Poemas 05 Oct 2023

Poemas 1947-1975

Revista Otra Parte | Carlos Surghi

 

Leer a Yves Bonnefoy implica abandonar la certeza de que por detrás de las palabras hay aún un resto de sentido. Pero también implica la esperanza de que el mundo continúa más allá de cualquiera de esas palabras que se profirieran con sospecha o con atino. De un modo magistral, entonces, los poemas aquí reunidos se orientan en esa dirección, la que al principio parece un extravío y termina siendo un acierto, parece la ejecución de un don y en verdad tiene más de la lección de un maestro. Lo que nos lleva a preguntarnos: ¿qué habla en el poema? ¿De dónde procede lo que dice —en caso de que diga algo—? ¿Qué ritmo lo arrebata como convicción de totalidad —justo ahí cuando ya nos impulsa a renegar contra la aceptación de la nada—? Ocurre que en la poesía de Bonnefoy todo está orientado hacia el más allá de las palabras, acaso lo que llamamos presencia, algo que, necesariamente, está desde su origen reñido con cualquier definición. Tal vez por eso, desde sus primeros libros, Anti-Platón (1947) o Del movimiento y la inmovilidad de Douve (2000), por ejemplo, lo que escuchamos es más bien la voz de un arrebato, lo que se distingue es el tono de una pasión, lo que vemos es el acabado de una forma en imágenes que parecen más próximas al núcleo resplandeciente que las dispuso, que a aquello que las alejó de la intencionalidad expresiva adonde se borraran.

Ocurre que a lo largo de los años Bonnefoy ha hecho de la apariencia de una idea la sustancia de un objeto, la afección de un sentimiento, el simple revés de un sueño que dice más cuando calla que cuando se intenta volver a soñar. Desde ya que cada poema en él es singularidad pura, una paráfrasis —cuando no negativa, irónica o por demás acertada— de la repetición que el lenguaje nos propone como consuelo racional y progresivo. Acaso como este verso que podría condensarlo todo, “presencia exacta que en adelante ninguna llama podría reducir”, ya que es la misma experiencia la que señala que “hacía falta que aparecieras así en los límites sordos, y que sufrieras la prueba de un sitio fúnebre donde tu luz empeora”, el poema no es más que esa luz que se oscurece contra el mundo, pero que en su resplandecer ha sido eterna. Hechos entonces de una lucidez extraordinaria, en la que es posible aunar un saber de la tradición grecolatina, pero también de las artes que vienen a despedir lo ingenuo de la poesía en su deriva ya sentimental —nos referimos por caso al renacimiento del Quattrocento, sobre el cual sus ensayos son verdaderas iluminaciones, o al Shakespeare traducido que siempre puede escucharse por detrás—, Bonnefoy ha entregado en cada libro poemas que, a lo largo de los años, se inscribieron en la memoria de un mármol al cual el viento persistente ya lo había escrito con la contundencia que sigue al simple silencio. Saber leer ese silencio es el mérito con el cual sobre la fría piedra se ha escrito.

La extensión de los poemas de En el señuelo del umbral (1975) parece querer señalar el porqué de la poesía, no tanto para que las palabras regresen al comienzo que las entendía como otra cosa, sino más bien para que nosotros, lectores de otra lengua, en esta versión, entendamos que siempre la poesía es promesa de futuro. De ahí entonces la imagen del río, a la que Bonnefoy una y otra vez vuelve, y es que en ella cada sílaba de tan próxima no es más que un movimiento en el que “todo lo visible inválido / se desescribe”; es decir, se pierde, se oscurece, se ve arrastrado por lo que finalmente triunfará: el poema como una barca que en ese río descansa en una orilla para llevarnos hacia la otra. Para los escépticos como uno, en el luto de cada página está la lección de nuestra infancia recobrada, pero no como un recuerdo, sino más bien como la efímera duración de un verso persistente que se reitera acaso como este: “¿De dónde, sí, tanta evidencia a través de tanto / enigma, y tanta certeza todavía, y aún / tanta alegría preservada?”