El hombre de las tres letras 16 Abr 2023

Quignard: lectura de las letras mudas

El dilatante | Silvio Mattoni

 

En un pasaje famoso de las Confesiones (VI, 3), San Agustín relata un hábito de su maestro, San Ambrosio, quien leía en silencio mientras estaba rodeado de gente: “sus ojos eran conducidos a lo largo de las páginas y su corazón escrutaba su sentido; en cambio, la voz y la lengua quedaban quietos”. Más que a una forma distinta de lectura, frente a la costumbre de leer en voz alta, Agustín explica este comportamiento por una especie de retiro interior: el maestro quería no forzar más su voz, que se le ponía ronca con facilidad, y que reservaba para el ejercicio retórico de las exposiciones públicas, o bien no quería perder demasiado tiempo teniendo que explicar lo que leía a los otros presentes, porque demoraría mucho el recorrido del volumen que tenía en sus manos. También se interpretó la escena como el descubrimiento de la lectura silenciosa, que con el tiempo se haría mayoritaria, aunque muchos pasajes de textos antiguos refieren la práctica de leer sin abrir la boca, de la comprensión tácita de las letras.

Pascal Quignard, en su libro El hombre de las tres letras, propone ver en el asombro de Agustín más bien la confirmación de que lo escrito no es una representación de lo hablado, sino una introducción al silencio, donde la voz y la lengua están quietas. Quignard, como es su costumbre, cita en latín: “Vox autem et lingua quiescebant”. La conjunción autem indica una leve contraposición con lo anterior: el movimiento de los ojos por las páginas, el escudriñamiento de un sentido por el ánimo o el corazón o la mente. “Su voz y su lengua se mantenían en el más completo reposo”, traduce Quignard. Tenemos aún ecos del verbo quiesco y del sustantivo quies, respectivamente: “descansar, dormir, permanecer tranquilo en paz, guardar silencio, no inquietarse” y “reposo, descanso, tregua, calma”, en las palabras más comunes de nuestra quietud y en el solemne llamado del réquiem, entre otros términos. Pero Quignard alude además al aislamiento, al silencio en medio de la multitud, porque de alguna manera el que lee se retira del mundo, evita el diálogo, se fabrica un rincón quieto en el ruido del mundo. Y lo que Ambrosio buscaría, aparte de la reserva de Agustín sobre su intención, cuando dice “no hay duda de que aquel varón lo hacía con una buena”, está más allá del libro que lee, que lo llevará a otros libros, porque no estaría viendo las letras sino el silencio del sentido, el acallamiento de los sentidos, la tregua de la escucha, “es un silencio de los siglos sucesivos”, escribe Quignard, “que se acumula y se contrae en la penumbra de la basílica antigua”. Como si todos los siglos de escritos anteriores, el pensamiento de los muertos que no hablan, que no dialogan, envolviese al lector que sigue las líneas con la mirada, “cuyo rostro no se mueve, pero cuyo cuerpo en verdad ya no está ahí”.

Ese rapto del orador Ambrosio, detenido en el silencio de una lectura interior, fuera del mundo, habría decidido, según Quignard, la conversión de Agustín, quien desde entonces trató de escribir lo más íntimo de sí como si se estuviera leyendo, desenvolviéndose en el volumen de su tiempo de vida, imaginándose una lectura sin tiempo, la mirada de un ser invisible que las letras pusieron en el mundo. En una traducción bretona del siglo XVI, escrita con la antigua ortografía del francés, Quignard encuentra la palabra requoy, término medieval derivado directamente de la quietud latina, que puede significar tanto “calma” o “reposo” como un lugar retirado, aparte, un escondite y también el fuero interno. La palabra aparece en el Testamento de FrançoisVillon, por ejemplo, en ambos sentidos, como “paz” y como “lugar secreto”. La antigua versión mencionada pasa por alto la escansión, la sentenciosa puntuación latina, y encadena oraciones a lo largo de una docena de líneas, en un espíritu más franco, que el nombre del obispo del Norte indica abiertamente, Hennequin, quien parece describir el cansancio de Ambrosio, su necesidad de tregua, cuando se retiraba de las largas audiencias que brindaba y agarraba un libro de la escritura sagrada, porque toda escritura se encuentra así separada de la obediencia de los que escuchan, y cuando estudiaba, traduce el bretón, “tenía los ojos totalmente fijos en el libro, sin moverlo ni acá ni allá; y no decía una palabra, dándoles descanso a su lengua y a su voz, por el gran trabajo que había tenido hablando el resto del día, y buscaba cuidadosamente en su corazón la interpretación y el conocimiento de las dificultades que encontraba leyendo”. De tal modo, sin mover los labios, la vista fija, ante la presencia de los otros, el que leía estaba en su requoy, su retiro, su interrupción que sin embargo fluye entre el ojo y lo íntimo, y que Quignard anota que tal vez sea la palabra clave del libro que está escribiendo, porque incluye la “lectura quieta” y el rincón de su apartamiento.

