Werner Herzog : una guía para perplejos 09 Oct 2022

Los caminos del caminante

Radar Libros | Página 12 | Paul Cronin

Hacia comienzos del siglo 21 el productor cinematográfico y editor de libros de cine Paul Cronin convenció tras arduas negociaciones a Werner Herzog para realizar un extenso libro de entrevistas que se publicó en 2002 como Herzog por Herzog. Pero hacia 2014 volvieron a reunirse para ampliar el número de entrevistas y someter el volumen a una exhaustiva corrección, en nada ajena al espíritu tan austero como irónico del director de Fizcarraldo. Ahora El cuenco de plata lo publica en castellano. Werner Herzog: una guía para perplejos, con prólogo de Cronin –del que aquí se reproducen fragmentos– reúne todas estas entrevistas e incluye un exhaustivo ensayo bibliográfico.

 

“Cuando iba a la escuela”, me explicó una vez la madre de Herzog, “Werner nunca aprendió nada. Nunca leyó los libros que tenía que leer, nunca estudió, nunca supo lo que tenía que saber… o eso parecía. Pero, en realidad, Werner siempre lo supo todo. Sus sentidos eran extraordinarios. Si escuchaba un sonido, por más leve que fuera, diez años después lo podía recordar con precisión, hablaba de él y quizás hasta lo podía usar de alguna forma. Pero es absolutamente incapaz de explicar algo. Sabe, mira, entiende, pero no puede explicar. No forma parte de su naturaleza. Todo entra dentro de él. Si sale, sale transformado”. Una vez hablé con Herzog sobre las técnicas que se encuentran detrás de sus documentales más estilizados. Si todo se explicara, dijo, “desaparecería el hechizo de la invención. No tengo problemas con ser el mago que no le cuenta a su audiencia cómo se hacen los trucos”. Aunque en las siguientes páginas podemos hallar una gran cantidad de ejemplos de esta pícara prestidigitación -los métodos creativos y a menudo ingeniosos que emplea Werner para desenmascarar, para liberar a la “verdad” de las profundidades en las que está sumergida, para mostrarnos lo que de otra manera no podríamos percibir-, es probable que existan muchos más que nunca conoceremos.

¿Qué tan importante, pregunta Herzog en su ensayo “Sobre lo absoluto, lo sublime y la verdad extática”, es lo fáctico? “Desde luego, no podemos hacer caso omiso de lo fáctico; tiene un poder normativo. Sin embargo, jamás nos podrá dar la especie de iluminación, el destello extático, del que surge la verdad”. 

La realidad siempre ha sido demasiado oscura e inescrutable como para que Werner la enfrente de lleno. Los simples hechos -la “verdad del contador”- poseen una esterilidad vergonzosa, razón por la cual juega constantemente con este tipo de cosas. Sabe que respondemos con más intensidad a la poesía que al reportaje y la realidad, que el poeta tiene la capacidad de articular una verdad más penetrante, abreviada, elevada y misteriosa, que el artista es -escribió Amos Vogel- “conciencia y profeta del hombre”. El año pasado, el Dr. Graham Dorrington, que colaboró estrechamente con la filmación de El diamante blanco y es uno de los personajes principales del film, me escribió: “De lo que nunca tuve la menor duda -ni la tengo hoy- es que Werner jamás pretendió hacer un documental en el sentido estricto de la palabra. Era una película, elaborada cuidadosamente con un estilo deliberado y notable. Lo que todavía me maravilla es que hay espectadores crédulos (que me escribieron), o incluso algunos críticos, que dan por supuesto que El diamante blanco es un documental que intenta retratar la verdad. Este es el motivo por el que no creo que mi exposición de tales verdades sea necesariamente útil, es decir, he aceptado toda tergiversación (o distorsión) necesaria, del mismo modo en que un retrato de (digamos) Picasso, Jan van Eyck o el Bosco no corresponde a una representación fotográfica de nadie”.

