Poemas 19 Jul 2023

Yves Bonnefoy, a cien años de su nacimiento

El diletante | Silvio Mattoni

 

Tantas veces Yves Bonnefoy trató de definir, o más bien de bordear una actividad a la que dedicó su vida, en la que una vida puede demorarse. La única vez que lo vi, un lejano mediodía en Montmartre, me dijo que no se sentía cómodo definiéndose como “poeta”, que si le preguntaban se decía “profesor” o simplemente “escritor”. Después de todo, sus ensayos, sus traducciones, los diccionarios, inclusive los cursos que dictaba le insumían más tiempo que el incierto en el que se organizaban algunos poemas. Hasta podríamos decir que el acto de escribir, su lucidez y su reflexividad, no podían sino enfrentarse a la presencia que la poesía parecía prometer, entregada a un ritmo, en busca de algo que ningún concepto puede abarcar por su transformación de la palabra apenas en un significado.

En un ensayo sobre Baudelaire, dijo: “Escribir, una soledad, sí, una abolición, aunque a veces lúcida”. Pero esa lucidez denuncia la mentira también de creer que uno se escribe a sí mismo, que lo que se escribe revelaría lo que uno es, cuando solo se trata de creencias, de pensamientos. “Nunca”, escribió entonces Bonnefoy, “las motivaciones simbólicas terminarán de desenredarnos a tiempo de nuestro sueño: nuestro saber más logrado sigue siendo engañado por nuestras quimeras”. Porque escribir termina en una obra, la obsesión de hoy se ahoga en su propia disolución de mañana, cuando la cosa hecha me revele sus limitaciones, su ingenuidad, su condición de creencia y de ilusión. “Para que ya no pueda dudar más”, concluye, “que 'yo' es otro en todos mis actos”. Pero en el seno mismo del acto más solitario, de pronto algo se escucha, que no es simplemente un otro del yo, los sentidos se pierden y a la vez se intensifican, hasta una piedra puede ser el sonido de alguien, la revocación de su ausencia. Ya no se trata entonces de complacerse en coordinar el escrito, sino de asumir la función del poema, como lo describe en otro ensayo, haciendo del lenguaje, más allá de las palabras que pueden ser conceptos y de las frases que reclaman una sintaxis, “la escucha en el sueño que continúa unas voces de no se sabe dónde y que perturban, que casi te despiertan, que hacen desprenderse de aquello mismo que se deseaba”.

Hacer un libro, esa misión honesta, es en parte sofocar lo escuchado en el interior de la cosa escrita, por eso habría que atender al deseo no de escribir sino de alcanzar, tachando en el impulso que prosigue más palabras de las que se agregan, recién oídas, aun cuando sean inutilizables, moviéndose en uno mismo, “incluso si nunca se llegue a comprender o alcanzar nada...” Porque en las mismas palabras, productoras de imágenes, se ofrece el señuelo de un mundo posible, que reconstituya lo deseado, que vuelva a configurar las cosas sensibles para que perduren, pero esa expectativa puede ser la apertura de su trampa: creer que así se obtiene y se tiene lo que simplemente se ha detenido y se ha fijado.

Bonnefoy, más allá de las imágenes, a veces dentro de ellas, buscará desde un principio en las palabras un habla de verdad. Y para escuchar, para seguir el ritmo dubitativo de la verdad que habla en un poema, es preciso renunciar a la propiedad de las palabras. En un ensayo sobre Nerval, sobre la victoria pírrica de la poesía de Nerval que construye las imágenes del deseo a partir de la represión de su experiencia posible en el amor concreto, Bonnefoy confiesa que en un punto, no sabemos cuál, tal vez entre la desaparición del personaje de Douve, que calla más de lo que habla, y el reino del desierto y de las piedras escritas, debió renunciar a la esperanza que lo había llevado a escribir. ¿De qué esperanza se trata? “Aprendí por mi parte –dice– a renunciar a la esperanza que los que empiezan a escribir asocian con la poesía”. Quizás haya sido la esperanza vana de volver más intenso el mundo sensible, de redimir lo transitorio en uno mismo y fuera de uno por medio de palabras. Pero incluso si se liberan del concepto, de su violencia universalizante, aun si se orientan a la imagen o incluso a la música, las palabras no se fijan para siempre. O mejor dicho: en su misma fijación habrán de perecer. Solo el tiempo en su paso puede atestiguar el paso del tiempo. Y lo pasajero vive en la materia misma, en un cuerpo, en una voz. De modo que la poesía sigue después de que se dejó a un lado, con los libros hechos, la esperanza de redimir el mundo por la palabra. Ahora tiene que mirar el mundo destruido, recoger sus ruinas, investigar en las cosas y en los seres la posibilidad de un sentido, porque un poema no es la presencia misma de algo o de alguien, pero sí su acercamiento. La devoción del poema se dirige a una piedra que es un viejo sepulcro, o a una voz con nombre propio que se convirtió en recuerdo y en la mitad del olvido, o a una infancia, o a la elección de nombres en la fantasía de un futuro.