Y sin embargo, en la aparente quietud del que lee se esconde una huida, una migración mental. Se parece a un pájaro, con los ojos excesivamente atentos. Quignard compara los “ojos desproporcionados de los lectores” con los inmensos de las lechuzas, pues desde la invención de las lámparas más antiguas el que lee es presa fácil de la noche: busca algo que todavía no aparece, lo que desea o acaso lo que teme, en la oscuridad. Pero en verdad no se está yendo a otra parte, no está sobrevolando paisajes imaginarios, sino que más bien se hunde, se sumerge de cabeza en el libro como en un espejo de agua, y ya no distingue letras ni reconoce palabras, sigue rápidamente un sentido mudo, que al mismo tiempo corre y está inmóvil, como la emoción que se adueña de su cuerpo quieto. A ese que no está ahí, Quignard lo amonesta: “No me hablés de ese libro, leé, meté más profundamente aún tu cabeza en el abismo en que tu alma se pierde”. Perderse así quizás no sea una forma de la alegría, aunque produzca un evidente goce, porque la felicidad no estaría en el olvido de sí. Cuando uno lee, otro que no está ahí te lleva a su lugar, un fantasma, una voz desaparecida, que ahora las letras que dan vueltas, que recuerdan el giro violento de una cabeza de animal, no dejan de separar. El muerto, eso que se llama un escritor, no vuelve en la literatura, sino que rapta al que lee y se lo lleva al fondo, por una temporada, como a la chica que todos los inviernos tiene que vivir tapada, encandilada, mientras espera el renacimiento de las flores que parecen mentira en su pieza fría. Pero con un libro y una lámpara, su aliento mezcla las sombras de los escritores muertos con las imágenes coloridas del paraíso: las páginas que mira sin ver son, escribe Quignard, “superficies blancas y pálidas y lisas como lo son los huesos en los osarios, en las momias, en los nichos, en las tumbas”. El tiempo del amor ya pasó o todavía no llega, mientras la cabeza lectora se roba su propia vida para armar un tesoro evanescente, hecho de ritmos continuos en la memoria de las palabras discontinuas, para cuando la voz se casque y la vista se debilite. Es alguien, cualquiera sin nombre, tachado antes del final del libro, que relee a los clásicos, según Quignard, que “cruza el Aqueronte, saluda a las sombras y las llama por sus nombres, manda las almas al paraíso o más bien se une ahí con ellas”. La lectora no habla pero respira, se acuerda de su nombre griego, Psyjé, y sabe que el cuerpo que más alegría le brinda se escapará para siempre cuando le acerque la lámpara caliente, si llega a cerrar el libro, como un chico que lee toda la noche porque tiene miedo de apagar la luz, de esa interrupción del sentido que es una prueba diaria de su inexistencia, de donde viene y hacia donde va todo el que habla, de donde no se aparta nunca, en sus horas muertas cuidadas como joyas envueltas en papel de diario, todo el que escribe.

“La lectura es un robo sin ruido”, dice Quignard, porque sería un acto furtivo, y las tres letras de la palabra latina fur quieren decir “ladrón”. Sin embargo, por las extrañas vueltas de la etimología y la derivación de las lenguas, en francés, vol, “robo”, también significa “vuelo”. Parecía entonces que leer era meterse en un rincón, en silencio, movido por la pasión y el insomnio y la falta de normas horarias, como un ladrón que acecha, que entra de noche en una casa ajena para llevarse algo que todavía desconoce, pero luego esa pose furtiva es una actividad felina, con los ojos adaptados a otra luz, que sale afuera o que anticipa una salida, y es también un vuelo sin ruido. Pero hay una zoología circular en las letras: el ave que planea en silencio puede ser acechada por el gato furtivo. Y el lector que le roba tiempo al día también es arrebatado por el libro. El objeto que buscaba en la oscuridad parece siempre al alcance de la mano, a la vuelta de la página, pero se escapa cada vez un poco más allá, como si el libro nunca fuera a terminarse; y al final, ningún mensaje le estaba dirigido, porque lo escrito no era el comienzo de un diálogo ni un llamado a la acción.

