Werner Herzog : una guía para perplejos 19 Nov 2022

Lecturas: Herzog, un cineasta poeta, en sus palabras

Ideas | La Nación | Nicolás Mavrakis

El director alemán, que acaba de cumplir ochenta años, sigue en plena actividad creadora; sus memorables charlas con Paul Cronin, Una guía para perplejos, ayudan a no perderle pisada.

 

Este año, nada menos que el de su octogésimo cumpleaños, Werner Herzog (Múnich, 1942) escribió, dirigió, narró y estrenó los documentales El fuego interior: Réquiem por Katia y Maurice Krafft, acerca de la reconocida pareja de vulcanólogos fallecidos en 1991, y también El teatro del pensamiento, dedicado a los enigmas del cerebro humano. Además, le prestó su inconfundible voz de tonalidades bávaras a Última salida: el espacio, un programa televisivo sobre la exploración espacial. Y, por si fuera poco, publicó El crepúsculo del mundo, su primera novela, que narra la existencia casi onírica del cuerpo y la mente del soldado japonés Hiroo Onoda, recordado por permanecer en combate durante los 29 años posteriores al final de la Segunda Guerra Mundial, en una isla filipina casi deshabitada.

Para quienes, en primer lugar, se pregunten por qué Herzog imagina y trabaja a este ritmo, Una guía para perplejos, el libro que reúne ahora en versión completa sus ya célebres conversaciones con Paul Cronin sobre cine, libros, poesía, música e ideas (antes recopiladas de manera parcial en Herzog por Herzog), presenta al creador de películas como Fitzcarraldo con una respuesta esencial: “Siempre que Werner Herzog despliega su talento podemos esperar lo inesperado, una toma inigualable y fulgurante, sus giros del lenguaje lapidarios”.

A propósito de este último elemento, el lenguaje, vale la pena recordar que a pesar de haber creado durante seis décadas de carrera unas treinta películas de ficción y alrededor de cuarenta documentales (sin contar las apariciones como actor en ámbitos tan distintos como el cine de acción de Tom Cruise o dibujos animados como Los pingüinos de Madagascar), Herzog no suele definirse como cineasta sino como poeta. De hecho, entre sus novedades, Una guía para perplejos tiene una prueba contundente de esta autoclasificación, al incluir diez poemas breves de un joven Herzog que, por su capacidad para estampar paisajes mentales inquietantes elaborados entre lo visible y lo pensable, resultan tan “herzogianos” como cualquier escena de Aguirre, la ira de Dios. Tal como lo explica Herbert Golder, uno de sus colaboradores, en otro ensayo inédito que cierra el libro: “Werner consigue exprimir lo sublime de lo banal”.

Para el director de El enigma de Kaspar Hauser o La cueva de los sueños olvidados, sin embargo, lo poético nunca se resuelve entre las parsimonias de la versificación ni en las formas demasiado premeditadas de la belleza. Para Herzog, lo verdaderamente poético está anclado, sobre todo, a una praxis vital que tiene como principio fundamental rechazar por igual tanto lo introspectivo como lo calculado. En palabras de Cronin, “estamos hablando, después de todo, de alguien que preferiría embarcarse en una exploración minuciosa de las selvas, desiertos, campos, ciudades y montañas del mundo que mirar en su interior”.

En consecuencia, es al dialogar acerca de esta ética del hacer permanente, un hacer mitificado también en las crónicas Del caminar sobre hielo Conquista de lo inútil, el diario de filmación de Fitzcarraldo, donde Herzog ha iluminado con su propia pluma toda la potencia de ese frenesí lúcido que huye de lo previsible hasta “poner las fuerzas catastróficas en nuestro favor”, que se configura el tono hipnótico que convierte a Una guía para perplejos en una lectura fascinante, incluso, para quienes jamás vieron ni verán sus películas. “Por supuesto que la estética a veces entra sin querer por la puerta trasera, porque, lo queramos o no, nuestras preferencias de algún modo siempre influyen en las decisiones que tomamos”, concede Herzog como si no se tratara del mismo director que, además, ha ganado una amplia variedad de premios por su obra. “Pero si fuera a pensar en mi letra mientras escribo una carta importante, las palabras perderían su sentido”.

En conversación con Cronin, Herzog descarta al psicoanálisis como algo que “no es más científico que la cirugía craneal en los tiempos del Imperio Medio de Egipto” y que solo pretende destruir los grandes misterios de nuestras almas. También describe “la densidad fascinante de cosas que pasan en California”, donde vive, o recuerda la ocasión en que alguien, en plena entrevista para la BBC, le pegó un tiro en la calle.

Arrastrado por la fuerza de su voz y su “vehemencia visionaria”, el conjunto de los temas recorridos por un hombre tan capaz de dirigir óperas en Italia como de filmar en la Antártida probablemente podría reducirse a lo que, emplazado en la posición del novelista, escribe sobre el soldado japonés que retrata en El crepúsculo del mundo: “La batalla de Onoda no tiene sentido para el universo, el destino de los pueblos, el curso de la guerra. La batalla de Onoda está formada a partir de la unión de una Nada imaginaria y un sueño, pero la batalla de Onoda, engendrada de la Nada, es un acontecimiento grandioso, arrebatado a la eternidad”. Alrededor de las mismas ideas y en referencia a su propia vida como artista, en tal caso, Herzog afirmará sin vacilar: “Soy un producto de mis derrotas”.

Por supuesto, quienes conozcan sus películas tendrán gracias a Una guía para perplejos el inusual privilegio de acceder al trasfondo del alma de un creador que ha hecho, a partir de la carga de sus sueños, un arte tan reconocible como inimitable. Esta es la razón por la cual aquellos “grandes derrotados” que protagonizan historias tan disímiles como El diamante blancoGrizzly Man o Un maldito policía en Nueva Orleans, en las que la ciencia, la locura o la violencia transmutan de un momento a otro hacia instantes luminosos y libres de extática verdad, comprueban lo que Herzog escribió en Conquista de lo inútil mientras filmaba en lo profundo de la selva peruana hace 43 años: “Un joven de aspecto inteligente y pelo largo me preguntó si las películas, o mejor dicho el hecho de ser filmado, pueden hacer daño, si pueden destruir a una persona. En mi corazón la respuesta fue sí, pero le dije que no”