Sobre la ciencia 12 Feb 2007

Escritos de una indócil filósofa

La Nación | María del Carmen Rodríguez

 

Para dar una idea de la implicación en el mundo, la curiosidad intelectual y la diversidad de intereses de la filósofa y militante solitaria que fue Simone Weil (1909-1943) tal vez baste con evocarla en Marsella (1940-1942), donde, además de participar activamente en la Resistencia, escribe los textos que darán lugar a tres de sus obras póstumas (Intuiciones precristianas La fuente griega La gravedad y la gracia), otros como "La ciencia y nosotros", y publica en Cahiers du Sud , con el seudónimo anagramático Emile Novis, "El futuro de la ciencia" y "Reflexiones acerca de la teoría de los quanta" (sobre Iniciación a la física , de Max Planck). Entre tanto, en las cartas dirigidas a su hermano André (1906-1998, integrante del grupo Bourbaki, brillante matemático especialista en geometría algebraica y análisis de los grupos topológicos), le cuenta que encontró un procedimiento distinto del de Arquímedes para llegar a la cuadratura del círculo o un libro sobre las matemáticas babilónicas y egipcias, lo inquiere acerca de la teoría de Planck, discute sobre arte y anota, como al pasar, que está leyendo a San Juan de la Cruz. Estos fragmentos de cartas, así como los textos de Weil sobre las teorías científicas citados -y otros tantos- se reúnen en esta compilación,Sobre la ciencia.

El primero de ellos (1929-1930) es su tesis final de estudios: Ciencia y percepción en Descartes . En la primera parte, donde define a Descartes como fundador de la ciencia moderna, Simone recuerda el reemplazo cartesiano de los sentidos por la razón, su física geométrica separada de la naturaleza y de las aplicaciones, su pensamiento purificado de imaginación. Luego desmonta esas certezas: Descartes no desatendió las aplicaciones científicas (también se dedicó a la medicina); su física no es sólo geometría abstracta, ya que cultivó otra geometría para explicar fenómenos de la naturaleza, y finalmente -lo cita- "el estudio de las matemáticas ejercita principalmente la imaginación", que no es entonces desdeñada. En suma: la ciencia cartesiana tiene más materia e imaginación de lo que él cree, y su idealismo es correlativo de su materialismo. Por otra parte, como el análisis muestra la vía "por la cual la cosa ha sido metódicamente inventada" -escribe Descartes-, todo lector que la siga la comprenderá "como si él mismo la hubiese inventado" (hay igualdad en el orden de la inteligencia). Y dado que "no es necesario ponerle límites a la mente" -nueva cita-, todo hombre es libre de acceder a cualquier conocimiento. Descartes, en estas páginas, se asemeja a un paladín de la libertad y la igualdad.

Como su "idealismo" está puesto en duda, Simone decide imitarlo para comentarlo, dudar de todo, sin concederle crédito a ninguna autoridad, para lo cual imagina "un Descartes resucitado". El modo en que asume, en la segunda parte de su trabajo, la primera persona de este "pensador ficticio", cuyo discurso se precipita como un torrente, es tan asombroso como su contenido. Sumergido en el caos del placer y el dolor, es decir en las sensaciones (no en los sentidos), este pensador no descubre la duda, sino su "potencia": "Puedo, luego soy". La única potencia de la que puede estar seguro es su libertad, pero existe una "libertad por conquistar", el conocer, que es "hacer aparecer en un pensamiento el obstáculo", y como "no hay obstáculo sino para el que actúa", lo que importa es el plan de acción para una lucha, cuerpo a cuerpo, con un mundo que es "multitud indefinida": esa lucha es un trabajo. El cuerpo, punto de encuentro entre ese yo y el mundo, es como el bastón de ciego, que "no palpa la materia sensible, sino el obstáculo", pero también puede necesitar "cuerpos humanos menos sensibles", las herramientas (!) apropiadas para el trabajo. El conocimiento se relaciona con el trabajo porque explora el mundo, y es así como "los trabajadores lo saben todo, pero fuera del trabajo no saben que han poseído todo el saber".

La joven Weil espera que "esta aventurada serie de reflexiones" -es su conclusión- sirva "para permitir que se aborden de nuevo los mismos textos más fructíferamente". Léase: más libremente. "Las ideas claras son hijas de la imaginación dócil" -escribe el Descartes resucitado-, pero nada le impidió a Simone Weil, con su imaginación indócil, formular ideas claras en cuanto a la libertad de pensamiento. Tampoco transmitirlas. Nombrada profesora de "El método en las ciencias" en el liceo de señoritas de Le Puy, se encontró con alumnas que veían las ciencias como "conocimientos muertos", cuyo orden era el de los manuales. Les aclaró entonces que no eran conocimientos ordenados en manuales para ignorantes, sino adquiridos por los hombres en el transcurso del tiempo y, después de explicarles el desarrollo de las matemáticas, las inició en historia de las ciencias, para que ejercitaran el espíritu crítico y no creyeran ciegamente en ningún dogma. A esta experiencia, que entusiasmó a sus alumnas, se refiere en una "Carta a un camarada" y en "La enseñanza de las matemáticas" (1932), publicados en esta compilación, que incluye otras cartas de los años treinta.

 

En cuanto a los textos del período marsellés ("La ciencia y nosotros" y los artículos publicados en Cahiers du Sud , ya mencionados), nos limitamos aquí a la visión de la historia de la ciencia que Weil despliega en los tres. Es notoria su admiración por la "fuente griega": la geometría de Tales, las proporciones de Eudoxo y su teoría del número generalizado le parecen tan bellas como las invenciones de Arquímedes, su descubrimiento del cálculo integral y su noción de equilibrio, que se asimila al ideal de justicia. La ciencia griega estaba en armonía con los ideales de justicia, de belleza, con el bien y la verdad. La ciencia clásica guarda aún cierta relación con la verdad, con el pensamiento humano en general, y sigue vinculando -tema insistente en Weil- la "energía" al "trabajo". Esa relación "se rompe" en el inicio del siglo XX, especialmente con la teoría cuántica de Max Planck, que "introduce" la discontinuidad. Dejando de lado las minuciosas críticas de Weil a la fórmula de Planck, o a la validez de su experimento, lo que la indigna es su desapego de la verdad, ya que según él -lo cita como paradigma de sus contemporáneos- "las ideas científicas" no triunfan porque sus adversarios "terminen convenciéndose de su verdad", sino porque "terminan muriéndose y la generación siguiente ya se ha acostumbrado a ella". Que el "auge" de una teoría científica dependa de "la opinión pública" significa, para Simone Weil, que hemos vuelto a la época de los sofistas.

Tal vez si hubiera vivido más, hubiera podido apreciar la belleza de la fórmula de Planck, y la de tantas otras. Pero difícilmente hubiera podido soportar que más de "un lector culto, un artista, un filósofo, un campesino, un polinesio" no tuvieran acceso a la ciencia, que no todos estuviéramos dotados de una inteligencia indócil como la suya, de tanta capacidad de trabajo, de tanta "energía". Felizmente, su discurso la transmite, y sin duda contagiará al lector que se sumerja en las páginas de este libro, tan bien traducido y editado que (¡ay!) es una pena decir que se deshoja con la mirada.