El hombre de las tres letras 06 Jul 2023

El hombre de las tres letras

Revista Otra Parte | Manuel Crespo

 

Camuflando intenciones, maquinando ideas que conciertan literatura, música, psicoanálisis y lecciones sublimadas de acontecimientos secretos, al borde de lo apócrifo, en el fondo Pascal Quignard siempre escribió sobre leer. Para él la lectura es una insistencia del pensamiento, o mejor dicho: el mecanismo predilecto a partir del cual los seres humanos hacemos del exterior un lugar ajustado a nuestra medida equívoca de las cosas. Un acto destructor, que elimina el afuera, anula lo que es, lo que no necesita de semántica para discurrir en un presente sin moral, ni frustraciones, ni resabios de consecuencias más allá de la muerte, que jamás será el fin porque en definitiva tampoco hubo nunca un principio.

Undécima entrega de la serie catártica “Último reino”, El hombre de las tres letras habla del robo que tiene lugar cuando se abre un libro en su ángulo de soledad máxima. El lector se abisma en el mutágeno de la lectura. Al leer se convierte en un fur, la figura verbal que los romanos encontraron para el ladrón, el agente de un reino que no pertenece al mundo de este lado. “Lo que caracteriza a la sociedad secreta de los que leen es la soledad de cada uno”, propone Quignard. “Es una furtividad que es en verdad, sin dudas, felina. O al menos casi felina, quizás un tanto aviaria. La lectura es un robo [vol] sin ruido. Como el vuelo [vol] mágico de las lechuzas, cuyas alas no se despliegan más que para apoyarse, sin el menor ruido, en el aire que pasa por encima de la tierra y que rebota en ella. Predación invisible”.

La cita resume el estilo del libro, la serie y prácticamente la obra entera del francés. Hay en ella nocturnidad destilada, correlato con el plano animal —no importa si está debatiendo sobre el amor, arte rupestre o cualquier otro asunto: sus inventarios suelen terminar en menciones a la piel, la carne, la sangre, la materia primitiva y siempre sexual de la existencia— y las súbitas concomitancias entre significados que parecían distantes. El músculo etimológico, esa “autorización arcaica” que la humanidad precisa para mantener su clandestinidad en la tiniebla, choca en El hombre de las tres letras con inesperados callejones. Ante la sentencia de Benveniste de que “la palabra ‘literatura’ no tiene origen”, Quignard da rodeos, cambia de estrategia sobre la marcha, persigue un resquicio por el que huir o penetrar, y al final se aleja sin reconocer la derrota. O más bien sin expresarla, aceptándola en el doblez de argumentos que quizás le permitan decir lo mismo de otra forma.

Al fin y al cabo, el lector es feliz en esa zona flexible entre la vastedad y la insuficiencia. En la contradicción metódica —escritura y lectura son lo mismo, no lo son, también hay que considerar el habla—, en el afanoso relleno del vacío que debería separar al Gilgamesh de los interiores de un mamut lanudo, en la fascinación altivamente infantil por el “extraño tacto” de los libros, Quignard busca recrear el tiempo encantado que ellos encierran, que sólo los letraheridos conocen, y dentro de cuyas fronteras sobrará siempre el espacio para nuevos iniciados.