Poemas 04 Jun 2023

Mundo señuelo

Radar Libros | Página 12 | Jean Starobinski

Escritor, crítico literario y ensayista, destacado traductor de Shakespeare, Yves Bonnefoy es considerado uno de los más importantes poetas franceses del siglo XX. A cien años de su nacimiento -el 24 de junio de 1923-  el Cuenco de plata publica Poemas (1947- 1975) en edición bilingüe, reunión de los primeros trabajos poéticos y de sus libros más deslumbrantes de los años 60 y 70 como Piedra escrita y En el señuelo del umbral. Aquí se publican fragmentos de la presentación del filósofo Jean Starobinski donde se analiza el trabajo poético de Bonnefoy en relación al concepto de mundo y en abierta polémica con el surrealismo.

 

They look’d as they had heard of a world ransom’d, or one destroyed. “Se diría que acababan de saber la noticia de un mundo redimido o de un mundo muerto”.

Esta frase (que pertenece al último acto -el reconocimiento- de El cuento de invierno) se lee como epígrafe de En el señuelo del umbral, que constituye la parte final de los Poemas de Yves Bonnefoy.

Ya el libro anterior (ahora: la tercera de las cuatro partes que reúnen estos Poemas) tenía un epígrafe extraído de la misma obra: Thou mettest with things dying: I with things new born. “Encontraste lo que muere, y yo lo que acaba de nacer”. Tomados de una obra que Bonnefoy tradujo admirablemente y cuya sustancia mítica le resulta cercana, estos epígrafes no implican sólo la elección de un hito dentro de la gran tradición poética occidental; son la voz del pasado que advierte, que señala los desafíos actuales; e indican con precisión, me parece, de manera emblemática y seminal, la doble cuestión que predomina en la poesía de Yves Bonnefoy. La palabra world nos dice en primer lugar que se trata del mundo o de un mundo, es decir de una totalidad coherente, y de un conjunto de relaciones reales. Pero la existencia misma de ese mundo está en suspenso, dentro de la alternativa que opone ransomed y destroyedthings dying y things new born. La obra poética indica con ello su preocupación original, el lugar de su surgimiento, que es el instante de peligro, cuando todo oscila entre vida y muerte, entre “redención” y “perdición”. Los epígrafes shakespearianos, en la misma fuerza de su antítesis, expresan el desgarramiento, la inseguridad, aunque también el impulso de la esperanza: únicas fuentes -más allá de cualquier certeza poseída- que Bonnefoy le asigna a su poesía. Son precisamente constantes. El epígrafe tomado de Hegel, que encabeza Del movimiento y de la inmovilidad de Douve, ya evocaba el enfrentamiento de la vida y la muerte. “Pero la vida del espíritu no se espanta ante la muerte y no se conserva pura de ella. Es la vida que la soporta y se mantiene en ella”. La cuestión del mundo, a su vez, había sido designada, aunque de manera crítica, como exergo del segundo libro, en una frase tomada del Hiperión de Hölderlin: “Quieres un mundo, dijo Diotima. Es por eso que tienes todo, y no tienes nada”. También en este caso la noción de “mundo” está ligada a una alternativa, que se establece en la oposición fundamental del “todo” y la “nada”. En un artista tan apegado a la lucidez, la elección de los epígrafes equivale a una declaración de intenciones, que guía la lectura y la comprensión, que permite captar el texto nuevo a partir de las obras del pasado que se recuerdan y a las cuales siente la necesidad de dar respuesta. El cuento de invierno es un gran mito de la reconciliación. Detrás de las citas de Hegel y de Hölderlin, se vislumbran los temas neoplatónicos de lo Uno, de la división y de la reintegración. Cuestiones cuya urgencia se renueva para Bonnefoy, más allá de toda garantía asegurada por el arte y la poesía anteriores: las citas en exergo, palabras del pasado, son una incitación a pensar la situación presente del lenguaje como un momento en el que debe resurgir la relación humana a partir de un estado de dispersión. La palabra citada es un viático en el umbral de un viaje que enfrenta tierras inexploradas, el espacio nocturno, los lugares de desunión.

