Werner Herzog : una guía para perplejos 19 Ene 2023

Una guía para perplejos

Revista Otra Parte | Manuel Crespo

 

Aunque los hechos cardinales de sus biografías estén debidamente registrados, ciertos artistas igual necesitan fabular. No hay mitomanía de por medio, ni en el sentido moral ni en el clínico, sólo la sospecha de que de ninguna otra manera podría haberse construido una imagen de autor que estuviera a la altura de la obra generada. El caudal enérgico de ficciones y documentales que Werner Herzog grabó en todos estos años es indivisible de su épica de trotamundos autogestivo, jinete de peligros en los bordes de la civilización y capitanejo de camarógrafos envalentonados. En su caso, la relación entre obra e imagen no es distinta a la que mantienen el barco que Fitzcarraldo empuja sobre la montaña y el que Herzog empujó sobre una montaña para filmar Fitzcarraldo: un diálogo sin maquetas, que ensancha las partes, las refuerza y las hiperboliza. Basta leer Conquista de lo inútil (2004), el diario arborescente que el alemán llevó durante la producción, para sentir el peso de esa urgencia por crear y crearse.

Desde otro formato, Una guía para perplejos —edición aumentada de lo que otrora fue Herzog x Herzog y que ahora incluye más entrevistas, poemas de juventud y el famoso manifiesto contra la superficialidad del verité, entre otros textos— se lanza en la misma dirección. Orientado por Paul Cronin, productor y autor de libros sobre realizadores, Herzog ofrece en algo más de quinientas páginas su visión del cine, del mundo y de su propia vida sin molestarse en esclarecer qué material pertenece a qué universo. Los doce largos capítulos son el resultado de una voz casi sin freno —como un Eckermann sin sed de protagonismo, Cronin se limita a fungir de apuntador con preguntas que sirven menos de disparadores que de puntos y aparte— mientras las películas se agrupan cronológicamente, desde Un western perdido (1959) hasta De un segundo a otro (2013), y la rapsodia crece a medida que Herzog ubica el origen de su mitología en su infancia de posguerra, se declara explorador —nunca aventurero, epíteto que reserva con desprecio para los perseguidores de récords—, recuerda con devoción a compañeros de armas como Bruno S. y Lotte Eisner —musa de Del caminar sobre hielo (1978), bella crónica acerca de la muerte y el desafío de retrasarla—, y vuelve una vez y otra, con la mezcla inefable de aversión y cariño ya patente en el documental Mi enemigo íntimo (1999), sobre la figura de Klaus Kinski, su actor fetiche en clásicos como Aguirre (1972) y Nosferatu (1979).

“Cuanto más numerosos sean los trucos técnicos a los que recurran los directores, más fuerte será el interrogante con respecto a la veracidad. Se necesita un nuevo tipo de cine que nos ayude a reajustar los ojos y confiar nuevamente en ellos”. Esta declaración, que Herzog repite con variantes en otras zonas del libro, es al mismo tiempo una recomendación y una advertencia: Una guía para perplejos no será de utilidad para quienes busquen conocimientos teóricos, disquisiciones sobre encuadres y demás artificios. Aunque dedica respuestas a defender sus preferencias —todas tendientes a la desnudez: sonido directo, riguroso celuloide, equipos de trabajo acotados, fe en lo que la cámara captura en el momento, escasa experimentación posterior en la sala de montaje—, Herzog parece señalar que el asunto no es el cine, ni la literatura, ni la pintura, ni siquiera la poesía. La verdad última se asoma cada tanto por las grietas del circuito interminable del hacer, el terminar, el hacer de nuevo. Para un director con una notoria tasa de éxito en términos de producciones completadas, es cuanto menos curioso que el vértigo lo sorprenda sólo al inicio de cada rodaje: “Sucede lo mismo todas las veces: llego al set y echo una mirada alrededor. Me veo rodeado de personas excepcionalmente competentes, y deseo con todas mis fuerzas que una de ellas se haga cargo. Me pregunto quién va a hacer de verdad este film, y enseguida me doy cuenta de que no hay escapatoria. Esa persona soy yo”.