El hombre de las tres letras 19 May 2023

Pascal Quignard, senderos para perderse

Revista Ñ | Juan F. Comperatore

El hombre de las tres letras es la novela más reciente del reconocido escritor.

 

A veces un umbral supone un cambio de frecuencia, en la medida en que franquearlo implica dejar atrás una geografía conocida y abrirse paso a otra por conocer. Una claridad de pronto atisbada en el ojo o el tímpano lo anuncia, y el desgarro en el tejido de la realidad o su evasión, lo refrenda. Seguir el copioso y disperso trazo de Pascal Quignard permite acceder a una experiencia semejante. Ingresar en su obra (en su orbe) equivale a atravesar un umbral donde se trastocan las coordenadas.

Cada uno de sus libros –de una consistencia inestable, anterior a la repartición en géneros– propone un movimiento de lectura de constante circularidad en torno de un cauce melódico principal sin que por ello se origine una sensación de centro a la manera de la tónica. Por lo general, el lector advierte que hay un motivo que liga la frágil costura de los fragmentos –por más renuente a la cristalización, abierto y oscilante que sea– gracias a que el mismo Quignard se encarga de postularlo, aunque no sea más que para diferirlo, eludirlo, bifurcarlo.

El undécimo volumen de esa empresa singular que es Último Reino –verdadero tour de force a contrapelo de la época– lleva por título El hombre de las tres letras y su tema, por así decir, es la literatura.

Quien dice la literatura dice la vida, porque por más que uno se empeñe con ahínco en separarlas una siempre se cuela en la otra. Y si Quignard restó su presencia de la participación pública, del consabido intercambio de miradas, agasajos y favores; si en su momento abandonó una carrera de concertista (fue violonchelista, eximio connoisseur del periodo barroco) y renunció al comité de lectura de Gallimard, no fue debido a un parco tránsito hacia la muerte, sino a fin de preservar el pálpito último del deseo. La vida, dirá el autor de Todas las mañanas del mundo, está en otra parte.

De esa reclusión nace el murmullo de su escritura. Y el silencio constituye su horizonte. Porque escribir, como apuntó en El nombre en la punta de la lengua, es “la única manera de hablar callándose”.

A medida que desanda abstrusas fuentes cubiertas por el polvo del tiempo, que traduce con paciencia la voz sepulta del pasado (“traducir”, escribió, “es ayudar a hablar al muerto”); a medida que quiebra la prosa y se permite una escapada lírica, la figura del lector se recorta como un ladrón furtivo que roba la lengua del otro (Fur es su perífrasis latina de tres letras). La literatura, así, se presenta sin origen propio, la escritura (que roba el grito a la lengua) como el descubrimiento más significativo de la humanidad (y no el fuego), y el libro como portal de acceso a un jardín antes vedado. Pa sos que fundan la vida secreta del solitario. Ascesis del mundanal ruido.

Para alguien que dedicó (en rigor dedica) gran parte de su vida a pregonar su propio retiro de la res pública, no dejan de resultar sugerentes aquellos pasajes en que permite el acceso, aunque sea sesgado, a su intimidad. Porque desbrozando siglos y siglos de conocimiento, de filósofos, músicos y literatos, de citas y de fábulas, asoma la silueta en escorzo del propio Quignard, quien da cuenta de la fruición que experimenta al separar las páginas de un antiguo libro intonso, del gozo que producen en él las horas de mayor silencio previas al amanecer (“el tiempo antes del tiempo”), la predilección por el carácter romano garamond y el asombro ante el color verde o el olor de antaño que mana al recoger hongos. Son momentos de remanso, que se cierran apenas se abren para volver a perseguir una aproximación más oblicua. La vuelta al sendero a ninguna parte.

Si algo ofrece Pascal Quignard es la posibilidad de perderse en esos tanteos. Ejercicios paradójicos que avanzan y retroceden sin dirección cierta, y que rozan en sus vaivenes un intuitivo centro incandescente, tan próximo como lejano a una sensación verdadera. Porque, como dijo en alguna ocasión, “el verdadero designio no es acceder a una improbable realidad, sino quemarse lo más cerca de la luz”.