Pero el poema, para no enredarse en sus propias imágenes, tiene que tocar algo más concreto, menos orientado que su mera intención. La cosa más precisa y más ínfima, luego de volverse una figura, puede disolverse como una apariencia que no tiene nada adentro, ni detrás. Aunque hay algo en nosotros que tal vez sea, como cada cosa, al mismo tiempo una aparición, una materia, y su tonalidad significativa. Pensando en el maestro del haiku japonés, Bonnefoy se preguntaba: ”¿Qué es lo que está en nosotros y permanece inaccesible sin embargo, por franjas completas, al absoluto que creemos ser?”. Y responde: “Evidentemente las palabras, en sus redes –nuestra lengua”. Se trata acaso de una paradoja, cuando no del drama de la escritura: para escribir y anhelar el contacto de las cosas y el contorno de los actos hay que separarse de uno mismo, abandonar la engañosa memoria y el absoluto que se cree ser bajo la máscara del yo, un pronombre, pero solo se llega a desgarrar esa forma arcaica, el mito de un origen, la expectativa fantasmal de empezar a escribir, en el terreno de unas apariciones significativas que en franjas enteras nos resultan inaccesibles. Por eso puede decirse que la poesía no recupera un origen ni se soluciona en la memoria, sino que se habla en la materia de lo que va a venir: cada verso hace una pausa para terminar de pronunciarse, y baja, sigue la frase o agrega otra, en busca de un ritmo que no es causado por la intención del que escribe, tal vez sí por su mano, por una voz, por la estación del año, por lo que no existe en las palabras si no está escrito.

“Retrocedí por mucho tiempo ante tus signos”, dice un verso de los primeros libros, aún oscuros, acaso nostálgicos, y por eso el siguiente contesta no con el hallazgo sino con el reclamo, la reacción a un rechazo: “me expulsaste de toda densidad”. Pero poco a poco, entre la piedra y las voces, entre lo que fue sin luz y una puerta entreabierta por donde se filtra un sonido y una lámpara no vista todavía, la aceptación de la poesía se dirige hacia adelante, tanteando en versos y frases, en la interrupción que vive en ella, la afirmación improbable de una presencia.

Porque también “un fuego va delante de nosotros”, según el título de otro conjunto de poemas. Y es una luz en la penumbra más que una llamarada lo que se describe, o más bien dos luces que se encuentran, dos cuerpos que relucen en la oscuridad de un cuarto, pero el poeta no alcanza a ver aún lo que sin embargo alguien percibe. Quizás el engaño resida todavía, como en una teoría filosófica, en el intento de ver, y así escribe: “Diviso por momentos tu nuca, tu cara, / después, nada más que la antorcha, / nada más que el fuego masivo, la oleada de muertos”. Por eso le hace falta llamar o invocar, y sabemos desde las mismas teorías griegas que solo se pide lo que siempre falta: “Ceniza que te separas de la llama / en la luz de la tarde, / oh presencia, / bajo tu bóveda furtiva acógenos / para una fiesta oscura”. Y esa presencia, aunque solicitada, no está ahí, no es la cara, ni la luz, ni un hombro, ni siquiera un vestido usado y dejado en una silla del cuarto, es la ceniza que queda apenas: las palabras escritas, cuyo señuelo consiste en suponerse vestigios de la fe de escribir. La presencia se anhela acaso, y se descubre por momentos, en la misma apertura de la escena en que se sustrae. En las últimas palabras oscuras, la alegría o la voz o la presencia se levantan, como en un libro que se abre y se encuentra de nuevo con la misma hoja abandonada hace tiempo. “El tiempo sonríe a lo lejos, por dejar de ser”, dice un verso. Y lo que deja de ser, aunque parece la ausencia de alguien, aunque asume la apariencia de lo que ya no está, no deja de apuntar en dirección a un gesto. Sin embargo, el gesto de un ausente no hace hablar a los muertos, por más que toda la mitología del tránsito de la vida, todos los barqueros del olvido se recuperen para contar la historia de alguien que murió, o que morirá, y que somos todos.