ESTE MUNDO

Retengamos la indicación: se trata del mundo. Y sin duda es importante recordar que la palabra mundo adquirió, desde hace dos siglos sobre todo en poesía, un valor que no tenía anteriormente. En sus acepciones antiguas significaba, en primer lugar, el conjunto de las cosas creadas regidas por el orden natural; luego, en la acepción religiosa, este mundo en su oposición al “otro mundo”; finalmente, de manera más libre, un amplio espacio terrestre, un continente, “nuevo” o “viejo”. Cuando Shakespeare habla de mundo “redimido” o “muerto”, toma el término en su sentido religioso, y de manera accesoria en el último sentido recién mencionado, el de continente. Pero sabemos que Shakespeare, al igual que Montaigne, es testigo de una crisis de la representación del cosmos. Pronto van a triunfar la imagen copernicana del sol central, la física matemática, la abstracción calculadora revestida por la experiencia disciplinada. Esa nueva figura del mundo físico fue construida y descripta a costa del rechazo de las apariencias sensibles. El testimonio de los sentidos avalaba un universo de cualidades sustanciales, que entonces resulta destituido por la duda; en adelante, sólo ante la “inspección del espíritu” (Descartes) se revelarán los secretos de la naturaleza. Los cuerpos celestes, las fuerzas utilizables en la tierra siguen leyes conformes a las reglas de los números, y pueden así preverse y controlarse. Y si se requiere el testimonio de los sentidos en el dispositivo experimental, es a costa del abandono de la zona primaria de la vida sensible. El auge de la física matemática, prolongado por el de la técnica, incrementó en su conjunto la seguridad material de los hombres y desplazó el lugar del saber: ponen las fuerzas de la naturaleza al servicio de los hombres (de los deseos humanos en “este mundo”), pero para ello debieron renunciar a contemplar los objetos naturales, las cosas singulares -dejando así vacante todo el territorio donde aquello que nos rodea es percibido en su color, su música, su consistencia palpable. Joachim Ritter mostró que la atención estética ante el paisaje, al menos en Occidente, se originó en el momento en que algunos hombres sintieron lo que corrían el riesgo de perder al renunciar a las riquezas de la percepción espontánea. Aunque también insistió en el hecho de que el paisaje no podía ser percibido como objeto de goce desinteresado sino a partir del momento en que las técnicas científicas les permitieron a los hombres sentirse menos amenazados por la naturaleza, menos sometidos a las tareas de la simple subsistencia. El arte, la poesía reciben así como legado ese ámbito abandonado por la razón calculadora, descalificado ante la mirada de la ciencia, que construye sistemas de relaciones algebraicas: el arte tiene en adelante la tarea de repoblarlo, de despejar sus virtualidades de felicidad, de perseguir allí incluso una especie de conocimiento, fundado en otras pruebas y que depende de otra legitimidad. El saber científico “se instituye en sistemas aislados” (cito a Bachelard) y no sigue siendo científico sino en la medida en que se reconoce deudor de la selección de sus parámetros; en cambio, la actividad estética retoma la antigua función de la theoria tou cosmou, de la contemplación del mundo como totalidad y como sentido. La poesía, al asumir el mundo de las apariencias, no se limita a recoger la herencia del mundo sensible del que se aparta el pensamiento científico. El triunfo de la física y de la cosmología matemática ocasionó la desaparición de las representaciones religiosas ligadas a la antigua imagen del cosmos: más allá de las órbitas planetarias, ya no hay un empíreo, un habitáculo de los ángeles o de Dios. En el universo, nada difiere de este mundo: es el mundo profano el que resulta el único beneficiario de la aplicación de la racionalidad científica. Lo sagrado, si no debe desaparecer, se refugia en la experiencia “interior”, se une al acto de vivir, a la comunicación, al amor compartido –y ocupa así como morada lo sensible, el lenguaje, el arte.