El ataque de Werner a lo que él denomina cinéma vérité exige una elaboración. Utiliza el término con frecuencia -siempre de modo despectivo- y ocupa un lugar central en su Declaración de Minnesota, por lo que vale la pena introducir tres ideas que se entretejen entre sí. En primera instancia, la teoría del cine, en sus muchas representaciones, nunca ha sido lo suyo, y Werner confiesa de buena gana su falta de interés en la cinefilia, así que no hay por qué esperar que conozca las diferencias entre el cinéma vérité y el cine directo. El primero se desarrolló en la década de los cincuenta en Francia, y por fuerza suponía cierto grado de intromisión por parte de los directores -que no tenían reparos en dejar en claro su presencia- en lo que fuera que se estuviese filmando. El segundo es un tipo de cine de no ficción que surgió poco después en Norteamérica, en el que los discretos camarógrafos debían pasar desapercibidos y más o menos tenían prohibido interferir con la supuesta realidad a la que se enfrentaban, y los acontecimientos no se podían modificar por el bien de la película (cero voces en off, cero reconstrucciones, nada de escenificaciones, etcétera). En términos sencillos, es la diferencia entre incitar algo y captarlo por casualidad. Vale la pena reflexionar sobre la noción de que las críticas de Werner con respecto al cinéma vérité (“un mal, una reproducción interminable de hechos”) tienen más sentido si se dirigen al cine directo. Los cineastas del vérité, escribió James Blue en 1965, “intervienen, interrogan, entrevistan, provocan situaciones que podrían de pronto revelar algo. Existe el intento de obtener una suerte de participación creativa del sujeto”. En otras palabras, es más o menos lo que hace Herzog con lo que él califica como “manipulaciones”. Hasta llama a Les Maîtres fous, dirigida por el preeminente practicante del vérité Jean Rouch -que siempre introducía una capa de artificio deliberado en su obra-, una de sus películas favoritas.

En segundo lugar, cuando se trata de esta clase de cine de no ficción, la palabra “verdad” es una pista falsa, y siempre lo ha sido. Si parece que la poesía del cine directo (o cinéma vérité, o como quiera que lo llamemos) se presenta casualmente por azar, es una afirmación del ingenio del cineasta. El cine directo -aunque a menudo planteado desde una perspectiva sociológica, en la línea del género del reportaje- se producía magistral y deliberadamente de manera tal que penetrara en lo que Werner denominaría la “verdad más profunda”. Incluso cuando los camarógrafos filmaban la realidad cotidiana, su trabajo era todo menos la visión de la mosca en la pared. Siempre había un punto de vista activo, y era para bien si la gente creía que eso allá arriba en la pantalla era la “realidad”. Los mejores films del cine directo clásico, aunque un poco menos imaginativos y “extáticos”, aunque a veces poblados por personajes más monótonos que los de Herzog y por lo general sin tantos ensayos a cuestas, no son menos verdaderos. Los virtuosos de todos los tipos de cine documental buscan dirigir la atención del público hacia detalles específicos y rara vez se atribuyen una objetividad o verdad absoluta. No niegan haber interpretado en distintos niveles los eventos que sucedían a su alrededor cuando lo consideraban necesario al ejercer el control, proyectarse a sí mismos, crear una estructura e imponer un “tema”, todo sin comprometer la integridad del material. “Nos expresamos de manera indirecta al expresarnos a través de lo que encontramos interesante a nuestro alrededor”, explicó el camarógrafo de cine directo Al Maysles en 1971. Si Emerson tenía razón cuando nos dijo que “la ficción revela la verdad que la realidad oculta”, al analizarlo con más detenimiento no es grande la división filosófica entre el cine “extático” de Werner y las obras fundacionales del cine directo, cuyos realizadores dejaron una huella ligeramente más tenue en el resultado final -una no tan fantasiosa o manifiestamente evidente- que la que deja Werner en el de él.

En tercer lugar, la Declaración de Minnesota de Herzog no debe tomarse como si estuviera escrita en piedra. Es más una provocación que otra cosa. Él sabe perfectamente bien que no hay una transparencia absoluta en el cine de no ficción, que no existen las imágenes verdaderamente neutrales, que sólo las cámaras de vigilancia graban objetiva e impasiblemente. El caso es que Werner no desestima sin más el vérité, sino que, más bien, lo usa como lo que Guido Vitiello describe como “un recurso retórico para establecer, en contraposición, su propia poética”. Para Herzog, es un instrumento de combate que le permite posicionarse y definir su enfoque dentro de un mar de tonterías obsesionadas con la verisimilitud. (Aquí no está solo. Cinéma vérité es un término de conveniencia que carece de matices y que no llega a abarcar ni un poco la diversidad de prácticas cinematográficas que encierra.) Para Werner, esa colección de doce aforismos, expresados por primera vez en 1999 en el Centro de Arte Walker en Minneapolis ante un público entusiasta, sigue siendo una forma de movilizar el apoyo contra el producto aparatoso que se despide en todas direcciones, esos crímenes nefastos -realities indiscretos, diatribas santurronas e “impávidas” sobre salvar al mundo, aburridas cabezas parlantes, didacticismos seudoantropológicos, orgías de llanto mojigatas y predigeridas para sentirse bien (“el triunfo imposible del espíritu humano”), reconstrucciones chabacanas, relleno nocivo entre los anuncios televisivos o las fiestas de los festivales de cine (David Mamet lo llama “el guepardo que domina al mismo viejo antílope”)- que cometen en nombre del cinéma vérité aquellos que se preocupan más por los hechos que por la “verdad”, para quienes la veracidad sólo puede conseguirse mediante los medios más convencionales. Ustedes otros cineastas que están allá afuera, dispuestos a realizar el trabajo duro, advierte Herzog, no hagan la vista gorda. Resistan.

