiera hallamos marcada la huella de esta ausencia". Si esta frase tiene un aire de familia con algunas de Heidegger, muchas veces su pensamiento nos recuerda a Wittgenstein, por ejemplo cuando escribe que "la filosofía no progresa, no evoluciona" y, ante la moda del progreso, ante ese imperativo incluso más forzoso que una moda, "si el gran público supiera que la filosofía no es capaz de progreso sin duda que no soportaría que participara de los gastos públicos". No extraña, entonces, que no quisiera ser una profesora paseando, mariposeando por la clase obrera. Tampoco que atendiera al trabajo, y que hiciera de él una roca para concebir bienes. Traza un ideal: una civilización en la que el trabajo sea el primer medio de educación. Califica de ensoñación sin consistencia la eliminación del trabajo y coloca al trabajo físico en el centro, pero excluyendo la religión de la producción y el consumo. Esto la obliga a distanciarse del mundo griego que tanto idealiza, donde no había educación sino a través del ocio, con la esclavitud como correlato; conocían el arte y el deporte, pero no el trabajo. 

Historia de la monotonía 

Su vocación de ponerse a prueba, fuera de las abstracciones, lejos de los jerarcas bolcheviques que realizaban siniestras payadas sin haber puesto un pie en las fábricas, la orientan. Weil, profesora de filosofía, suspende la enseñanza, y a los 25 años y con un físico frágil, va a la fábrica. Ingresa a Alsthom el 4 de diciembre de 1934, como operadora, trabaja 48 horas por semana. Después a Renault, en junio de 1935, como fresadora. Su matrícula fue "A 96630 –WEIL". Si no hacía 800 piezas por día, la despedían –y ella al principio creyó que trabajaba duro haciendo 400. "Imagíname delante de un gran horno, que escupe llamas y soplos escondidos que recibo en plena cara", le escribe a una amiga. Pero su filosofía de la condición obrera comenzó experimentando el sufrimiento en el corazón. A la fábrica fue con alegría. Volvió a conocer la alegría, dice. Pero sobre todo la fatiga, la rabia y las lágrimas, la extinción de la facultad de pensar. Describe la monotonía de las cadencias, la rareza de la experiencia de la camaradería. Constata la infelicidad obrera, infelicidad extrema. Traza una fenomenología de la carne y el pensamiento retraídos, de la muerte en vida, de la indiferenciación del tiempo, de la imposición de obediencia. Radiografía el aislamiento, la zona de silencio que así se crea. Por la fábrica, "allí recibí para siempre la marca de la esclavitud". La fábrica, modo de encadenamiento, reclusión en un espacio reducido al punto, modela el campo nazi.

Hay una tarea para el pensamiento, el desafío aún impensado de revertir el trabajo gobernado por la necesidad, sin finalidad, sin miras a un bien. El capitalismo desarrolló formas de opresión burocráticas y tecnocráticas –opresión en nombre de la función–, que no se resuelven confiscando bienes. La URSS, enseguida advirtió SW, congregó tres burocracias: Estado, empresas y organizaciones obreras. En este mundo, el "Hombre nuevo" no ha sido otra cosa más que máquina. Weil encuentra, entonces, la opresión no sólo en las formas de gobierno y apropiación de bienes y ganancias, sino también en la forma de producción. Atenta, advierte la condición molecular de la opresión, los intersticios del enajenamiento, la utilización científica de la materia viviente, la ductilidad alineada y estimulada a base de dinero y consumo. Aquel socialismo real nada cambió de este mundo del trabajo. Y Weil nos señala una microfísica de la explotación que humilla al que debe vender su tiempo y que corroe el trabajo mismo. Su sensibilidad anarquista y, por ello, antijerárquica, atendió aquello que el comunismo mantuvo invisible. 

En la entrega, una empresa obliga a concentrarse permanentemente sobre problemas mezquinos, obliga a renunciar a pensar. Suscita docilidad. Una docilidad de bestia de tiro resignada. Esperar, recibir, ejecutar, existir para las órdenes. Velocidad y órdenes, coordenadas cartesianas de la esclavitud. Repetir, depender, estar a disposición sin poder dar curso libre el pensamiento. Es preciso matar al alma, al pensamiento, a los sentimientos, hundirse, en la irritación o la tristeza, callar y obedecer. Perder la alegría. Experimentamos, seguimos experimentando aquello que revela Weil en su fenomenología de la existencia secuestrada. "Guardo en el corazón una amargura imborrable", escribe. A la fábrica, para obedecer consignas, y poco importa el cambio de decorado o de formas en las imposiciones. Máquina, pieza, esa unidimensionalidad hiriente que persiste. Las personas piensan, sufren, tienen momentos de alegría, se aburren, pero "sólo les piden piezas, sólo les dan centavos". Y esta gravedad que fabrica sobrevivencia le pesa a Weil en el corazón. Tomó papel y lápiz para no encerrar en uno lo que se tiene en el corazón. Y muestra la cotidianeidad de la parábola de Kafka "Ante la Ley", que si prolonga tras el umbral: "En otra fábrica en que trabajé no se podía entrar hasta que sonara el timbre, diez minutos antes de la hora; pero antes de que sonara el timbre, una puertita del gran portal ya estaba abierta; los jefes que llegaban temprano entraban por ella, las obreras –yo misma más de una vez, entre ellas– esperaban pacientemente afuera, ante esta puerta abierta, incluso bajo la lluvia, etc." Se expone en la escritura: "Y ¿qué es lo que tengo que defender como obrera de fábrica, si cada día debo renunciar a todo derecho en el instante mismo en que marco el reloj de control?" Muestra la soledad, el desierto ("nadie levanta la cabeza, nadie sonríe, nadie dice nada", escribe). Revela a la fábrica, al lugar de trabajo en su radical ajenidad: "Ninguna casa es tan extraña".

