Urania 05 Abr 2007

Un país inventado

La Voz del Interior | J. M. G. Le Clézio

Este mes llega a librerías “Urania”, la última novela traducida al castellano del escritor J. M. G. Le Clézio, una de las voces más originales de la literatura francesa contemporánea. Publicamos un fragmento del libro.

 

Era la guerra. Aparte de mi abuelo Julien, no había ningún hombre en casa. Mi madre era una mujer de cabellos muy negros, la piel del color del ámbar, unos ojos grandes bordeados de pestañas que parecían un dibujo al carbón. Ella pasaba mucho tiempo al sol, me acuerdo de la piel de sus piernas, brillante sobre las tibias, por las que me gustaba deslizar los dedos. 

No teníamos gran cosa que comer. Las noticias que nos llegaban eran muy alarmantes. Sin embargo, conservo de mi madre en aquella época el recuerdo de una mujer alegre y despreocupada, que tocaba melodías en la guitarra y cantaba. Le gustaba leer también, y es de ella de quien he heredado la convicción de que la realidad es un secreto, de que es soñando como se está cerca del mundo. 

Mi abuela paterna era muy distinta. Era una mujer del norte, de los alrededores de Compiègne o de Amiens, de un largo linaje de campesinos cerrados y autoritarios. Se llamaba Germaine Bailet, y ese nombre contenía todo lo que ella era, avara, terca, voluntariosa. 

Era muy joven cuando se casó con mi abuelo, un hombre de otra época, un ex profesor de geografía que había dimitido para consagrarse al estudio del espiritismo. Se aislaba en su escritorio a fumar cigarrillo tras cigarrillo de tabaco negro, leyendo a Swedenborg. Jamás hablaba de eso. Salvo una vez, cuando al verme leer una novela de Stevenson había dicho en un todo definitivo: "Harías mejor en leer tu Biblia". Su contribución a mi crianza se detuvo allí. 

Mi madre tenía un nombre único. Un nombre dulce y ligero, que evocaba su isla, y que se llevaba bien con su risa, sus canciones y su guitarra. Se llamaba Rosalba. 

La guerra, es cuando se tiene hambre y frío. ¿Siempre hace más frío mientras duran las guerras? Mi abuela Germaine sostenía que las dos guerras que ella había conocido, la primera, la "Grande", y la otra, la "cochina guerra", habían estado marcadas las dos por veranos tórridos, seguidos de inviernos de espanto. Ella contaba que en el verano de 1914, en su pueblo, las alondras cantaban: "¡Este estío, este estío!" Y no fue hasta el día en que fijaron los carteles con la orden de movilización, a mediados de agosto, que los campesinos comprendieron. Mi abuela no había hablado de pájaros que cantaran en el verano de 1939. Pero contaba que mi padre había partido en medio de una tormenta. Había besado a su mujer y a su hijo, se había alzado el cuello bajo la lluvia, y no había regresado jamás. 

En la montaña hacía frío a partir de octubre. Llovía todas las noches. Los arroyos corrían por el centro de las calles, haciendo una música triste. Había cuervos en los campos de papas, mantenían una suerte de reuniones, sus graznidos colmaban el cielo vacío. 

Vivíamos en el primer piso de una vieja casa de piedra, a la salida del pueblo. La planta baja estaba compuesta por una gran pieza vacía que antaño había servido de depósito, y cuyas ventanas fueron tapiadas por orden de la Kommandantur. 

Es el olor de aquel tiempo lo que yo no puedo olvidar. Una mezcla de humo, de moho, un olor a castañas y a repollos, un algo de frío, de inquietante. La vida pasa, uno corre aventuras, se olvida. Pero el olor permanece, a veces resurge, en el momento en que uno menos lo espera, y con él regresan los recuerdos, la longitud del tiempo de la infancia, del tiempo de la guerra. 

La falta de dinero. ¿Cómo la adivina un niño de cuatro, cinco años? Mi abuela Germaine hablaba de eso algunas tardes, mientras yo me dormía a medias sobre mi plato vacío. 

"¿Cómo vamos a hacer? Hace falta leche, legumbres, todo cuesta caro". No es dinero lo que falta, sino tiempo. Los medios para no pensar más en el tiempo, para no tener miedo del día que se acaba, del día que recomienza.