SIN ANESTESIA

Werner es estoico, pero también sentimental. La descripción de Bruce Chatwin da en el clavo: “inmensamente duro, y sin embargo vulnerable, afectuoso y distante, austero y sensual”.

Herzog jamás soñaría con exhibir orgullosamente en su repisa la multitud de premios que ha acumulado con los años. Conoce el valor de la búsqueda infinita de la novedad, a pesar de que es alguien que se sentará en silencio el tiempo que sea necesario, que aprecia la paz y tranquilidad de la vida doméstica, de “un sillón y una taza de té”, que borra los mensajes de teléfono sin escucharlos cuando son demasiados (“a la larga, lo importante me llega de todos modos”). También tiene fuertes principios, es un hombre de palabra. En 1984, el camarógrafo Ed Lachman dijo que “Werner me contó una vez que, si decía que iba a estar en un lugar determinado en una calle determinada y en un día determinado en 1990, allí estaría”. La admiración también fluye hacia Herzog por pasar tan fácilmente de la ficción a la no ficción, y como productor de cine emprendedor por haber mantenido el control financiero de casi toda su obra. Herzog el kinosoldat es inquebrantable, contundente pero no estridente, capaz de aguantarlo todo, y cede sólo cuando él lo elige.

Le agradezco a Werner el tiempo que le dedicó a Una guía para perplejos, que sin lugar a dudas significa menos para él que cualquiera de sus películas. “Como alguien que ha dado literalmente miles de entrevistas a lo largo de los años, y que también ha filmado muchas conversaciones para sus propias películas”, me comentó, “siempre me ha resultado claro que los periodistas que dependen de grabadoras inevitablemente se equivocan con la historia, pero aquellos que se sientan, escuchan con atención, anotan una que otra palabra y asimilan el panorama más amplio tienen más probabilidades de acertar”.

Hace años, poco antes de que se publicara la primera edición, mientras Werner se abría paso con dificultad a través de uno de los borradores, en realidad dejó bien claro que se arrepentía de haber accedido a cooperar. Estamos hablando, después de todo, de alguien que, según él mismo ha reconocido, vive con la menor cantidad de introspección posible, que preferiría embarcarse en una exploración minuciosa de las selvas, desiertos, campos, ciudades y montañas del mundo que mirar en su interior. (“Los océanos siempre me han eludido, tanto en la vida como en las películas, aunque los aprecio y siento que comprendo a los hombres del mar”.) Afortunadamente, Werner consideró que esta segunda edición era lo bastante respetable como para dedicarle un tiempo considerable, que incluyó doce días intensos en los que pulimos el manuscrito juntos: lo trabajamos renglón por renglón, estirándonos para tomar el diccionario de sinónimos, riéndonos entre dientes de las posibilidades, leyéndonos capítulos enteros en voz alta el uno el otro. Valoré sobre todo el momento en que, antes de una de nuestras reuniones finales, Werner fue al dentista y optó por aguantar un procedimiento sin anestesia para estar lúcido en la sesión de la tarde.

A menudo me preguntan por cómo conocí a Werner, así que les pido que me permitan un comentario al margen, relacionado con la forma en que terminé editando este libro, que es en sí una representación de los temas que expone en profundidad. Si Una guía para perplejos es un tratado indirecto sobre cómo provocar curiosidades latentes que no sabíamos que teníamos, inmovilizar las fuerzas del mal que no dejan de diluviar sobre el proceso de la realización de películas, neutralizar la estupidez que nos rodea, despejar el camino, arrancar de los recovecos más profundos el valor necesario, tirar por el inodoro a todos los obstáculos (tanto internos como físicos), recuperar la dignidad (o, como mínimo, adaptarnos a que no exista), aceptar las adversidades, soportar el abatimiento y la angustia, contrarrestar la inseguridad, levantarnos como si nada después de las patadas y las bofetadas, y sencillamente ponernos a trabajar, entonces es el mejor ejemplo en mi vida. El tiempo que se invierte en un trabajo en el que se cree nunca es tiempo perdido.

