Bresson por Bresson 01 Jul 2014

Bresson por Bresson

Revista Otra parte | Federico Romani

 

Marcel Pagnol sostenía que la esencia misma del cine provenía de la fuente literaria y que, por lo tanto, la función del director sólo consistía en desempeñar un rol de “armador” o componedor casi anónimo de elementos dispersos cuya naturaleza heterogénea determinaba, en mayor o menor medida, la novedad del nuevo arte. A contramano de esa idea, Robert Bresson se dedicó a hacer cine como una manera de descubrir, justamente, por qué se trataba de algo nuevo, y para eso se propuso pensarlo desde una perspectiva teórica de rara pureza, de asombrosa simplicidad y contundencia, que le permitió aprehenderlo y presentarlo como una forma artística autónoma, libre de los pesados lastres pictóricos y fotográficos que lo habían marcado desde su nacimiento. Bresson no reniega, por lo tanto, de las deudas plásticas y teatrales del “cinematógrafo”; pero al mismo tiempo, no concibe otro destino para el cine que su superación en una síntesis cuyos primeros efectos se perciben en la eclosión de la nouvelle vague y se extienden desde allí a casi todos los llamados “nuevos” cines europeos de la época. Junto con Jean Renoir y Jean Pierre Melville, Bresson sobrevive a la masacre teórica perfeccionada por Godard y compañía como un referente insoslayable a la hora de impulsar la superación de los vicios recurrentes que habían transformado el cine francés de los años cuarenta y cincuenta en una continuidad museológica de escasísimo valor. Las películas de Bresson, como puesta en práctica de un conjunto único de ideas, fructifican en ese nuevo entendimiento del cine que va a reemplazar dinámica por ritmo, autonomía por relación, redundancia por sugerencia. Frente al teatro filmado de Claude Anton-Lara y otros, Bresson propone una técnica revolucionaria y muy precisa, más propensa al riesgo y la experimentación de la vibración poética que al conformismo y la pesadez de las “grandes” adaptaciones literarias. Lo que las entrevistas recogidas en este volumen alumbran, por lo tanto, es el resultado fílmico de esa reflexión total, que sacude su época para definir una noción trascendental del cine —la expresión es de Paul Schrader para su imprescindible Trascendental Style in Film: Ozu, Bresson, Dreyer (1972)— como una de las tantas posibilidades de corrimiento hacia el interior humano, de restitución espiritual frente a armonías insondables, de identificación audaz entre revelación e inventiva. Al mismo tiempo, la modificación bressoniana significó un capítulo determinante en la relación entre cine y técnica, ya que al proponer un desarrollo necesariamente artístico de esta última, anticipó a su manera el problemático advenimiento de un tipo de cine-mercancía, cuya pérdida de aura se hizo evidente justamente cuando Bresson comenzó a filmar sus últimas películas en el inicio de los años setenta. Si, en buena medida, el punto de crisis de la modernidad cinematográfica consistió en cierta parálisis o incapacidad para conjugar el giro tecnológico con los temas que hizo propios (la incomunicación, el extravío del tiempo personal en el colectivo, la pérdida del placer como precio a pagar por una existencia “real”), la audacia de Bresson, Rossellini y Antonioni —por acompañar a quien nos ocupa con algunos de sus más célebres contemporáneos— consistió en añadir a la imagen una muy personal categoría de lo sagrado que la preservara de la normalización mercantil.