Poemas 09 Sep 2023
Ideas | La Nación | Pedro B. Rey
Hay libros para los que nunca es tarde. La reciente edición de Poemas 1947-1975, del francés Ives Bonnefoy (1923-2016), corre el riesgo de ser tomada a la ligera como un simple primer tomo de su poesía completa. Lo es, pero con una salvedad: no se trata de la habitual compilación tardía, que suele aparecer cuando la obra de un poeta queda clausurada por su muerte. El volumen es un libro de Bonnefoy por derecho propio. Fue publicado a fines de los años setenta para darle perspectiva a una producción concentrada y por entonces relativamente escueta. Para esa época, Bonnefoy había dado a conocer solo cuatro poemarios –y muchos ensayos sobre poesía y artes plásticas–, pero a partir de entonces habría muchos más, una veintena. En algunos, incluso inventaría un género personal: las prosas poéticas de los “relatos en sueño”.
La edición bilingüe de Poemas 1947-1975 –salió por El Cuenco de Plata, con traducción de Silvio Mattoni– se atiene a la singularidad del libro original, sin aditivos. Figuran los cuatro títulos: Del movimiento y la inmovilidad de Douve (1953), Ayer reinante desierto (1958), Piedra escrita (1965) y En el señuelo del umbral (1975), sin prescindir del Anti-Platón (1947), una plaqueta primeriza que, a su manera, funciona como arte poética.
Hay, sin embargo, una lealtad mayor: también conserva el extenso prólogo original de Jean Starobinski, una obra maestra crítica que explora en cada detalle los alcances de esa obra que concilia lo simple y lo complejo. El quid de la poesía de Bonnefoy es la presencia, cómo reflejarla en la poesía. Su proyecto, contra todo, no es ingenuo. Bonnefoy en su juventud estudió matemáticas y, dice el crítico suizo, conocía “por experiencia la atracción del pensamiento abstracto, la alegría que puede sentir la mente construyendo el edificio de los conceptos y las relaciones puras”. Como Gaston Bachelard –el epistemólogo de Psicoanálisis del fuego y El agua y los sueños–, “sabe que el rigor del saber exige el sacrificio de las evidencias inmediatas, de las imágenes primarias, y no puede resignarse a ello”. La poesía –es su condición devaluada desde al menos dos siglos precaria ante el triunfante sistema de pruebas científico, dice Starobinski– tiene que hacerse entonces cargo del privilegio que le queda: la exploración del ser.