Conocí el cine de Herzog por primera vez en una proyección de El gran éxtasis del escultor de madera Steiner y La Soufrière en el Instituto de Arte Contemporáneo de Londres. Tenía alrededor de dieciséis años y recuerdo sentir que eran unos de los films más intrigantes con los que me había topado hasta ese momento. Mi interés en Herzog quedó asentado cuando (en una butaca detrás de Susan Sontag y Wallace Shawn) vi Lecciones de oscuridad en el Film Forum en el centro de Nueva York. Años después me encontraba en una situación muy difícil, así que le escribí una carta repleta de soberbia a Walter Donohue -que todavía se encarga de los libros de cine en Faber and Faber- en la que le explicaba que tenía algo que ofrecerle. En esa época trabajaba como asistente de Ray Carney en su libro Cassavetes por Cassavetes, por lo que tenía pocas credenciales y una endeble conexión con Faber. Walter me llamó para comunicarme que su segundo al mando estaba a punto de viajar al Festival de Cannes, y me propuso que pasara algún tiempo no remunerado en la oficina de Faber para ver cómo funcionaba desde adentro. Menos de una semana después estaba en la oficina del hombre que podía dar el visto bueno al único libro que sabía que quería hacer y que sentía que el mundo necesitaba leer. Recurro a ese otro Herzog -el del Sr. Bellow- para la explicación más concisa posible del razonamiento detrás de lo que se ha convertido en años de trabajo: estaba (y lo sigo estando) “dominado por la necesidad de explicar, de dar el asunto por terminado, de justificar, de poner en perspectiva, de aclarar”. Y de consignarlo todo en un mismo lugar.

Tras una semana de contestar el teléfono en medio del ambiente estimulante y tranquilo de la oficina de Faber en Queen Square, le pregunté a Walter por qué no existía Herzog por Herzog. Parecía que encajaba naturalmente en su colección de libros de entrevistas. Walter me dijo que había recibido varias propuestas a través de los años, pero que no le habían gustado los enfoques que presentaban, y me dio a entender que estaban muy orientadas hacia lo académico. Le pregunté si podía hacer el libro. Walter me dijo que pusiera mis ideas por escrito y que él las llevaría al consejo editorial. Pronto llegó la noticia: adelante con el proyecto. Ahora todo lo que tenía que hacer era convencer a Herzog. Me fui a casa, escribí una carta breve y la envié por fax a su oficina en Múnich. Una semana después vino la respuesta: “Jamás me he puesto a darle vueltas a lo que hago. No me gusta practicar el autoanálisis. Es cierto que me miro en el espejo para no cortarme cuando me afeito, pero no sé de qué color son mis ojos. No quiero prestar ayuda en un libro sobre mí. No habrá un Herzog por Herzog”. Busqué mi carta original, que resultó ser demasiado formal y rígida. La siguiente que escribí, bastante más larga, expuso, en términos sencillos y emotivos, quién era yo y por qué era un proyecto valioso, y añadí que sentía que el resultado final sin duda encontraría un público agradecido. A los pocos días llegó un fax. “Muchas gracias por su amable carta, que brinda una perspectiva nueva y diferente de usted como persona”, escribió Werner. “Estaré en Londres en septiembre. Me parece que es la mejor oportunidad para conocernos y hablar sobre el tema.”

Les cuento todo esto, queridos lectores, porque -a riesgo de sonar como un gurú barato de autoayuda- vale la pena mantenerse firme, luchar por lo que se desea, dar ese salto al vacío. Bien podría haber tirado todo el proyecto a la basura luego de recibir el primer fax, pero en cambio no lo abandoné. Werner es la primera persona que entrevisté en mi vida, pero por alguna razón sentí que podía hacer que funcionara. El resultado es, a mi parecer, la pura verdad, un volumen de prosa depurada, similar a las películas de Herzog. “Mis historias nunca son profundamente complicadas e intelectuales”, explica. “Los niños de todas partes las pueden entender.”