Bonnefoy contó, en largos poemas de iluminación intermitente, las historias del barquero antiguo que cruzaba el río del olvido, que tanteaba con su pértiga la ausencia de cada cuerpo en el agua, pero solo para escribir las preguntas que nadie puede contestar, porque no hay otros mundos. El único mundo redimido, para usar unos versos de Shakespeare que le gustaban a él, es este mundo destruido por la ausencia. A un amigo, a su obra que es siempre una interrupción como toda obra, lo describe en su estado de ausente: “Escuchó largo rato, / luego se incorporó, el fuego / de esa obra que alcanzaba, / quién sabe, una cumbre / de desataduras, de reencuentros, de alegría / iluminó su cara”. Aunque escribir ese recuerdo implique todavía la ilusión de que el muerto persiste en sus huellas. Y entonces no se deja de escuchar, incluso mientras se escribe, el rumor sordo, “la pértiga que golpea la corriente barrosa”, y es el ruido del paso, del pase, porque el barquero nocturno es en francés un “pasador”. El poeta anota la cara iluminada de un amigo, pero necesariamente tiene que estar en otra parte, “allí donde yo ignoraba todo, donde yo escribía”, entregado a la violencia de esa separación del mundo que simula el lenguaje.

La afirmación del mundo, de la vida en su aparición desenvuelta, se dará sin embargo en las palabras, esas únicas cosas luminosas y opacas que dicen sí y pueden hacer tangible o audible algo más. “Sí, por las palabras, / algunas palabras”, dice el último poema del libro misterioso que se llama En el señuelo del umbral, y que se titula “Lo disperso, lo indivisible”, otros nombres de lo múltiple y lo uno. Porque ¿no ofrecen acaso algunas palabras, que el poema enlaza con su ritmo y sus blancos, sus reanudaciones y sus interrupciones, la promesa de cierta unidad, y que las cosas separadas en el mundo, como apariencias desmenuzadas, sueltas en el terreno destruido de lo que se perdió, se encuentren de nuevo, conectadas, como redimidas por una entonación simple, aquí y ahora? Y él escribió: “Sí, aun por el error / que va, // sí, por la alegría simple, la voz quebrada”. De modo que en una pequeña falla de lo que aparece disperso se filtra la luz indivisible, como un flujo de intensidad momentánea, esa alegría de una existencia única, que hace pausas en las letras determinadas que se recortan sobre el fondo de una voz, “las palabras como el cielo / hoy, / algo que se junta, que se dispersa. // Las palabras como el cielo, / infinito / aunque de pronto íntegro en el charco breve”.

La única vez que lo vi no lo escuché decir nada en verso, no sé si algo se quebraba en su voz al pronunciar un poema, apenas hablamos de mi familia de entonces, y me contó algo, solo una frase, de su hija. Su mirada agudamente intentaba entender de dónde venía yo, cómo era el país de Borges. Comimos unos platos orientales en un restaurante chino y fuimos a su estudio a buscar un libro que me quería dar, sobre Mallarmé; me lo dedicó así: “He aquí El secreto de la penúltima y mi pensamiento más amistoso”, con la fecha del 16 de junio de 2006, o sea que faltaban días para que él cumpliera ochenta y tres años. El ensayo que me regaló, en una preciosa edición numerada que incluía una obra de la artista Agnès Prevost, era tan revelador como todos los suyos, y explicaba la poesía de Mallarmé a partir de un escrito poco atendido, una parábola en prosa sobre “El demonio de la analogía”.

Pero ahora veo la pintura reproducida en una gran tarjeta separable: son unos árboles y sus ramas, oscuras, difuminadas, como si algo hubiese frotado el color negro y las hojas ya no se distinguieran, fueran una sola cosa en el follaje, que se recorta contra el cielo claro, atrás o arriba, en el extremo izquierdo y en el derecho, y abajo, no tan claro, a los costados de los troncos que se levantan hacia la masa de ramas mezcladas, en busca de unas copas, unas cimas arbóreas que sobrepasan en lo alto el límite del cuadro. Es un dibujo, una tinta digamos, pero trazado en busca de la unidad de ese manojo de ramas antes que con el anhelo de su división, de su contorno definido. Y sin embargo, algo lleva la mirada hacia la punta de la tarjeta, donde el gris blancuzco de un cielo contrastante parece tener vetas, el papel, la cartulina que la artista oscurece, poniendo negro sobre blanco esa impresión de unos árboles. ¿Y qué puede ser la penúltima sílaba de un verso, que marca el ritmo justo en el final, anunciándolo, si no ese momento en que la mano se detiene, deja de dibujar, de escribir, y acepta la blancura con que el papel se defiende? Yo no sabía que me estaba despidiendo para siempre del poeta admirado, aunque podía sospecharlo, dada la edad, dada la distancia, dadas todas las dificultades que nos habían impedido vernos personalmente tras diez años de cartas, traducciones y algunos libros enviados. Pero en verdad no fue así, la muerte no es la verdad. Era solamente la penúltima vez de una conversación, la última no es otra cosa que la poesía misma, nuestra devoción y nuestra fe.