Hay momentos en los cuales la lectura de La condición obrera recuerda aMasa y poder, de Elias Canetti. La sumisión es omnipresente, cada gesto es simplemente la ejecución de una orden. Y la obediencia compromete al ser humano por entero. Una orden, como una flecha, podría cambiar de cabo a rabo el cuerpo y el alma, nos advierte, porque estamos –como tantos otros– siempre condicionados hasta el límite de nuestras fuerzas. Más que cualquier cosa, lo que sujeta y humilla es la forma en que se reciben las órdenes. "Obedecer y mandar, seguir antes que guiar/ Estas son también las lecciones de nuestro Nuevo Mundo", escribió Walt Whitman en Hojas de hierba.

El agotamiento del cuerpo, más la sequedad del alma. El pensamiento en el trabajo se retrae. Produce estupor. El pensamiento se muestra dispuesto a seguir el curso monótono de esos gestos repetidos. Es abrumador: "El único futuro soportable para el pensamiento, y más allá del cual no tiene la fuerza de extenderse, es aquel que cuando se está en pleno trabajo separa el instante que se encuentra entre la conclusión de la pieza en curso y el comienzo de la siguiente, si se tiene la suerte de hacer una pieza que dure bastante", señala Weil –y poco importa de qué trate "la pieza" en cuestión. Cada día, frente a la historia renovada de la monotonía, incidentes que la mayoría de las veces hieren mucho más de lo que reconfortan. 

En Weil, la fábrica es un alef. Mira a lo lejos, esboza los totalitarismos, los campos de concentración y las existencias reducidas a la mera vida, a una vida desnuda, informe, alejada de los bienes. Ella, del lado de aquellos que los poderosos no lloran, escribe: "En suma, he sacado dos lecciones de mi experiencia. La primera –más amarga y más imprevista– es que la opresión, a partir de cierto grado de intensidad, engendra no la tendencia a la rebelión, sino una tendencia casi irresistible a la más completa sumisión. La segunda lección es que la humanidad se divide en dos categorías: la de los que cuentan para algo y la de los que no cuentan para nada".

Weil también narra la alegría de la lucha. En junio 1936 visita a sus ex compañeros de Renault, entonces de paro: "Me recibieron con una multitud de sonrisas, de palabras de acogida fraterna, y entendí como es sentirse acompañada entre los amigos en esos talleres, donde cada una se sentía completamente sola con su máquina, alegría de formar grupos, de charlar, de romper la monotonía." ¿Cómo luchar? Están los sindicatos, los sindicados, ¿pero qué quiere decir esto? Enseña, sigue enseñando Weil el peligro que sindicarse sea otro acto de obediencia. Sindicatos impuestos, sindicatos ya no propios. 

Mucha parte del mal social ha venido de las fábricas y es ahí, en las fábricas, donde hay que corregirlo, con empeño no sólo en construir objetos sino también en no destruir hombres, en no humillar. ¿Cómo contrarrestar el frío que se siente en el corazón? ¿Cómo construir el sentimiento de dignidad? ¿Es una locura utilizar para ello las obras maestras de la poesía griega, que amó apasionadamente? "Sentí que estarían más próximas al pueblo –si éste las pudiera conocer– que la literatura francesa clásica y moderna", y entonces escribió para los obreros sobre Antígona, La Ilíada... Concibió la lucha de clases no simplemente como "una ficción de intereses sino que la manera en que se desarrolla depende también en gran parte del estado de ánimo que reine en tal o cual medio social", y a que para ella "la imaginación es siempre el tejido de la vida social y el motor de la historia". Concibe la revolución como deseo de aventura. 

Descree. La patria es un lugar en el exilio. Después de su experiencia en las fábricas, viaja con sus padres a España y Portugal. En un pueblito de Portugal encuentra, entre mujeres de pescadores, "cánticos de una tristeza desgarradora". Allí adquiere la certidumbre de que el cristianismo es la religión de los esclavos, constatación perturbadora, ya que Weil asumirá un platónico cristianismo. Ni los viajes místicos, ni la Nueva York que sustituyó para su familia la Francia ocupada, ni el Londres de De Gaulle sedaron su inquietud. Atenta a la desgracia, vive los versos de Lucrecio: "De la fuente misma de los placeres brota algo amargo que nos angustia aun en medio de las flores". Atención a la desgracia, malheur, extremo –muestra Weil– que obliga a reconocer como real lo que no se cree ni siquiera posible y en el cual el porqué queda envuelto en un silencio esencial.