LOS PROFUNDOS MISTERIOS

Desde que apareció la primera versión de este libro, surgió el deseo de que fuera algo en sí mismo, no sólo una crónica. Así, su contenido ha sido reescrito/ampliado con -como escribió Moisés Maimónides en relación con su tomo de título similar- “gran exactitud y excesiva precisión, y con cuidado para evitar que no se explique algún punto oscuro”. La entrevista que aquí se presenta se moduló conscientemente de determinadas maneras, se empujó cuidadosamente en distintas direcciones, se tiñó de ideas específicas. Todo está en su sitio. La estructura, el ritmo y el tempo se impusieron laboriosamente sobre el Herzog de estas páginas a posteriori. Las palabras de Werner se editaron para formar una sola respuesta, a menudo extensa, a incentivos y preguntas que, en su mayoría, fueron escritos después. (“Debería contarle esto a los lectores. Sueno muy parlanchín en el libro, pero en realidad no soy tan charlatán”.) Tomen este retrato de una persona, esta provocación minuciosamente calibrada, con la cautela que se merece. Esta versión oficial no es menos un constructo que la multitud de Herzogs que pueblan el ciberespacio y otras partes, esos doppelgängers complementarios y rivales, como los llama Werner. No había otra forma de presentar tanto material de manera eficiente.

La noción de “perplejidad” ha sido vagamente apropiada de Maimónides, el filósofo, físico, matemático, astrónomo y místico judío. Escritor del siglo doce, dirigió su tomo a aquellos respetuosos de la ciencia, pero se esforzó por equilibrar ese conocimiento con una devoción por la ley divina, las creencias metafísicas y los “profundos misterios”. Dentro de su libro, escribió Maimónides, se encuentran las soluciones al gran tema de su época: el problema de la religión, que constituye “un motivo de ansiedad para todos los hombres inteligentes”. Se documentan a continuación los intentos de Werner de abordar asuntos más contemporáneos y contestar las preguntas punzantes que hoy en día flotan en el aire. ¿Cómo, por ejemplo, procurarse un sustento cuando el deseo de autoexpresión es tan incontenible? ¿Es posible la individualidad en un mundo tan homogeneizado? ¿Nos podemos armar de la tenacidad y resolución necesarias cuando inevitablemente ocurren confrontaciones con probabilidades desfavorables? ¿Cómo exactamente se hipnotiza a una gallina? Al registrar de modo tan claro su propia liberación de los impedimentos y las constricciones de nuestra cultura; al demostrar cómo trascender el mundo decadente en el que nos estamos hundiendo, uno ahogado por el antiintelectualismo, el cinismo, el consumismo, el miedo, la cobardía, la vulgaridad, el extremismo, la pereza y el narcisismo; al articular un comentario ilimitado y destilado sobre la vida y el cine, Herzog -nuestro guía persistente, astuto y escéptico, con una resplandeciente vena anárquica- ofrece su sabiduría de amor duro a los desconcertados incrédulos de todas partes, los que se sienten intimidados por las oleadas incontrolables de información que invaden la humanidad y atrapados en los violentos mares de la indiferencia que ha forjado esta era impía, atestada de tecnología y semialfabetizada.

Las ideas de Werner en su Guía para perplejos forman parte de una efusión de décadas, una respuesta al toque de clarín, a los pedidos fervientes de orientación. Nos presenta su ethos personal, habla de sí mismo y de su trabajo, y, al hacerlo, al poner al descubierto su pragmatismo y rectitud, brinda apoyo y refuerzos, nos tiende una mano a cada uno de nosotros para que construyamos nuestro propio baluarte personalizado. Herzog el caminante es un acompañante dinámico y amplio de miras en el camino, accesible a todos. Es el hombre de espectáculo honesto que nos proporciona algo parecido a un manual de instrucciones, con herramientas para vivir, una muy necesaria inyección de energía, un mapa al lugar de descanso. Para parafrasear a Maimónides: aquellos lectores que no han estudiado cine, igual le sacarán provecho a muchos capítulos, pero quienes intentan realizar proyectos creativos e imaginativos de cualquier índole sin duda alguna obtendrán beneficios de cada capítulo. ¡Cómo se regocijarán! ¡Cómo sonarán de placenteras estas palabras a sus oídos! Que la verdad y el bien por los que en apariencia eres el perdedor sean preferibles a la falsedad y el mal por los que al parecer eres el ganador.