Tanto leer como escribir son actos que hay que pensar, según Quignard, en completa oposición a la lengua hablada, que surgen de la separación del flujo del habla y de la interrupción de la obediencia y la pertenencia a la comunidad, a la familia lingüísticas. Por lo tanto, escribir no sería transcribir un habla, sino más bien hacer marcas en una corriente que la memoria tiñe de falsa continuidad. Se trata de escuchar un curso interior, insonoro, mientras se pasan a la mano unas incisiones o curvas y círculos que al mismo tiempo escanden esa escucha intrasensible y la impulsan a revelarse, como piedras que hacen notar la fuerza de lo que fluye en forma de burbujas y espuma. Acaso el que lee pueda entender que se le dirige un mensaje, cuando en realidad se hunde en la espuma de una voz, que nunca se pronunció, nunca atravesó el aire. Entonces, furtivo y raptado, el que clava la vista en las hojas y no mueve ningún miembro, con la lengua fija entre sus mandíbulas, se pone a escuchar el silencio mismo, el absoluto que no existe de ningún modo en la naturaleza, y que es su propio murmullo interno de repente sentido como otro. “Yo soy otro”, se dice, pero también: “él es un yo, que no está acá para hablarme y sin embargo me llama, me sigue llamando, no puedo dejarlo, no me acuerdo de nada que no esté en el libro”. El libro no me dice algo ni me da una orden, no retransmite su novedad, no designa un objeto, no nombra siquiera esa marca absurda que envuelve su rollo o su encuadernación, no hace que alguien llegue o aparezca. Un libro no habla sino que, escribe Quignard, “se detiene en silencio en la lengua que la psique emplea por costumbre”, entonces su espíritu sopla sobre las letras, barre los residuos que dejaron los materiales de escribir, se olvida de los nombres, los tacha más bien, busca algo distinto en el mundo invisible, interno, silencioso, allí donde fermenta un tesoro huidizo, que el sentido quisiera robar volando, donde se detecta, se esconde y se individualiza lo previo a todo nombre.

Por la vía secreta de una carta muda, se borra toda persona en las letras que se escriben, según una paráfrasis de Tertuliano que hace Quignard, quien traduce: “Siguiendo el sendero oculto de las letras taciturnas, la literatura es el instrumento de toda la vida”. En latín: Instrumentum ad omnem vitam litteratura. Todo lo vivo, en tanto que todo, es el objeto de la literatura, el tácito instrumento del mundo impersonal. Y sin embargo, debajo está el nombre, el placer individual, el miedo y el goce interiores, como en la falsa etimología de la literatura, porque la deriva de las lenguas es un sueño tan arrebatador como las imágenes y los ritmos de cuentos y poemas.

“Nadie sabe lo que es: la literatura”, escribe Quignard, porque es una palabra sin origen y porque indica una ausencia de persona: nadie está hablando en las letras. Precisamente la palabra latina littera no tiene una etimología cierta, como lo señala Benveniste, mencionado por Quignard, en sus últimas lecciones antes de perder el habla por un ataque cerebral. No obstante, los romanos se dedicaron a inventar posibles relaciones con términos cercanos, como litus, la “orilla”, la “costa”, y entonces lo literario acotaría esa imagen de los bordes, pero la imagen no está escrita ni la incisión se asemeja a los árboles o las playas que nunca dejan de recibir el empuje del mar. Más bien hacer letras es un acto, no una delimitación, y en la superficie marcada el que lee ve a través, más allá de ella, algo que no está ahí, ingresa en un fondo que lo devuelve al silencio, capta o intercepta el flujo cuyas huellas se interrumpen solo para seguir adelante, se mete en la apertura de la tabla lisa, el papel, la piel, la cera, que cada incisión o arabesco o dibujo instaura y cuyo vértigo atrae.