Me parece que tal es la condición paradójica en la que se encuentra la poesía, desde hace menos de dos siglos: condición precaria, puesto que no dispone del sistema de pruebas que garantiza la autoridad del discurso científico, aunque al mismo tiempo condición privilegiada donde la poesía asume conscientemente una función ontológica
-quiero decir, en conjunto, una experiencia del ser y una reflexión sobre el ser- de la que no había tenido que encargarse ni que preocuparse en los siglos anteriores. Tiene detrás de sí un mundo perdido, un orden en el que estaba incluida y que sabe que no puede revivir. Lleva consigo la esperanza de un nuevo orden, un nuevo sentido, cuya instauración debe imaginar. Pone todo en marcha para acelerar la llegada del mundo aún inexpresado, que es el conjunto de las relaciones vivas en las cuales hallaríamos la plenitud de una nueva presencia. El mundo asumido así por la poesía es pensado en el futuro, como la recompensa del trabajo poético. Rimbaud -uno de los que más contribuyeron a imponer esa nueva acepción de la palabra mundo- constata: “No estamos en el mundo”, e invoca: “¡Oh mundo!, y el canto claro de las desgracias nuevas”. Es un espacio análogo el que designa el Weltinnenraum, hacia el cual se orienta, dentro de la expectativa más sensible, el pensamiento de Rilke.

De esta vocación moderna de la poesía, la obra de Bonnefoy nos propone hoy uno de los ejemplos más comprometidos y más reflexivos. Sus escritos como poeta y como ensayista, cuyo tono personal es tan notorio, y donde el yo de la aserción subjetiva se manifiesta con fuerza y sencillez, tienen como objeto la relación con el mundo, y no la reflexión interna del yo. Esta obra es una de las menos narcisistas que existen. Está íntegramente orientada hacia el objeto exterior que le interesa, y cuya singularidad, cuyo carácter único implican siempre la posibilidad de compartir. La aserción subjetiva no es entonces sino el primer término de una relación cuya forma desarrollada es la interpelación: el  que se dirige al otro (a la realidad fuera del yo), aunque también el  con el cual el poeta transcribe un llamado que le es dirigido, son al menos tan insistentes como el yo de la afirmación personal. Podría decirse que el yo se mantiene en vilo por el cuidado del mundo, del que está a cargo a través de su empleo del lenguaje. Recurriendo al vocabulario de la ética, Bonnefoy nos dice que la apuesta es un bien común
–un bien que debe necesariamente realizarse y comprobarse en la experiencia individual, aunque no sólo en provecho del individuo separado. El sujeto, el yo, tan fuertemente presente en el acto de enunciación, no está solo en escena dentro de lo que enuncia: le da lugar ampliamente al otro, al que reclama compasión, y acepta que la conciencia individual frente al mundo se pliega a la exigencia de una verdad de la que no tiene derecho a disponer arbitrariamente. El solipsismo de tantos “discursos poéticos” de la época moderna es lo que Bonnefoy refuta con la mayor energía. No es el yo, sino el mundo lo que debe ser “redimido”, o más precisamente: el yo no puede ser “redimido” sino cuando el mundo lo ha sido con él. También en este punto, el epígrafe elegido es totalmente revelador.

Por haberse dedicado en algún período de su juventud a las matemáticas, la historia de la ciencia, la lógica, Bonnefoy conoce por experiencia la atracción del pensamiento abstracto, la alegría que puede sentir la mente construyendo el edificio de los conceptos y las relaciones puras. Pero al igual que Bachelard, cuya enseñanza científica siguió, sabe que el rigor del saber exige el sacrificio de las evidencias inmediatas, de las imágenes primarias –y no puede resignarse a ello. También Bachelard, luego de haber exaltado la ascesis científica, se había fascinado con lo que él mismo había rechazado: las convicciones fantasiosas, la configuración que el deseo le confiere al espacio, las virtudes imaginarias que le atribuimos a la materia. A diferencia de Bachelard, Bonnefoy no siente el requerimiento de una dimensión imaginaria para salvaguardar
el fuego necesario de la vida, sino de una realidad simple, plena, portadora de sentido -de una tierra, dirá con insistencia. No es que lo imaginario, el sueño no hayan ejercido una seducción persistente en el espíritu de Bonnefoy: lo atestiguan los pocos años en que simpatizó con el surrealismo. Pero muy tempranamente comprobó que aquello que se revelaba en la “maravilla” surrealista no era el “trasfondo de la experiencia sensible, con riquezas inadvertidas por la razón ordinaria, sino la mala presencia, aquella por la cual lo que es se ausenta en el mismo momento en que aparece ante nuestros ojos, se cierra a nuestra lectura”. Al releer ese texto en el que Bonnefoy se explicó acerca de su ruptura con los surrealistas, vemos con claridad aquello que para él debía prevalecer contra la imagen, donde brilla “la idea de otra luz”: es “la realidad” (“que es más que lo surreal”), “las cosas simples”, “la figura de nuestro lugar”, en fin el “mundo”: “No hay presencia verdadera sino cuando la simpatía, que es el conocimiento en su acto, pudo pasar como un hilo no solamente por algunos aspectos que se prestan a las fantasías sino por todas las dimensiones del objeto, del mundo, asumiéndolas, reintegrándolas a una unidad que siento por mi parte que nos garantiza la tierra, en su evidencia, la tierra que es la vida”.

