Lugares y destinos de la imagen 31 May 2007

La luz en Caravaggio

El Litoral | Redacción

Resultado de los doce años de enseñanza en la cátedra "Estudios comparados de la función poética", que Yves Bonnefoy dictó en el Collège de France, "Lugares y destinos de la imagen" analiza la poética de Shakespeare, Giacometti, Laforgue, Baudelaire, Mallarmé. De los resúmenes de las lecciones que el propio Bonnefoy realizara, cuya versión castellana acaba de presentar El Cuenco de Plata, transcribimos un fragmento de "El culto de la imágenes y la pintura italiana", dedicada especialmente a Annibale Carracci y a Caravaggio. 

 

La luz en Caravaggio no proviene del sol terrestre, ni siquiera de la noche donde brillarían las estrellas, como en su contemporáneo exacto, Adam Elsheimer, que evoca tan misteriosamente sus reflejos, sus rumores, su profundidad que respira en su "Escarnio de Ceres". Pero tampoco es la que difunde una lámpara, y ahí yace una de las diferencias más significativas entre el pintor y aquellos que se denominan caravaggescos, por ejemplo Trophime Bigot cuando pinta "San Sebastián cuidado por Santa Irene" o Lanfranc, un imitador más ocasional, en su bella "Adoración de los pastores" (hacia 1606-1607, colección privada, Inglaterra). Las fuentes puntuales, una luz que viene de un punto de este mundo, metaforizan en esos cuadros la Encarnación, permiten la esperanza, dicen la fe. Ciertamente, no sucede lo mismo en la "Adoración de los pastores" de Caravaggio: allí ni el niño ni el ángel son la fuente de la luz, y si existe un foco está fuera del cuadro, en un punto que estaría a la izquierda del pintor si éste participara en la escena, y dado que evidentemente está afuera, parece pues no ser más que un hecho de su propio mundo, es decir, aquello que usa para orientarse en su lugar oscuro, y nada más.

Es una luz de búsqueda, en suma, de conocimiento tentativo, sólo tentativo, un faro local que vemos encontrando sus objetos, delimitándolos, tratando de abrir una profundidad hacia la presencia que se siente respirar allí, en la noche del mundo -pero que vemos también dejándose detener, casi siempre, por lienzos de tela o un hombro o unas piernas desnudas, y se da entonces un despliegue de la cualidad sensorial, una zona para la felicidad de ser pintor, pero sin verdadera alegría porque implica renunciar al movimiento que iba hacia el Otro, implica traicionar la presencia por la materia. Las manchas claras sobre lo oscuro en Caravaggio, esas superficies de un color a la vez intenso y apagado -como quien habla de cal apagada- no son la penetración del ser por la luz, éste se revela bajo ese pincel tan impenetrable como lo era por medio del mármol en Miguel Ángel, es una exposición superficial donde amenaza con aumentar la tentación estética, como lo sabrá Gentileschi; excepto que Caravaggio la convierte en ocasión de otra experiencia, la de su límite esencial, de su exilio.

Y es verdaderamente ambigua en suma la iluminación de Caravaggio, cristiano por su ambición, desesperado en sus actos; pero aun así es clara la enseñanza que el pintor extrae de ella, tanto como la convicción que la habita desde el origen. El acto de Cristo, su encarnación, no tendría sentido ni alcance si no fuese retomado, revivido por el ser humano, pero resulta que ese hombre, Michelangelo Merisi, por ardiente que pudiera ser la inspiración que lo mueve, se deja detener en el camino, abandona el corazón por la mirada, se arriesga a dejarse embaucar por esa visión del exterior que podemos llamar estética y que, fundamentalmente pesimista, no puede más que incitarlo a replegarse sobre sí mismo. Lo que expresa claramente el chiaroscuro de Caravaggio es que nada vale más que la compasión, pero que ésta es imposible, al menos en su caso, y que tiene poco valor esa belleza que se construye con las propias elecciones, con las propias representaciones del mundo, pero que en su red nos entrega al egocentrismo, es decir, a pensar que la Encarnación sólo es un sueño al que hay que renunciar.

Es lo que repiten -y que para terminar acaso trascienden- los grandes cuadros de los últimos años, puntos culminantes de la obra, el "Entierro de Santa Lucía", 1608, en Santa Lucía de Siracusa, y la "Resurrección de Lázaro", en Mesina, 1609. Lucia quasi lucis via, la que se arranca los ojos para abrir la vía de la luz interior, es en verdad lo que Caravaggio quiere ser, pero en el agujero del mundo ninguna luz viene de lo alto -también en este caso la iluminación tiene su fuente afuera del cuadro, al costado del pintor- y se ve entonces tentado a sólo retener de la vida a los dos inmensos enterradores, amarga evocación de la relación entre Dios y la materia. Con la "Santa Lucía" tocamos lo más sombrío de la experiencia de Caravaggio. Pero unos meses más tarde, la obra de Mesina puede expresar a pesar de todo una esperanza. No es porque sepamos que Lázaro va a revivir, a pesar de su gesto de Cristo en la cruz. Sus miembros tienen una rigidez que impresiona mucho más que las vendas con que Giotto los envolvía. Pero si bien es cierto que podrá responder al llamado de Cristo, ¿no es acaso debido a ese boca a boca metafísico que lo enlaza con la mujer inclinada sobre él, sea Magdalena, sea Marta? Esas dos cabezas juntas son el ícono en el seno del amplio cuadro, el ícono de una realidad trascendente, el amor humano, que ahora vemos designado como la causa profunda de la resurrección, si no del cuerpo, en todo caso de la confianza en la vida.

Tras lo cual nos dijimos que el secreto de Caravaggio no era tanto la compasión que se exaspera por no ser absoluta cuanto la experiencia de una falta en su propia vida de Lázaro que deriva ya hacia su tumba; sin dudas desde su origen, la falta de una presencia amante que le hubiese dado más fe en los aspectos de la vida que su pintura saquea. Su secreto es el ansia por ese amor, el reclamo para sí mismo de aquello que se angustia por no poder dar, también a causa de la falta que lo frustró. Y lo que se indica en ese último cuadro es que si hubiera tenido ese amor, Caravaggio se habría levantado, hubiese caminado, la verdadera vida habría sido posible.

Y una observación más: a menudo se ha querido ver en Caravaggio -a causa de obras como "El amor triunfante" o de densas ambigüedades incluso en escenas religiosas, por ejemplo "El sacrificio de Abraham"- a un pintor erótico de manera mucho más marcada y brutal que Carracci. Pero lo erótico en Caravaggio no es más que el reconocimiento sin deleite ni provocación de una pulsión sufrida de manera tan violenta, opaca, fatal, que sólo puede significar para él una vez más la noche del mundo. Es la confesión sin alegría de una energía peligrosa que sólo sería materia, sólo agitaría la nada, si no fuera usada para otros fines distintos de ella misma. Un memento mori en suma, como los cráneos en las "Magdalenas" de la época. El deseo está por todas partes en Caravaggio, el eros no se priva de construirle una escena, que es el "Baco", pero ambos no son más que la cifra en negativo de la superación con que sueña -una superación que dudamos en llamar agapé, porque éste es una fiesta cuya idea se ha perdido en aquel gran espíritu. Más bien sería la caritas de la cual había surgido el dolorismo en San Agustín.

De "Lugares y destinos de la imagen". Traducción de Silvio Mattoni.