Pero ¿qué hay más allá de la letra? Otra etimología artificial, tal vez: litura y littera, “tachadura” y “letra”. Un borrador, lleno de tachones, es un manuscrito autógrafo. Sin embargo, nada se borra en el manuscrito, porque tachar es “incidir una incisión para destruir su aspecto”. Más allá de la tachadura, queda el rastro. Quignard cuenta un episodio de Suetonio sobre el emperador Claudio, quien había condenado a alguien a muerte y acepta salvarlo a pedido de un pariente. Entonces cruza con una raya el nombre y la letra que abreviaba ese castigo último. Sin embargo, el emperador dice: Litura tamen extet! “Pero el tachón queda”, o sea que subsiste, se muestra, esa incisión que perdonó la vida, como la sombra de la muerte que pasó por encima del nombre. Así también, literatura puede ser, siguiendo a un gran amigo de los retruécanos, tachar la tierra, hacer rayas en la superficie cualquiera del planeta que se pisa: debajo está el nombre, tal vez, pero el tachón subsiste.        

“Beato” le decía Horacio al que se aleja del negocio, aunque fuera por un rato, porque la búsqueda de dinero, los tratos urbanos, los trámites no eran más que una negación y la vida auténtica era el ocio. Sólo que la palabra otium para un romano era sobre todo el tiempo de leer y también de escribir: hacer poemas como Horacio, pensar en los temas de la antigua sabiduría en ensayos como Cicerón. Esa paz de lector se parecía a una huida al campo, donde no habría desgaste y cada cosa se renovaría: animales e insectos, árboles y plantas. Pero el silencio, que niega la usura de lo negativo, no existe en la naturaleza. El silencio de la lectura está poblado en cambio de seres imaginarios, invisibles. Alguien escucha una voz que no está en el aire, en medio de otros que tienen los oídos tapados con esa misma cera que sirvió para escribir, punzándola, el borrador del libro. Está atado a su soledad, pero quisiera profundizarla aún más tirándose al agua, a ese oleaje de donde viene el encanto de voces que cree escuchar, mientras está leyendo. Presa de un rapto, inmovilizado, nadie más que él puede seguir el ritmo, con el sentido abierto pero fuera del mundo, atado a un poste, a un banco, recitando las palabras más viejas que parecen nuevas, que son el origen de lo que cree ser, íntimamente, sin hacer alusión de persona. Es un viaje de regreso que se demora en cada episodio, vacilando entre seguir adelante, averiguar lo que viene después, y volver a leer, envolverse en la precisión de lo escrito, la prosa que se hace verso, el metro largo y el corto que se anticipan pero bailan, como en los yambos del citado Horacio: Beatus ille qui procul negotiis,/ ut prisca gens mortalium,/ paterna rura bobus exercet suis/ solutus omni faenore. Que podría traducirse rápidamente así: “Feliz el que está lejos del negocio,/ como la primera gente mortal,/ y con sus bueyes labra los campos del padre,/ libre de toda usura”. El que estaba atado, mientras se creía libre de caminar por la ciudad, ahora se desata, vive en su alegría, lejos y en medio de la gente, como los primeros que supieron que eran mortales y empezaron a olvidarse de la muerte, esa usura del cuerpo invisible, y sigue el surco de su nombre propio, heredado pero íntimo, intercambiable pero insustituible, liberado de todo interés, absuelto en un lapso de tiempo de todas las cuotas que debe.