Pero lo cierto es que no habrá una segunda vez. En vano busco en cajones, cajas y sobres su primera carta, enviada por él a raíz de un libro traducido a finales de los años '90. No sé si alguna vez la encontraré. Yo estaba en París mientras la carta llegaba al editor de la traducción de su libro, que la demoraba en sus manos cordobesas. Me decía que nos viéramos, si acaso viajaba, y me comentaba las coincidencias que había encontrado, sin saber español, entre su pensamiento y mi prólogo a sus ensayos. Era algo obvio, yo había imitado hasta el plagio sus impresiones de presencia, sus señalamientos conmovidos ante piedras de Ravenna o cuadros italianos, tan solo había reemplazado sus objetos por unas imágenes bizantinas de la misma Ravenna, sin haberlas visto nunca y sin poder encontrar después la verdad ni la emoción que esperaba de ellas. Pero la carta está, por el momento, perdida. Tengo en cambio sus poemas, en diversos libros, subrayados, como quien marca un camino para poemas futuros, porque también pensaba que no solo debía traducir sus escritos sino también volver a lanzar su impulso, volver a pedir que todo vuelva y que nada singular, ni una voz ni una mano ni un color en el piso cualquiera se pierdan. Y un libro blanco, de bolsillo, reeditado, parece que me busca, uno de los imprescindibles, que tengo repetido; y entonces saco del estante no la edición original, en rústica elegante del Mercure de France, sino esa otra, de la colección portátil de poesía de Gallimard, de Las tablas curvadas. Y veo que subrayé el poema de un ser, sin materia, ya retirado de lo sensible, que sin embargo busca entre los vivos, de nuevo, una forma de seguir. Pero antes del poema, la portadilla tiene una dedicatoria, la letra a la vez decidida y presa de sobresaltos, mi nombre, la promesa de amistad, aunque el libro era de 2003 y no nos habíamos visto nunca, y la firma, la i griega de su nombre que se iguala a la v corta y parece negarse a ser mayúscula, la f en la fe de su apellido que se hunde con una cruz hacia abajo, como un ancla.

Adentro, el poema dirá que alguien sin nombre “busca, tanteando / entre paredes demasiado cercanas”, en este único mundo, “el cuerpito que grita y se debate / con los ojos aún cerrados / que le brindará una mirada”. ¿Qué quiere, quién es? Quizás este devenir de las palabras que se abre paso en nosotros, cada lengua a su ritmo, desde un fondo de tiempo que hizo el francés, el castellano, incluso el latín, y antes la división entre sustancia, accidente y acción. “Trata”, dice el poema, “simplemente / de ver, como ve el niño, una piedra, / un árbol, una fruta”. Sí, es un idioma, o un par entrelazados, y trata de volverse el cuerpo del poema, de respirar en él. No tiene ojos, tal vez los tuvo, pero procura ver finalmente la luz. El poema no actúa, lo releo por enésima vez, y apenas dice que los verbos, los movimientos escondidos en su infinitivo son más de lo que él es: “Esperar, / sabe que es más que él / divisar a lo lejos, gritar, / abalanzarse con los brazos abiertos, llorando, / sabe que es más que él”. Pero el poema dice que el lenguaje es una trampa, que hace falta una voz que repita palabras sin entregarse a su imagen, sin atarse a las analogías, que ante una piedra no diga más que la palabra piedra cuando se agarra con la mano. El poema piensa en un chico que se arrodilla y juega con piedritas de colores. “Y qué extraño es que algunas palabras”, exclama el final del poema, aun sin boca ni voz, aun sin rostro, pero su rostro amigable, sonriente, octogenario está grabado en mí, “uno las encuentre en la oscuridad, las tome con la mano, / las guíe aunque es de noche en todas partes en la tierra”.

Dejemos aparte la ilusión de la obra, la idea de que sus huellas están escritas en la piedra de sus libros, y palpemos más bien la porosidad, la duda y la recuperación del deseo de escribir, que está en cada momento, en prosa, en verso, en reminiscencias y en estudios, en la experiencia sensible que atrae a la poesía como si no estuviera hecha de palabras. Será nuestro el honor de compartir el siglo que lo escucha, mientras nacen los otros, siempre, como dijo mi amigo en la esperanza.

19 de julio, 2023