Robert Bresson

Bresson rehúye la “representación”; es decir, entender el cinematógrafo como reproducción de la realidad. Por el contrario, el cinematógrafo consiste en fundar una nueva realidad, constituida por la “verdad” propia de la obra artística. Serían necesarias muchas páginas para explicar la poética bressoniana. Sin embargo, puede decirse que Bresson se confía a la máquina, de la que alaba su “indiferencia escrupulosa”. En la máquina comienza la especificidad cinematográfica, que continúa con el montaje. Una sola imagen es nada sin la existencia de otras, antes o después: la imagen, carente de belleza, pierde su individualidad y constituye parte de un devenir. La materialidad no es solamente visual: el sonido es también un elemento fundamental en la ecuación del montaje. En sus filmes la continuidad es escasa, las elipsis frecuentes, las escenas están débilmente unidas a través del montaje. Los personajes no son psicologizados, no hay suspenso. No pocas veces, la acción ocurre fuera de campo, y el contexto social, político o histórico es apenas desarrollado. Al azar Baltazar es el filme más bressoniano: una historia “desnarrativizada”, plena de ambigüedades y de elipsis, y –el colmo– el protagonista es un asno, por supuesto sin psicología, testigo mudo de la crueldad, la injusticia y el sufrimiento. Paradójicamente, la peculiar forma de contar provoca la emergencia de nuevos sentidos y sensaciones.

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