El reproche que Bonnefoy le hace al surrealismo, simétrico e inverso al que le hace a la ciencia, es haber abandonado el lugar, el mundo al que estamos asignados, en nombre de otro orden de realidad, que sólo se descubre de manera fugaz, en seres y en instantes privilegiados; el aura con que se cargan de pronto tal ser, tal objeto -según la experiencia surrealista- tiene por efecto persuadirnos de que “una parte de nuestra realidad, ese objeto, tiene en su ser las huellas, cuanto menos, de una realidad superior, lo que desvaloriza las otras cosas del mundo, como contrapartida, y da la sensación de que la tierra es una prisión”.

Para Bonnefoy, ese es el signo de una actitud gnóstica: actitud que para justificar su rechazo de las apariencias del mundo apela a la noción de la unidad perdida, de la caída, de la búsqueda necesaria de una salvación en otra zona de lo real. Pero la presencia del mundo, y la presencia en el mundo, cuya necesidad Bonnefoy siente tan intensamente, le parece que deben ser mantenidas contra todos los sueños y contra todos los llamados que atraen a nuestro espíritu hacia reinos separados. El surrealismo, al ceder a la atracción de la astrología, del ocultismo (cuya influencia predomina en los escritos de posguerra de André Breton), no hacía sino proponer una versión precientífica, “mágica”, del mismo discurso de la ciencia determinista: su búsqueda de lo secreto no se alejaba menos de lo inmediato, de lo “simple”, de la existencia concreta, y por lo tanto no era menos divisoria que la ley de los conceptos y los números.

Señalemos aquí que el mundo cuya emergencia Bonnefoy procura asegurar no adquiere todo su sentido sino por la oposición en la que se basa: es el mundo reconquistado por sobre la abstracción, el mundo despejado de las aguas nocturnas del sueño; y eso implica esfuerzo, trabajo, viaje. El mundo, aun cuando se deba llegar finalmente a reconocer que estaba ya ahí, está en principio ausente, velado y debe ser alcanzado por la mirada y la palabra a partir de una situación de distancia y de privación. Todos los textos de Bonnefoy –poesía, prosas, ensayos– contienen una serie de momentos, comparables a los de una travesía, que preside un deseo dividido entre el recuerdo y la esperanza, entre el frío nocturno y el calor de un fuego nuevo, entre la denuncia del “señuelo” y el alcance de la meta. Se sitúan, por así decir, entre dos mundos (en la historia personal tanto como en la historia colectiva): hubo un mundo, una plenitud de sentido, pero que fueron perdidos, rotos, disipados. (Es la afirmación con la cual comienzan las doctrinas gnósticas –y el hecho de compartirlas en este punto vuelve a Bonnefoy mucho más atento para separarse de ellas en las etapas ulteriores.) Para quien no se deje atrapar en las quimeras ni en la desesperación, habrá de nuevo un mundo, un lugar habitable; y ese lugar no está “en otra parte”, ni “más allá”, está “aquí” –en el mismo lugar, reencontrado como una nueva orilla, bajo una nueva luz. Pero la nueva orilla a su vez no es más que presentida, prefigurada, inventada por la esperanza. De manera que ese espacio entre dos mundos puede ser considerado como el terreno en el que se despliega la palabra de Bonnefoy –un terreno que se abre necesariamente a las imágenes del camino y del viaje, que a veces apela a la narración, con todas las “aventuras” que aparecen en los relatos de búsqueda: vagabundeos, trampas, falsas rutas, entradas en puertos o en jardines. De hecho, esa proyección en el espacio no es más que una imagen, una virtualidad alegórica de la que Bonnefoy sabe que también le es preciso defenderse. Entre dos mundos: el trayecto es esencialmente de vida y de pensamiento, está constituido por el cambio de la relación con los objetos y los seres, por el desarrollo de una experiencia del lenguaje.