Dice Quignard: “Sin cesar el lector, durante más de dos milenios, se remitió al latín como a su tercero más propio. Su fiera personal. Su león. Su águila. Su toro”. Desde la felicidad bucólica de los dioses que hacían crecer todo hasta los misterios de nuevas revelaciones, donde tres animales y un mensajero repiten la historia del último dios, su tortura, su muerte y su eterna invisibilidad, el latín habrá sido la lengua leída, antes y después del habla, entre las palabras de la tribu y el pensamiento del origen. El león era el relato griego de Marcos, traducido al latín, el toro, Lucas, el águila, Juan, que vuela para trazar su teoría, y el mensajero del cielo, Mateo, porque habla de la genealogía del dios. Pero también, como en la infancia católica de Quignard, habrá leído en latín el romano Ambrosio, sin pronunciarlo, guardándose la voz para decir misas y promover creencias. La lengua aún estaba viva, pero descansaba mientras leía, solo en su corazón se escuchaba en el fondo el sentido del libro. También Borges, como se sabe, cita el pasaje de Agustín, el último retórico de los dioses idos, seguramente traducido de alguna versión inglesa al idioma de los argentinos que él había inventado, en 1951, según puede suponerse por el uso del verbo “conjeturar”. “Lo vimos leer calladamente y nunca de otro modo –dice entonces Agustín según Borges– y al cabo de un tiempo nos íbamos, conjeturando que aquel breve intervalo que se le concedía para reparar su espíritu, libre del tumulto de los negocios ajenos, no quería que se lo ocupasen en otra cosa”. Libre de los negocios y del ruido, el lector citado por Borges prefigura la divinización del libro, que ya no es un mensaje sino un verdadero cielo, porque el que permanece con la boca cerrada es un iniciado en cosas que no le está permitido revelar. “Aquel hombre –comenta Borges– pasaba directamente del signo de escritura a la intuición, omitiendo el signo sonoro; el extraño arte que iniciaba, el arte de leer en voz baja, conduciría a consecuencias maravillosas. Conduciría, cumplidos muchos años, al concepto del libro como fin, no como instrumento de un fin”. O sea a la literatura, escrita por todos y no sabida por nadie, donde cada destino personal es una letra o un párrafo o un verso, y la infinita extensión de las cosas escritas son el único mundo que existe.

A los creyentes, a los lectores, se les promete la resurrección, que es en verdad un retorno al mundo anterior al mundo, un ritmo previo al habla, el pulso de otra mano en lo íntimo del ahora silencioso, que percutió antiguamente, con un punzón, una lapicera o una máquina, la piel animal o la corteza vegetal, y dejó marcas. De pronto las palabras se levantan y se animan ante la vista quieta del creyente, el amante de los libros, y el nombre de nadie, de un muerto, se acerca y le ofrece su amistad, de una vez y para siempre. En eso consiste acaso el culto de los libros, la última fe de la esperanza solitaria, pues como escribe de nuevo Quignard: “la literatura reanima a los muertos en los libros”, pero también “la literatura desembruja la suerte lanzada sobre nosotros en el nacimiento”. La lectura tal vez desencanta entonces el destino que parece arrojado desde que nacemos, bajo un nombre, que siempre persiste, y aunque sea lo único que quede, solo tacharlo nos libra de su hechizo. Así, al final, nos miramos leyendo, nuestro pasado es tan breve como un hemistiquio, en cada edad estábamos quietos, por momentos, en busca de otro que vivía en su libro, en busca del tiempo más íntimo posible, adictos, y nos vemos edad tras edad, siempre un poco distintos y un poco repetidos, como Agustín veía a su maestro y al primer lector, e imaginaba, confesó después, “qué sabrosos goces rumiaba de tu pan su boca oculta, que estaba en su corazón”. Permítanme decirlo en latín, en el que fue escrito: et occultum os eius, quod erat in corde eius, quam sapida gaudia de pane tuo ruminaret. Y su boca oculta, que estaba en su corazón, vibrando como una cuerda invisible, cuántos placeres de entender y de saber habría de incorporar, porque los sapida gaudia no solo tienen sabor, sino que el verbo sapio es el que define también al animal que habla, y luego al que escribe, y al que lee, que recibe su alimento y su lengua de otro.      

¿De dónde viene el libro, más allá de su forma corpórea, puesto que ninguna copia es lo que es? A su absoluto, que no era aún la literatura, le dice también Agustín: “Tú, en cambio, altísimo y próximo, secretísimo y presentísimo, cuyos miembros no son unos grandes y otros chicos, sino que estás en todas partes y no estás en ningún lugar, no eres así esta forma corpórea y sin embargo hiciste al hombre a tu imagen, y este con la cabeza y los pies siempre está en un lugar”. El libro está en un lugar, el tácito lector también, pero en todas partes y en ninguna, secreto y presente, muy alto y muy cerca, está el sentido incorpóreo, el goce de entender, el dios o el pan o el escritor muerto que revive cuando todo se detiene, en ese punto que es la unidad infinita.